Ricardo III, el histórico rey entre 1483 y 1485, fue el último monarca inglés en morir en combate. Según las crónicas, su cuerpo fue llevado a Leicester y enterrado en el convento de una orden franciscana que en el siglo XVI fue demolido, y su ubicación se perdió durante siglos.
La obra Ricardo III es una de las tragedias más oscuras y fascinantes del canon shakespeariano. Escrita alrededor de 1592, forma parte de la primera tetralogía histórica junto a las tres partes de Enrique VI. Incluso a costa del reduccionismo que implica, pueden citarse brevemente a Harold Bloom, que considera a Ricardo como uno de los más cautivantes villanos de Shakespeare, en la línea de Yago o Macbeth; a Jan Kott, en Shakespeare, nuestro contemporáneo, que analiza su figura desde la perspectiva del teatro político del siglo XX, o a George Steiner, que sostiene que el horror que produce Ricardo no es sólo moral, sino estético: es el goce de su propia deformidad ética lo que lo convierte en espectáculo.
El 25 de agosto de 2012, en Leicester, tras excavar en un modesto estacionamiento, se descubrió un esqueleto con una columna vertebral con severa escoliosis, coincidente con las descripciones históricas del cuerpo torcido de Ricardo. Se utilizó ADN mitocondrial extraído de los restos, comparándolo con descendientes vivos de la línea materna de Ricardo III. La coincidencia genética fue concluyente: los restos pertenecen, “más allá de toda duda razonable”, a Ricardo III. De esta situación toma su punto de partida La verdadera historia de Ricardo III, según Ricardo III de William Shakespeare, que se ofrece en el Teatro San Martín.
Asistir a esta versión es una experiencia que nos obliga a una inquietud constante y a una atención afinada, como si desde las butacas pudiéramos influir, siendo un coro activo, en los sucesos que ocurren en el escenario.
Desde el primer momento, lo que se despliega ante nosotros no es únicamente la tragedia histórica de un rey deformado y ambicioso, sino el espectáculo de su conciencia absoluta. La obra se presenta como una comedia, pero no cualquiera, sino una lúcida, sangrante y feroz, en un clima enrarecido, donde todo se pondrá en duda. Lo que se nos muestra es la obra y al mismo tiempo su deconstrucción, mientras se la hace, hallazgo contundente, empujón al revés que nos arrastra hacia los actores, sacudida, caricia y cachetada sin cesar. Ricardo, apenas aparece, nos lo dice todo: confiesa sus planes, su ambición, su cinismo, y no oculta su dolor escandaloso, no ejerce la patraña del camuflaje y no es nunca hipócrita. Diga lo que diga y haga lo que haga su proceder es el que vale y no se ocupa de disimular que el mundo se le ha vuelto innecesario. Hay entonces un héroe fascinante y pronto somos sus presas, no importa cuánto lo amemos o detestemos: la crueldad y el humor conviven en Ricardo sin esfuerzo y su tono jocoso, irreverente, nos perturba y estremece, porque el mal, cuando se vuelve encantador, pareciera ser forzosamente eficaz.
Ricardo logra convertir su discernimiento total acerca de sí mismo en uno sobre los demás. Interviene en los otros personajes y con nosotros, hasta que, galán corruptor, logra pensar y hacer por todos. Anticipa los hechos, los manipula, los narra mientras ocurren. Es el personaje y el autor, el protagonista y quien lo apunta. Su dominio es el de un dios esponjoso, y sin embargo, su humanidad vibra en cada gesto. Su maldad no lo hace menos frágil: lo hace aciago, ominoso, pero también mortal, reconocible en su amargura y con la gracia con que la expresa cada una de las combinaciones de su alma.
Este Ricardo III encarna el mal como voluntad de poder sin límite, como perversión racional y consciente: no es el suyo el mal por ignorancia, sino por elección. Su retórica encantadora y su capacidad para manipular a los demás revelan una sociedad cómplice o indiferente ante el avance de cualquier trastorno, hasta aceptarlo como metódico y propio.
La obra hace planteos sobre la responsabilidad individual y colectiva ante la tiranía, que, como todas, despliega pánico, soborno y persuasión: encarna una visión del mundo donde nada permanece estable, en la que el poder, la identidad, la moral, son constituciones líquidas, vacilantes, cercanamente frágiles, siempre transitorias. La escena entera es un organismo de fluidos que se transforman, que se desplazan en constante fase de entropía. Un eslabón se mueve -Ricardo-, y toda la cadena se altera. La historia, entendida como progresión lineal, se disuelve. Lo fortuito, lo impensado, lo roto, se impone y tiende hacia un desarreglo mayor, siempre creciente. Es a partir de las acciones de Ricardo, de su decisión de proceder, que todo es llevado a un error en la cadena esperada, a un régimen de cambio imprevisto, a una perturbación interna que acelera la descomposición de la totalidad del orden: la ley ha cambiado y lo que era norma es entonces caos, desorientación, anarquía y desajuste.
Ricardo introduce, además, una forma de incertidumbre: a pesar de ser evidente, o quizá porque lo es, se ve la imposibilidad de saber, de prever, de fijar el sentido de sus actos y logra que ningún personaje pueda anticipar con claridad sus movimientos, al punto de que ya ninguno de los que lo rodean puedan anticipar los propios. El efecto que produce esta imprevisibilidad es una conmoción, transmutado todo en un caleidoscopio donde nadie se estabiliza: Ricardo muta de forma a cada escena, las lealtades truecan, los discursos se desarman, los vínculos se rompen, se recomponen sin lógica aparente y el asunto entero se comporta como un sistema cerrado bajo el absolutismo de una carambola en el que ninguna posición es lineal ni puede darse por segura. El mundo feudal, aristocrático, ceremonial de la corte, se va disgregando en una niebla de sospechas, traiciones, desmoronamientos. No hay solidez en las instituciones, ni en las palabras, ni en los pactos. Esta licuación habilita a la insinuación de un mundo que termina para dar comienzo a una indecisa modernidad: luego de la muerte de Ricardo las estructuras económicas y políticas, por muy arraigadas que hayan sido, serán diluidas hacia un nuevo mandamiento superior, desconocido, pero que intuimos no será menos aterrador.
Toda la producción permite entender que su fuerza no está solo en su fidelidad textual -cuando con sabiduría la hay-, ni en la calidad de una dramaturgia propia, ni en su vigorosa traducción ni en su excelencia actoral, sino también en su capacidad de resonar con repertorios universales del pensamiento: el origen, no como novedad, sino como apropiación, la perplejidad como condición indispensable para la continuidad, la vicisitud como regla. Se nos invita a pensar a Ricardo III no solo como la gran obra de teatro que es, sino como un fenómeno complejo del caos del presente, regido por las mismas leyes invisibles que gobiernan la materia, la cavilación y la historia.
La escenografía, lejos de ser decorativa, está viva. Funciona como una partitura espacial: todo lo que aparece en escena es utilizado, revuelto, animado. No hay elementos fijos. La iluminación y el sonido acompañan una composición móvil donde los cuerpos, las palabras y los objetos se desplazan como si una razón invisible los ordenara.
También hay, en esta versión, y sobre todo, una entrega a ser en su exposición más cruda. No se necesita forzar ninguna una joroba; el daño está en la substancia íntima de Ricardo, y la suya está torcida, como la de todos los que lo rodean: este es un hallazgo esencial que particulariza esta versión, porque nadie está a salvo de su retorcimiento, con una maestría tal que cabe plantear nuevamente si no es esta una grafía escénica ideal, definitiva, de una obra paradójicamente infinita.
Cada personaje que acompaña a Ricardo es una sombra y una extensión de su pensamiento. La corte es una reunión de gabinete donde las decisiones no se toman por convicción, sino por cálculo, en la que todos tienen algo que ganar, algo que ocultar, nadie es inocente, nadie es ajeno y la vileza no actúa sola: se despliega a base de complicidades sin las cuales nada sería posible ni probable. La exactitud y la precisión en este montaje no son sinónimos; son partes componentes que se suman como virtudes de seres de siniestra santidad, en las que ninguna deidad tiene nada que ver. Hay momentos de epifanía, como cuando Ricardo baja hacia el público y ofrece una torta que sabemos deliciosa, y por qué no envenenada, un manjar al que no podemos resistirnos, que disfrutamos, como si nos estuviera repartiendo panes o peces, con una alegría que emociona y produce carcajadas intranquilas y excitadas. Esa acción, a la vez inocente y perversa, nos incluye, nos dice: ustedes también son parte de esta fiesta, coman, celebren, rían, están conmigo, teman y disfruten, por algo vinieron y están aquí, y no tienen manera de retroceder. Aceptamos, comemos, porque el teatro no es otra cosa que eso: una comunión, y en esta el mal no es un objeto externo: es un reflejo nuestro. Irse de la sala en este momento sería una falta al honor más noble: esta es una gran tragedia llena de ocurrencias y burlas y todos aceptamos la invitación. La serena seguridad de Ricardo al inquirirnos, sin esperar respuesta porque la sabe, si nos pone nerviosos la cercanía de su presencia, es apenas una muestra de lo terrible que debe ser compartir la vida y el escenario con él: nos fascina y a la vez nos dan ganas de escapar.
La traducción, la adaptación, la dirección, las actuaciones de este Ricardo III capturan lo que de simiente propone Shakespeare: logran generar su desafío a la moral pública y privada y llevar el conflicto al plano del alma y del cuerpo social, poderosamente sensible por su misma monstruosidad. La versión no deja de ser acción, aun en sus momentos más reflexivos; sin detenerse nunca todo avanza cortado con cuchilla fina. Es Shakespeare y todos los grandes artistas que Shakespeare creó: así, entre otros, entre tantos otros, nos remite a la caída del Doctor Fausto de Marlowe, a la tortuosidad del Raskólnikov de Dostoiesvsky, a la máscara del Dorian Gray de Oscar Wilde, al horror terminal del Kurtz de Conrad, al derrumbe del Woyzeck de Büchmer, a la paranoia del Josef K. de Kafka, también al giro del Walter White de Braking Bad, y por supuesto a los abismales Hamlet, Lear o Macbeth. La propuesta puede entenderse como un intento de abarcar, y lo logra, la complejidad de una debilidad colectiva que parece no tener empacho en ir al encuentro de su estropicio fatal.
Mientras el mal se perfecciona, surgen destellos de belleza, se nos recuerda desde el escenario, que fue durante la tiranía de los Borgia cuando nació el Renacimiento italiano. Más escalofrío, más susto produce invertir la ecuación tácita: mientras la belleza se perfecciona, el mal surge silencioso: la imagen de El Grito de Munch, como pocas veces fuera de la tela, sacude su espanto.
Entre tantas capas de aciertos extraordinarios esta puesta presenta a un Ricardo que no es un personaje cerrado. Es una multiplicación de un yo, a veces niño dolido, a veces líder mesiánico, otras un bribón cómico, otras un predicador furioso. Ese espectro de propiedades no solo no fragmenta su unidad, sino que la expande. Ricardo se vuelve un espejo de nuestras propias mutaciones. Lo vemos encandilar, llorar, manipular, burlarse, ser insaciable y sanguinario, rogar, derrumbarse. Pero siempre desde un centro sólido: su voluntad de ser en estado salvaje, despojado de moral, pura energía de supervivencia. La interpretación de Joaquín Furriel se entrega a esas cuestiones: seductor, hipnótico, se arroja al abismo con los ojos abiertos. Avanza sobre cada una de las muchas emociones con un desliz al que no se le ven transiciones. Todo lo atraviesa y por todo se deja atravesar y en ese atravesamiento se borra la frontera entre actor y el personaje para borrar la de los espectadores y la escena. Todos somos Ricardo, no porque deseemos el poder, sino porque tememos perderlo, porque perderlo es perderlo todo. Y en esa ansiedad compartida, la obra se instala como una fiebre en nuestro cuerpo. Así, Furriel hace un Ricardo múltiple y fascinante. Pasa con naturalidad de la burla al grito, del juego al espanto, del guiño cómplice al temblor íntimo. Hay algo de Olmedo, algo de guasón, algo de Kantor, y después de mucho tiempo aparecen en un escenario argentino líneas teatrales en un comportamiento actoral que perfectamente pudieron dibujar Alberto Ure o Roberto Villanueva: se trata de una herencia que, en tanto teatro, arroja y toma voces, gestos y direcciones en los que el tiempo cronológico no tiene nada que hacer; es un cuerpo, el de Furriel, que se ofrece como colectividad viva y todo confluye en él, todo se abre a prefiguraciones, todo se anuncia a la peripecia de la creación en un instante único, sin escamoteos que la inmovilicen. El resto de los actores se integran sin falla alguna, todos con actuaciones prodigiosas; las de Silvina Sabater y María Figueras se ofrecen ya para una antología de las mejores del teatro argentino contemporáneo.
Llega el desenlace, y con él, la frase inevitable: “¡Mi reino por un caballo!”. Esa súplica, en esta versión, no es grito de mando. Es delirio, es agonía. Ricardo sabe que no hay caballo, que no hay reino, que no hay huida. Solo queda el cuerpo doliente, solo queda la muerte. Como un niño que nace sin saber qué le espera, el hombre muere sin saber adónde va, y la súplica póstuma de Ricardo III es una oración laica, una plegaria íntima. No hay épica, no hay consuelo; nada más que la certeza de que todo es final.
Y nosotros, espectadores, quedamos suspendidos. Porque la obra no termina con la muerte, se resume antes con una consigna previa: “No tengas esperanza, vas a morir”, se canta, suavemente, casi como una canción de cuna. Duele esa sentencia porque no hay metáfora, porque la obra ha dejado de ser símbolo y se trasciende en acto existencial. Esta obra, al fin lo comprendemos, es un juicio sobre la consumación, un tratado sobre el alcance de la vida. Una letanía que repite, desde cada escena, en cada diálogo, en cada sonrisa torva, en cada muerte, en la sangre expuesta, que no hay redención, no hay consuelo; solo la verdad irredenta, inalcanzable, bella, cruda, poética. Desde la platea, al recibirla, sentimos un dolor hondo, un vacío que solo el aplauso -último gesto ritual- puede aliviar, porque el teatro, es ese temblor y es también una forma luminosa de la vida.
La verdadera historia de Ricardo III, Sobre Ricardo III de William Shakespeare. Traducción: Lautaro Vilo. Dramaturgia: Adrià Reixach. Dirección: Calixto Bieito. Elenco: Joaquín Furriel, Luis Ziembrowski, Ingrid Pelicori, Belén Blanco, María Figueras, Marcos Montes, Luciano Suardi, Iván Moschner, Luis Herrera, Silvina Sabater. Ficha artístico-técnica: Diseño de video Adrià Reixach. Música original y diseño sonoro: Janiv Oron. Diseño de iluminación: Calixto Bieito, Omar San Cristóbal. Diseño de vestuario: Paula Klein. Diseño de escenografía: Barbora Horáková Joly. Asistencia de vestuario: Camila Ferrín. Adaptación de la escenografía: Vanesa Abramovich. Asistencia de escenografía: Catalina Quetto, Adrià Reixach. Equipo CTBA: Coordinación de producción artística: Lourdes Maro, Gonzalo Bao. Coordinación de producción técnica: Magdalena Berreta Miguez, Pedro Colavino. Coordinación técnica de escenarios: Ana Iglesias, Magalí Garrido, Ana Converti. Coordinación de talleres de escenografía Muriel Giménez. Coordinación de talleres de vestuario: Sofía Davies, Camila Ferrín.