“TRIGORIN - …Un argumento para un pequeño cuento: a la orilla del lago vive desde su infancia una muchacha joven como usted; quiere al lago como una gaviota y es feliz y libre como una gaviota. Pero por casualidad vino un hombre, la vio y por no tener otra cosa que hacer la dejó sin vida, como a esta gaviota.”
En una hora se cumplen veinticuatro de haber visto “Gaviota”, la adaptación de Juan Ignacio Fernández sobre el texto de Chéjov, dirigida por Guillermo Cacace, que se presenta los días lunes y sábados, en Apacheta Sala Estudio. Todavía sigo con el pecho como si tuviera encima una gaviota muerta.
“TRÉPLEV - Yo soy la gaviota... No, eso no es lo que quería decir.”
Al ingresar a la sala advertí de inmediato que cada detalle estaba contando: la atmósfera humeante y taciturna, el convite a una copa de vino que no era solo un agasajo; también era un gesto más de buscar cercanía con quienes llegábamos al encuentro. De hecho, me reencontré con una colega con la que me inicié en el mundo teatral, más de veinte años atrás. Comenzó la función. Éramos un puñado de personas reunidas alrededor de un texto y unas actrices. Lo que circulaba era invisible, estaba lejos de la selfie y de esas formas actuales de comunicarse.
“MASHA - Nosotros hablamos, hablamos, y nadie escucha.”
El dispositivo escénico elegido posibilita que la palabra llegue al oído y al alma de manera descarnada. No hay parafernalia con qué distraerse. Sin el desplazamiento de cuerpos lo que queda es el elixir lacerante de un texto que sigue resonando y generando preguntas, reflexiones sobre la existencia, los vínculos y el quehacer teatral. En una entrevista para Europa Press el director habló sobre la decisión del montaje: “... no clausurar esa poética que tiene el ensayo en sí mismo a la hora de encontrarse con el público y encontrarse más con un estado de dejarse ver… Fundar un lugar, una dinámica, un modo de relacionarse que se permita el error, lo abierto, la prueba, es también estar intentando un riesgo.
“TRÉPLEV - El arte no es un espejo que refleje la realidad, sino un martillo que la forja.”
Las actuaciones sobresalen, se lucen interpretación y poesía. La clave de este misterio parece estar en la condensación como potencia.
Desde mi lugar de espectadora fui algo más que una voyager. Sentí que participé como en una película de Cassavetes, viendo cómo discurrían con naturalidad las distintas situaciones.
La música se amalgamaba con el resto de los elementos a tal punto que tuve la sensación de que salía de mí. Un leitmotiv que siguió resonando en mi interior como ecos de lo que había experimentado.
Durante casi dos horas no se escuchó ni una tos ni el envoltorio de un caramelito. Al finalizar la función la fila del baño reflejaba que nadie se había querido mover de su asiento.
En la puerta me saludé con mi colega que me dijo:
- Es el mejor Tréplev que vi en mi vida. Y es mujer.
- ¿Te sorprende?
Sonrió.
– No, la verdad que no.
El director mismo señaló que al convocar al elenco no se fijó en el género de los intérpretes, sino en su sensibilidad. Y tal como él propone, se podría reflexionar sobre las posibilidades hacia ese estar vulnerable, la disponibilidad de habitar las incomodidades de lo abismal.
“¿Por qué Chejov hoy?” Fue lo que me pregunté en el camino de ida. Ahora, de regreso por Finochietto yendo a buscar el auto en la soledad de un lunes destemplado, a las diez de la noche, comprendo, comprendo por qué Chéjov hoy. Porque el amor o el dolor o la vida nos siguen inquietando. Así de esencial, tan así que no hace falta más. Según Cacace esta es una obra de desencuentros, ¿acaso hay algo más humano? Pienso que por eso el ritual, que por eso el teatro, para reunirnos con la esperanza de encontrarnos.
“TRÉPLEV - Hay que representar la vida no como es, ni como debería ser, sino como aparece en los sueños.”

















