Todo comienza con una búsqueda: Ana quiere recuperar la receta perdida del helado de limón que comía en su infancia. Esa receta, extraviada entre los pliegues del tiempo, es el disparador de toda la obra, porque al buscarla, Ana no solo persigue un sabor: persigue una memoria, un momento, una parte de sí misma.
El valor de la familia atraviesa toda la obra como una corriente subterránea, protección, espacio de amor, tejido de afectos que nos hace ser quienes somos: la familia, se nos dice sin sermones, es una red de memoria, una fábrica de relatos propios, tal como es una fábrica una heladería.
El esfuerzo de los inmigrantes resuena como una distinción gentil. La heladería inaugurada en 1938 no es solo un negocio: es el fruto del trabajo, del sacrificio, de la esperanza de quienes llegaron al país con una valija, otro idioma y un oficio. Esa historia se inscribe en los cuerpos, en los objetos, en las palabras y el trabajo aparece así no como condena, sino como ejercicio de dignidad, como acto de amor y de fe en el porvenir.
El público, testigo y cómplice de esta ceremonia, no se queda indiferente: se ríe porque se reconoce. Hay un regocijo y una alegría que va y viene desde el escenario a la platea, por momentos con guiños deliciosos rompiendo la cuarta pared, para darle al espectador el obsequio de sentirse parte de una comunidad.
Se trata de una obra que se instala en el corazón del espectador sin necesidad de ningún golpe bajo: lo abraza, lo invita, lo contiene, y entre cucharadas de helado, silencios que saben, y palabras que no ignoran lo que buscan, se despliega un universo familiar que es también el de tantísimos; entre muchos logros esta obra construye una intimidad compartida, un hogar común desde donde pensar el teatro, el arte y la vida.
El texto, las actuaciones y la puesta en escena dosifican, con lucidez, tanto un tono de discreción elegante como un ritmo vertiginoso y ambos aspectos deslumbran. El espacio escénico nos lleva a una heladería, con simpleza y una belleza austera, que nos remiten a la infancia, al barrio, al origen, a esos temas fundantes que, en la escena se enlazan mediante hilos invisibles, de manera que nos pasean y construyen en esos detalles con que se arman historias que a todos nos competen. Cada elemento está puesto con un agudo criterio narrativo, mérito también de un vestuario, una iluminación y un diseño sonoro soberbios que se apegan a la inteligente dirección, para que todo se luzca de un modo sensible y cuidadoso.
Algo mayor que acecha, en apariencia escondido, pero que con el avanzar de la obra se despliega, se nos ofrece: “La heladería” es también un acto de resistencia; frente al vértigo de lo inmediato repara en lo imprescindible: los vínculos que hacen a nuestra sustancia y que la pieza, con pericia, muestra sin nostalgias innecesarias. La obra no le teme al encuentro con los sentimientos y nunca lo hace con solemnidad, sino con un humor que agradecemos y que en muchos momentos es absolutamente desopilante, y también una herramienta filosófica que, lejos de ser un escape, es una manera de preguntar, con dulzura, qué sentido tiene todo esto que, sea lo que sea, llamamos nuestro devenir.
Las actuaciones se destacan con interpretaciones magistrales: los actores se entregan en cada instante y cada gesto parece traído desde pasados y presentes reales. Sus comportamientos no son solo virtuosos: se narran a sí mismos con una poética con las que se apegan a los espectadores, que los disfrutamos como si los conociéramos desde siempre y se arraigan en nuestras evocaciones con una noción tan exacta que nos entusiasman para buscar también en nuestros orígenes. Son actores con una ductilidad en la que cada. aparición está marcada por un color preciso, una voz diferenciada, una postura corporal que los define para sostener con rigor la arquitectura de la obra. Así, el trabajo actoral, en conjunto, alcanza un auténtico virtuosismo. Los movimientos sutiles, el ritmo interno, las pausas y los cambios de registro componen una auténtica coreografía escénica. Es una delicia observar cómo se suceden las entradas y salidas, cómo se hilvanan personajes multiplicados en un juego que remite a lo mejor de la comedia, ese género que precisa de un dominio colosal.
La obra propone el funcionamiento del teatro dentro del teatro y la dimensión metateatral aparece entonces como una caricia amorosa, además de una propuesta estética: lo que vemos es teatro, sí, pero también es la evocación del teatro, la necesidad de que el arte sea puente entre generaciones, memoria compartida, confesión que ya no quiere más demoras.
“La heladería” no necesita gritar para ser escuchada: dice lo suyo con la voz justa de los que tienen una certeza para decir y nos deja con la extraña sorpresa y la amable sensación de haber estado en un lugar que ya conocíamos, que habíamos olvidado, porque quizá, como en la obra, todos volvemos una y otra vez a ese espacio donde alguien nos ofrecía un helado y, sin saberlo, nos estaba enseñando a vivir.
La pieza alterna dos planos de realidad que se entrelazan con inteligencia: por un lado, la historia que Ana quiere contar, la de la heladería familiar inaugurada en 1938; por otro, la realidad actual de los actores y actrices que ensayan, que dudan, que padecen y aman el teatro independiente. Este doble nivel se interroga sobre la verdad en la actuación, en un cuestionarse acerca de la construcción de una gramática, planteo de todo arte que se precie: qué es lo verdadero en la creación artística y cómo se obtiene la verosimilitud que resuena auténtica en el espectador. La obra, sin pontificar, nos pone frente a esas preguntas con ternura lúdica, y nos muestra cómo tres actores pueden dar vida a una multitud de personajes, sin artimañas, sin cambios rimbombantes, simplemente con talento, entrega y oficio, para que cada uno sea claro, identificable, emocionalmente distinto.
La ancianidad es otro de los núcleos temáticos de la obra, y está tratada con honda dignidad. El tío ciego, en la escena final, junto a su sobrina, no es una figura patética, sino luminosa. Hay en ese vínculo una ternura que conmociona, una reserva para un homenaje a quienes nos precedieron y siguen siendo faro.
La obra celebra, es preciso reiterarlo, los valores de los lazos familiares. No los idealiza: los muestra en su fragilidad, en su desorden, en su belleza imperfecta. Rescata las tradiciones como memoria viva, no como museo. El helado, en este contexto, se vuelve símbolo del placer que todos merecemos: es niñez dignificada, es abrazo, es tiempo compartido.
La ópera “La Bohème” suena como un susurro que nos atraviesa y se liga en la obra a través de un homenaje a los creadores, a los artesanos, a los artistas y sus pasiones desinteresadas y se convierte en un manifiesto sin alardes: el inmenso valor que tiene hacer teatro ni por éxito ni por dinero, sino por vocación inapelable, por imperiosa necesidad.
Como una post data imprescindible no se puede cerrar esta crítica sin señalar especialmente la presencia de Boy Olmi, que no es solo brillante en esta obra: es, además, un actor, director y autor de una trayectoria extraordinaria. Su recorrido en cine, televisión y teatro lo ha consolidado como una figura imprescindible de la cultura argentina, y lo que logra aquí, en una bella sala de teatro independiente, entregado con espíritu incondicional, es uno de esos raros momentos donde un artista consagrado se ofrece a su público con generosidad y plena conciencia del poder transformador del arte.
Ficha técnico artística
Actúan: Pablo Fusco, Boy Olmi, Ana Scannapieco
Diseño de vestuario y escenografía: Cecilia Zuvialde
Diseño De Iluminación: Soledad Ianni
Asistencia De Producción: Daniela Otero
Producción: Moscú Teatro, Heladería Scannapieco, Amantes Teatro
Producción general: Maxime Seugé, Jonathan Zak
Jefe De Prensa: Carolina Alfonso
Sala: Dumont 4040
Santos Dumont 4040 Capital Federal - Buenos Aires - Argentina
Web: http://instagram.com/dumont4040
Funciones: domingos 16 hs.