“Pundonor”, de Andrea Garrote, reafirma su condición de joya imprescindible del teatro argentino

Protagonizada por su autora, ha recibido desde su estreno, hace ocho años, todos los elogios posibles, ha sido múltiplemente premiada y sigue mereciendo más y cada uno de los nuevos aplausos que la celebran en cada función.
Por: Claudio Ferrari | Creado el 24/06/2025 | 475

“Pundonor” pertenece a esa categoría de piezas que, como un corazón obstinado, laten sin pedir permiso y sin envejecer. Ya es un clásico, una obra que podrá seguir representándose a través del tiempo con toda su belleza, humor y ferocidad. 

Andrea Garrote interpreta al único personaje de esta obra monumental; la suya es una actuación ofrecida a un cuerpo tomado por un pensamiento incombustible y un sentimiento que arde. Dirigida con sutileza, profundidad y una claridad ejemplar por la misma Garrote y Rafael Spregelburd, la obra despliega una potencia escénica, sostenida por una dramaturgia refinadísima. 

La escenografía, austera, y por eso profundamente significativa, evoca un aula como un espacio de poder desgastado y de tensión contenida; la iluminación aporta climas exactos, sin alardes, y el vestuario es elegido con precisión. Cada rubro técnico es trabajado con una delicadeza y un virtuosismo admirables. 

La obra comienza con una inscripción en un pizarrón: una referencia a unas elecciones en el año 2018 de las que no sabremos nada, como tampoco sabremos qué le ha sucedido antes de entrar a escena a la profesora Claudia Pérez Espinosa, una docente universitaria a quien vemos, desde el comienzo, con un malestar evidente y que sospechamos metafísico. Muy pronto la inscripción es hecha polvo con un objeto brutal que casi todos conocemos desde nuestra primera infancia: el del borrador, que legitima o anula lo que se le antoje a la autoridad. Lo que allí la profesora escriba y borre se irá haciendo acto desencajado, hasta que lo que quede inscripto se haga irreconocible, ilegible, como en un lenguaje creado para que nadie pueda descifrarlo, inútil; sin dudas un gesto de existencia tan patética como la realidad en la que la profesora nos mete, una donde no cabe la parodia, al advertir que vivimos en un país donde, como en la Edad Media, se puede coronar a un rey demente. Y eso, lejos de ser una hipérbole, es substancia y fundamento del diagnóstico emocional que “Pundonor” pone sobre la mesa, para mostrarnos cuánto, lastimosamente, es posible revelar, sin rebelión.

La protagonista es una docente que ha fracasado en su deseo de trascendencia académica: nunca publicó un artículo de investigación ni un mínimo texto, nunca fue citada en ningún libro, nunca fue considerada por sus pares. Estudió a Foucault, Camus, Derrida, Blanchot, teóricos prestigiosos, obvios y extranjeros, de donde toma ideas y palabras de las que presume en la misma medida que la confunden. Por momentos tan fugaces como dolorosos, quiere creer que ese conocimiento le da algún tipo de protección, pero esa ilusión se desploma cuando advierte que no le sirve para vivir; por ejemplo, cuando no puede evitar la burla cruel de su marido ni protegerse del ridículo ante sus colegas y tampoco ante su propio desconsuelo. 

La profesora ejerce permanentemente confesiones en las que ella se empeña como una delatora de sí misma; son episodios mínimos, pero humillantes: salir a la calle y a dar clase sin darse cuenta de que no se ha puesto la pollera, no controlarse en una fiesta, robar el portafolio de un colega para no mirar qué hay adentro, volver y volver a robar, siempre para devolverlo todo, quizá como una manera consciente de que cierta neurosis la proteja de su desequilibrio final, peor y sin retorno. Se trata de situaciones que la avergüenzan y también la engrandecen, porque desde ese suelo es desde donde se eleva, para caer, como caen aquellos que se animan a semejantes hazañas: sino, ¿qué gracia tendría pretender ser un héroe que sale vencedor?, cuando la gracia verdadera reside en ser el centro intrascendente del absurdo: el profesor jamás se entera de que su portafolio ha sido robado, el personal de vigilancia no se inmuta ante el robo de productos de limpieza que ella siempre devuelve, y así toda su vida anda en un embotamiento llevado a su máxima expresión, el de un hacer para no ser en nada modificada ni nada haber modificado. 

La obra nos pregunta: ¿qué profesor no soñó con escribir un libro brillante? Podemos preguntarnos: ¿qué mecánico no soñó con ser un piloto de Fórmula 1, o qué idealista no se imaginó líder de una revolución? ¿Cuántos de nosotros fracasamos en silencio, sin testigos -y tantas veces frente a testigos que ignoramos-, creyendo que teníamos algo para dar y que iba a ser valorado? En esas preguntas se abre la universalidad de la obra y nos volvemos, como la profesora, todos mamushkas, creyéndonos grandes, pero encerrados en otra más grande, y otra, y otra más, hasta llegar a la pequeñez más ínfima y sombría. Claudia Pérez Espinosa se nos muestra como discípula de un juguete rabioso contemporáneo, y en esa condición de almas con esperanza fracasada somos casi todos protagonistas. 

Todo sucede en un aula, un espacio para nada simbólico que ocupa el centro de la obra y que, a diferencia de tantos otros, no ha cambiado casi nada en siglos. Desde esa aula, que, como todas, se desorganiza para realizar la tarea que le es propia, la profesora, cree que puede con su saber. Este es otro de los logros de la historia: la oposición entre el saber y el poder como partes de un oxímoron desengañado: propiamente un terremoto sin alternativa, aunque la protagonista intente alguna, aun a costa de la exposición de su dolor. 

Es en la imposibilidad de construir una cultura y cuando los sostenes de la erudición están minados de apariencias, donde la obra también se hace grande. Y allí, en ese ritual que no cambia, estalla todo, literal y materialmente: escenario que se viene abajo, teatro que asume que nada hay que dejar de cuestionar y en pie, un ser o no ser a todo trapo, una cuestión que no cesa.  El pizarrón explota como una mente que ya no puede soportar tanta presión; un acv escénico, como una aparición que no cabe más en la garganta y a pesar de eso no puede salir y sin embargo sale: paradoja en la que, con el escenario, estalla también la última frontera de la cordura, del orden, de la autoridad, y todo se rompe. 

Uno de los momentos más devastadores ocurre cuando la protagonista descubre que un colega querido, que ella cree que se ha suicidado delante de sus narices, en un gesto existencialmente audaz, resulta haber caído apenas en un balconcito, ileso, para hacerle el chiste más horrible que se le pueda hacer a alguien. La buena fe se vuelve farsa; la confianza, trampa, y entonces ya no hay redención que ella misma ruegue ni decrete para sí. Esa revelación tan amarga la lanza a un abismo todavía más profundo que la humillación cotidiana: el de la abdicación a su propia necesidad de creer.

Andrea Garrote no solo actúa: habita. Si un día olvidara el texto e improvisara, nadie lo notaría, tal es su grandeza actoral, porque lo que domina toda la escena es su presencia. Ella es la obra. Escribo una referencia obvia que no puedo evitar -pero, qué bueno es recordarla, al verla en un teatro de Buenos Aires-, como más o menos creo, dijo Jerzy Grotowski: en la medida en que haya -como en este caso-, una actriz carismática y alguien que quiera verla, habrá teatro. Actrices como Andrea Garrote, garantizan esa sentencia, porque nos confirman que el teatro no es solo una disciplina artística, sino fundamentalmente una afirmación de fe, un signo de resistencia, tal vez el sitio más exquisito para experimentar el pundonor. 

¿Qué es el pundonor en esta obra, palabra que no se menciona nunca y con la que elige titularse, y con la que expresa y honra a su sentido y significante? Hay palabras que no gritan, no se empujan en la fila de la historia, no exigen titulares ni hashtags. Son palabras que esperan, silenciosas, como un soldado que nunca abandonó su puesto, aunque ya no haya guerra. Así es el pundonor. No es orgulloso, porque el orgullo puede ser altanero, inflamado, ansioso de aduladores. El pundonor en esta obra, en cambio, no necesita claque. Es el honor que se guarda para sí mismo, la integridad que no pide halago, la decencia que se mantiene incluso cuando no hay paga. El pundonor es ese temblor que sostiene la columna vertebral cuando todo alrededor se desmorona, es la compostura después del llanto y es mirar a los ojos de quien humilla y no volverse bestia. El pundonor es seguir dando clase cuando se sabe que el sistema desprecia al que insiste, así la tiza se quiebre, así la saliva se seque, así incluso cuando el sueldo no alcance ni para el colectivo. El pundonor de Andrea Garrote es el último bastión antes de volvernos cínicos. es lo que queda cuando ya no queda nada, cuando el amor se fue, cuando el reconocimiento nunca llegó, cuando el cuerpo envejece y nadie da una mano; es eso que hace seguir, incluso sin saber por qué no hay nadie alrededor. 

En la obra “Pundonor” la profesora dice su verdad sabiendo que nadie la quiere oír, y desde su caída y sin pronunciarlo nos invita a estudiar para un examen que nadie nos tomará, a escribir un poema en una servilleta que nadie va a leer. “Pundonor” recupera la manera antigua -y por eso más noble- de nombrar al fuego que no se apaga, al deber que no se grita, a la resistencia silenciosa, a la ética sin alarde, a la esperanza sin optimismo frívolo, y a la dignidad sin quien la vea. La obra “Pundonor” no se agota, no se consume no se clausura. Es de esas obras que uno querría volver a ver una y otra vez, como se vuelve a visitar una herida, porque duele tanto como fascina, pero también porque impide el olvido: en definitiva, porque nos recuerda que hay mucho que todavía merece ser defendido, aunque se vea difuso, aunque nos quieran hacer creer que no, aunque todo esté por estallar sin consideraciones. Eso, exactamente eso es “Pundonor”, esa obra de teatro necesaria hoy más que nunca, que al final de la función nos puede hacer mejores si aceptamos su desafío, y que además nos invita a la emoción irrefrenable de aplaudir a Andrea Garrote hasta que ella lo decida. 

Ficha técnico artística

Autoría: Andrea Garrote

Intérpretes: Andrea Garrote

Vestuario: Lara Sol Gaudini

Escenografía e iluminación: Santiago Badillo

Ilustraciones: Lupe Marín

Maquillaje: Chamacas Estudio

Realización escenográfica: Inchausti - Parinelli, Piana - Badillo

Música original: Federico Marquestó

Diseño de imagen: Lupe Marín

Asistencia de dirección: Juan Seré

Producción: Carolina Stegmayer

Co-producción: El Patrón Vázquez

Dirección: Andrea Garrote, Rafael Spregelburd


Teatro Picadero Pasaje Santos Discépolo 1857- CABA- https://www.teatropicadero.com.ar/

Funciones: domingos 18 hs.

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