1. Introducción: La tensión como forma de lectura
No se trata de establecer oposiciones binarias o maniqueas entre dos modelos excluyentes, sino de reconocer que gran parte del dinamismo del teatro argentino proviene precisamente de esa relación ambigua, por momentos violenta, por momentos porosa, entre una pulsión realista que ha dominado buena parte del siglo XX y otras líneas estéticas que se le oponen o lo reformulan, hasta llegar incluso al apareamiento.
El realismo, en este marco, no es solo una estética sino un régimen de representación: una forma de organizar lo visible, de ordenar el mundo escénico según principios de verosimilitud, causalidad, mímesis y transparencia. Fue —y en muchos casos sigue siendo— la forma hegemónica de representar la realidad nacional, de tematizar el conflicto social, de establecer un vínculo con el espectador basado en el reconocimiento. Sin embargo, desde sus mismos inicios, el teatro argentino ha albergado también otras voces, otros cuerpos, otros lenguajes: lo grotesco, lo absurdo, lo simbólico, lo performático, lo fragmentario. Esas otras formas no son simplemente desviaciones, sino modos de interrogar al realismo desde sus márgenes.
Este trabajo propone entonces un recorrido posible —entre otros— por la historia del teatro argentino, organizado a partir de esta tensión productiva. El objetivo no es resolverla, ni zanjarla, sino mapear cómo se manifiesta en distintos períodos, cómo ciertos autores y movimientos la encarnan, cómo a veces se invierte, se diluye o se reformula. En ese sentido, cada etapa —desde el sainete y el circo criollo hasta las vanguardias del Instituto Di Tella, desde las obras de Gambaro hasta las derivas performáticas del presente— será leída desde esta clave de lectura que no pretende clausurar la historia, sino volverla visible en su espesor conflictivo.
2. El realismo como matriz fundacional (¿o como mito de origen?)
En los orígenes del teatro argentino, el realismo se impuso como forma dominante de representación. Fue más que un estilo: fue el modo de narrar la nación, de poblar el escenario con figuras reconocibles, de darle cuerpo al “pueblo” en sus múltiples formas. El sainete criollo y el teatro del circo —formas fundacionales del teatro nacional— construyeron una escena donde la mímesis no solo era deseable, sino indispensable para forjar identidad. La verosimilitud, el habla popular, el tipo social, el conflicto claro y resuelto con eficacia dramática eran los pilares de un realismo que no se autoproclamaba como tal, pero que funcionaba como canon.
Este realismo temprano encarnaba una función pedagógica, de integración nacional. El escenario ofrecía un espejo social, con vocación de verdad. Pero aquí aparece la primera forma de tensión. Incluso en ese modelo fundante, ya asomaban elementos disonantes, destellos de parodia, momentos en que el verosímil se fracturaba. En algunos casos, ese exceso abría una grieta por donde se filtraba otra lógica: el absurdo involuntario, la teatralidad descarnada, el gesto más grande que la situación. En otras palabras, la escena realista contenía, sin saberlo, las semillas de su propio desborde.
Podemos preguntarnos si el realismo fue una matriz o un mito de origen. ¿Cuántas formas del “todo lo demás” quedaron silenciadas bajo la idea de una tradición realista nacional?
3. Primeras fisuras: el grotesco y la desestabilización del verosímil
El grotesco criollo fue el primer gran desvío interno al modelo realista. Armando Discépolo torció la línea heredada para introducir una teatralidad donde lo reconocible se volvía extraño. Obras como Mateo, Stéfano o Cremona desdibujaban al “tipo social” del sainete para convertirlo en figura deformada, patética, al borde de la ruina emocional. La escena pasaba de lo costumbrista a lo inquietante.
Este grotesco fue heredado y transformado en el negrotesco de los años 70, con autores como Cossa (La Nona), Viale, o Talesnik, entre los más destacados. El humor se volvía oscuro, la crítica social más ácida, la risa más trágica. Estos textos no rechazaban del todo al realismo, pero lo contaminaban con exceso, con desesperación, con desvío.
4. La vanguardia como negación activa del realismo
Los años 60 fueron escenario de una avanzada frontal contra el realismo. En el Instituto Di Tella, el realismo se convirtió en blanco de burla, en símbolo de una escena vieja, domesticada. Autores como Eduardo Pavlovsky —que comenzó con un absurdo ionesquiano para derivar hacia un hiperrealismo violento y luego en un absurdo desolado—, junto con Marilú Marini, Roberto Jacoby o Renata Schussheim, entre otros, propusieron escenas donde lo real ya no era representable, sino que debía ser intervenido, deconstruido, incluso saboteado.
El teatro de esta época buscó romper la lógica causal, desmantelar el personaje psicológico, y abrir paso a una escena performativa, simbólica, enérgica. El realismo quedaba como lengua vieja, a desmontar.
5. Griselda Gambaro: del absurdo cruel al realismo poético
Gambaro es una figura clave en esta historia. En los 60, sus obras (Las paredes, El desatino, Los siameses) exploraban el absurdo y la crueldad con una carga artaudiana potente. Pero con el tiempo, Gambaro fue transitando hacia un realismo poético, ético, simbólico, sin abandonar del todo el enigma y la alegoría. Obras como La malasangre o Antígona furiosa presentan conflictos históricos o sociales, pero sostenidos en una teatralidad compleja, cargada de capas simbólicas.
En ella se ve claro que la tensión realismo / no realismo no es rígida, sino un campo de tránsito.
6. Años 70–80: realismo crítico, negrotesco y la escena en resistencia
En plena dictadura y durante el regreso democrático, el teatro se cargó de sentidos políticos. Surgió un realismo crítico, en autores como Osvaldo Dragún, Carlos Gorostiza, Carlos Somigliana o Roberto Cossa. Y también se consolidó el negrotesco, con sus personajes grotescos, miserables, excesivos. De todos modos, conviene recordar asimismo que, a partir de la llegada de los militares al poder en 1976, un sistema de férrea censura y auto censura obligó a muchos autores y directores a evitar la mención directa de los abusos del poder de turno, a riesgo de poner en riesgo hasta la propia vida. Así, la metáfora y otros sistemas de alusión se impusieron, más como forma de autopreservación que como búsqueda artística.
La histórica experiencia de Teatro Abierto fue un espacio donde ambas estéticas —la realista y la no realista— convivieron en la resistencia. La motivación era común: recuperar la palabra en escena como forma de lucha. Pero las estrategias eran múltiples. La tensión estética no se canceló: se intensificó.
7. Democracia y desborde: reconfiguraciones no-realistas en los años 80 y 90
La recuperación democrática no trajo el regreso triunfal del realismo, sino una explosión de formas disidentes. La cultura border —Urdapilleta, Tortonese, Batato Barea, Las Gambas al Ajillo— inundó los márgenes con travestismo, parodia, improvisación, música y desborde. El Parakultural fue el escenario de una escena nueva: cruda, nocturna, carnavalesca.
El realismo persistió, pero en segundo plano. Las formas performáticas, paródicas y autoficcionales tomaron el centro de una nueva sensibilidad.
8. Siglo XXI: nuevas formas, viejas tensiones
En el siglo XXI, esa tensión sigue viva. El biodrama, la autoficción, el teatro documental, la performance y los trabajos de artistas como García Wehbi o Spregelburd, reconfiguran el vínculo entre escena y realidad. No reniegan de lo real: lo tensionan.
El realismo sobrevive, con menos visibilidad, pero con renovadas modulaciones. En autores como Mauricio Kartún, por ejemplo, el realismo aparece transfigurado en relato épico, simbólico, lírico y popular, asi como también en la línea de continuadores del neogrotesco de los 70/ 80, como Pablo Albarello, Daniel Dalmaroni y Miguel Ángel Diani, o en formas de apareamientos de lenguaje que dieron como resultado diversas formas de realismo poético, como en los casos de Mario Cura, Patricia Zangaro o Enrique Papatino, asi como también novedosas y potentes intervenciones del realismo aplicado a lo histórico-político, destacándose en estas vertientes autoras como Cristina Escofet, Susana Torres Molina y Adriana Tursi, cada una desde sus singulares propuestas estéticas.[1]
Camino a los primeros treinta años del siglo XXI, y matizado por numerosos fenómenos económicos, políticos y culturales, se insinúa un equilibrio inestable: en el circuito independiente y off, el realismo convive y a menudo se aparea con sus antiguos detractores. Una convivencia incómoda, sí, pero creativa.
9. ¿Persiste la grieta la grieta entre realismo y otras estéticas? ¿Y porqué?
I. Plano histórico-ideológico: herencia de una disputa fundacional
Desde el siglo XIX, el realismo se constituyó como una forma de resistencia frente al idealismo romántico, proponiendo una representación “objetiva” de la sociedad, especialmente de sus clases bajas, sus conflictos materiales, sus contradicciones sociales. Fue, en su origen, una estética progresista, asociada a una voluntad de denuncia.
Sin embargo, a medida que el siglo XX avanzó, y sobre todo luego de las guerras mundiales y las crisis de representación, se instaló una desconfianza generalizada hacia toda forma de representación directa. La vanguardia vino a desarticular la fe en lo real visible, y a romper con los pactos miméticos. Esta ruptura se radicalizó en contextos de represión, donde lo “realista” se asociaba, a veces, con lo didáctico, lo estatal o lo domesticado.
La grieta se volvió estructural porque expresa una tensión más amplia: entre representación y cuestionamiento de la representación.
II. Plano filosófico-estético: modos distintos de concebir la verdad
Otra causa duradera de esta grieta es que el realismo y las vanguardias trabajan con epistemologías distintas:
- El realismo clásico parte de una noción referencial de la verdad: el arte refleja, comenta, pone en escena una realidad existente. Aunque esta visión puede ser crítica, conserva la confianza en que es posible representar el mundo.
- Las estéticas no realistas (simbolismo, expresionismo, absurdo, posdramático) rompen esa lógica: proponen una verdad que no se muestra, sino que se sugiere, se fragmenta o se descompone. No buscan reflejar, sino crear mundos paralelos, activar sensaciones, interpelar desde el lenguaje mismo.
Estas diferencias implican modos distintos de construir sentido y, por ende, distintas poéticas, pedagogías, políticas escénicas.
III. Plano político-cultural: público, instituciones y mercado
Hay que sumar una dimensión menos abstracta pero igual de decisiva: las condiciones materiales de producción y recepción:
- El realismo tiene una eficacia comunicativa inmediata, lo que lo hace más programable, más digerible, más vendible. Por eso es más frecuente en teatros oficiales, en la televisión, en el cine comercial.
- Las formas no realistas, al requerir un espectador activo, atento, entrenado o incluso desconcertado, apelan a un tipo de público más reducido o especializado.
- Las políticas culturales también operan aquí: en contextos de crisis, es habitual que se privilegien formas “entendibles”, que no generen conflicto, mientras que en momentos de ruptura (como el post-2001 en Argentina), resurgen con fuerza formas experimentales.
Este conflicto es, entonces, una lucha por el sentido, pero también por el espacio de visibilidad y legitimación.
10. Conclusiones (provisorias): una tensión que sigue latiendo
Más que una historia cerrada, este breve ensayo propone una cartografía abierta: una lectura del teatro argentino como campo atravesado por una tensión que nunca se resuelve del todo. El realismo y sus otros no son polos fijos, sino fuerzas en movimiento.
Esa tensión es también el pulso de una escena que no cesa de interrogarse: sobre cómo decir lo real, cómo representar lo imposible, cómo resistir con palabras, cuerpos y gestos.
La grieta entre realismo y otras estéticas no es solo formal, ni solo histórica: se sostiene porque encarna diferentes modos de pensar el arte, la verdad y la política.
- No es una pelea superficial entre lo clásico y lo moderno, sino una disputa por cómo se concibe la relación entre arte y mundo.
- Tampoco podríamos afirmar que se resuelve con la conciliación: aunque hoy convivan, las tensiones persisten, porque responden a funciones culturales distintas, y porque, aún desde la diversidad (o precisamente basados en ella) corforman un mismo y rico sistema teatral.
[1] Una enumeración más exhaustiva de los autores y autoras cuyas obras merecerían ser aquí mencionadas, excede largamente las posibilidades del presente trabajo.