Conversatorio con el Teatro La Candelaria: 59 años de creación, política y resistencia

“En un contexto donde hacer arte teatral era —y sigue siendo— un acto de firmeza, este grupo no solo sobrevivió, sino que forjó una identidad única”
Por: Carlos Rojas | Creado el 02/07/2025 | 305

Hablar del Teatro La Candelaria exige situarse dentro de una historia más amplia: la del teatro colombiano, atravesado por tensiones históricas, sociales, culturales y políticas que han marcado su devenir. Desde los años sesenta, con la emergencia de grupos como el Teatro Experimental de Cali (TEC) bajo la dirección de Enrique Buenaventura, el teatro en Colombia ha buscado no sólo formas artísticas innovadoras, sino también respuestas éticas y políticas frente a una realidad convulsa. 

Es en este escenario donde aparece el Teatro La Candelaria, fundado en 1966 por Santiago García, con la intención no de competir con las formas dominantes de representación, sino de construir un lenguaje propio, desde la raíz social, desde la memoria de los pueblos, desde la calle y la historia viva.

A diferencia de otras compañías que buscaron profesionalización rápida o alinearse con los circuitos comerciales, el Teatro La Candelaria eligió el camino más arduo: uno basado en la investigación, el trabajo colectivo, la autogestión y una reflexión constante sobre el país. En un contexto donde hacer arte teatral era —y sigue siendo— un acto de firmeza, este grupo no solo sobrevivió, sino que forjó una identidad única, que lo posiciona como una de las compañías teatrales más importantes de América Latina.

Colombia, país marcado por una guerra prolongada, desplazamientos masivos, falsos positivos, desigualdad estructural y exclusión sistemática, ha sido tanto el telón de fondo como el material vivo de muchas de las obras de La Candelaria. 

Desde sus inicios, el grupo entendió que el teatro debía ir más allá del entretenimiento; debía ser un espacio de pensamiento, una plataforma para interrogar los relatos oficiales, para darle voz a los sin voz, para decir lo que otros callan. Esta ética fundacional ha atravesado todos sus procesos, desde el método hasta el repertorio, pasando por su relación con los públicos y con otros sectores sociales.

En este panorama de precariedad institucional, censura simbólica y escasa crítica especializada, el Teatro La Candelaria ha actuado como una luz constante. No se ha dejado arrastrar por la lógica del espectáculo ni por la moda efímera de lo digital; ha mantenido, contra viento y marea, un compromiso con la escena como territorio de pensamiento, cuerpo colectivo y gesto político.

Creación colectiva: una poética de ellos

Una de las contribuciones más relevantes del Teatro La Candelaria a la escena latinoamericana y colombiana ha sido su defensa de la creación colectiva no solo como método de producción artística, sino como postura política. Frente al modelo tradicional del “autor-director” —donde una sola voz organiza y controla el sentido de la obra—, el Teatro La Candelaria propuso un camino radicalmente distinto: la escena como espacio de diálogo, conflicto, construcción horizontal y reflexión compartida.

Santiago García, junto a Enrique Buenaventura y otros pioneros del teatro en América Latina, defendió esta metodología como una manera de responder éticamente a la realidad social de nuestros países. En lugar de imponer una visión cerrada, la creación colectiva abre el proceso para que actrices, actores, dramaturgos, técnicos, críticos y espectadores aporten desde su experiencia, saberes y sensibilidad. El resultado no es una suma de voces, sino una obra que nace del conflicto productivo, de la escucha activa, de la experimentación con la palabra, el cuerpo y la historia.

Pero, esta creación colectiva no se limita a los ensayos: está en la manera como el grupo se organiza, en cómo decide sus repertorios, en cómo gestiona su sala y sus relaciones con el entorno. 

Como señala Patricia Ariza, una de sus fundadoras y figura clave en su consolidación, “crear colectivamente no es solo un procedimiento, es una forma de entender el mundo, una pedagogía del convivir y disentir”.

En un país atravesado por la violencia, el centralismo, el clasismo y la exclusión, trabajar colectivamente implica ir a contracorriente de la cultura del individualismo. Es resistirse a la idea de que el éxito es personal y competitivo. En el Teatro La Candelaria, la escena no es lugar para el ego sino para el encuentro, el ensayo es laboratorio político y poético a la vez.

El grupo ha logrado sostener este modelo durante casi seis décadas, incluso en contextos adversos, lo que demuestra no solo su compromiso con una estética, sino con una forma de vida artística profundamente coherente. La creación colectiva, como ellos la entienden, no es un recurso para abaratar costos o improvisar: es una decisión ética de fondo, que moldea todo lo que hacen y son.

Teatro como memoria que narran un país 

La historia del Teatro La Candelaria está íntimamente ligada a las dramaturgias que han decidido contar. Lejos del teatro como simple entretenimiento, sus obras se configuran como actos de memoria, donde lo estético, lo político y lo testimonial se entrelazan para interpelar al espectador desde lo profundo.

Una de sus producciones más representativas es Guadalupe años sin cuenta (1975), obra paradigmática de la creación colectiva y ejemplo contundente del teatro político en América Latina. En ella se reconstruyen las memorias de la lucha armada campesina en Colombia durante los años cincuenta, una historia silenciada por el discurso oficial. 

La estructura fragmentaria, el cruce de tiempos, el uso de múltiples narradores y la dimensión coral de la escena convierten a Guadalupe en un ensayo teatral sobre la historia y la violencia, donde la ideología no aplasta la poética, sino que la impulsa.

A diferencia del panfleto o el discurso didáctico, Guadalupe conmueve desde su humanidad. No hay héroes abstractos ni villanos planos; hay seres en conflicto, dudas, contradicciones, dolor y resistencia. En ese sentido, la obra encarna lo que Santiago García llamó en su momento "la poética del compromiso": una estética que no teme decir, pero que sabe cómo decirlo, sin subestimar la inteligencia emocional del espectador.

Otra obra fundamental es La siempreviva (1994), escrita por Miguel Torres, pero puesta en escena por el Teatro La Candelaria, que aborda la desaparición forzada durante la toma y retoma del Palacio de Justicia en el año 1985. La pieza narra la historia de una madre que espera a su hija desaparecida y construye, desde esa espera, una resistencia íntima, pero feroz. 

Lo que La siempreviva consigue es conmovedor: representar el horror sin caer en el morbo, dignificar a las víctimas sin sentimentalismo, y abrir un espacio escénico donde la verdad ausente se vuelve presencia poderosa.

Obras más recientes, como Golpe de suerte o Camilo, continúan ese linaje de denuncia, memoria y exploración del conflicto colombiano desde distintos ángulos: lo religioso, lo campesino, lo juvenil, lo urbano. Lo notable es que, el Teatro La Candelaria nunca se repite. Aunque hay una coherencia ética y estética en su trayectoria, cada obra es una búsqueda nueva, una exploración de lenguajes, cuerpos, ritmos, silencios.

En todas ellas hay una apuesta por narrar el país desde abajo, desde los márgenes, desde los cuerpos olvidados por el poder. El escenario se convierte así en un archivo vivo, donde los ausentes encuentran voz, los hechos negados reaparecen, y la historia oficial se resquebraja ante la potencia de lo escénico, de lo teatral.

Como dijo Santiago García: “el teatro es la única forma de decir lo que no tiene palabras”. En cada montaje, el Teatro La Candelaria ha honrado esa convicción, haciendo de la escena un territorio para decir lo indecible, para hacer visible lo que el poder quiere ocultar.

El espectador como interlocutor político

Si algo caracteriza al trabajo del Teatro La Candelaria es su concepción del espectador no como consumidor de cultura, sino como sujeto activo de la experiencia escénica. En sus obras no hay complacencia, no hay finales cerrados ni respuestas fáciles. Lo que se propone es un espacio de preguntas, de fricciones, de incomodidades productivas que invitan al público a pensarse a sí mismo dentro del tejido social que se representa.

Lejos del teatro espectáculo, donde el público es tratado como cliente o voyerista, en La Candelaria el espectador es interpelado desde la escena. La creación colectiva, con su estructura abierta y polifónica, facilita esta ruptura de la cuarta pared simbólica. 

Los personajes no solo viven sus conflictos: los exponen, los comparten, los lanzan hacia la audiencia como preguntas que no tienen una sola respuesta. En cada montaje, el grupo apela a una inteligencia emocional, crítica y afectiva del público, exigiendo atención, escucha activa y, sobre todo, implicación ética.

Este lugar del espectador como interlocutor también se construye desde lo escenográfico y lo espacial. La sede del grupo —ubicada en el centro de Bogotá— no es una sala convencional. La disposición del espacio escénico ha sido intervenida de múltiples maneras a lo largo de las décadas, con montajes en los que el público circula, se ubica cerca de los actores, o incluso comparte la escena. Esa cercanía física refuerza el carácter colectivo del acto teatral: no hay distancia segura, no hay neutralidad.

En un país donde gran parte de los discursos públicos buscan anestesiar o dividir a la población, el teatro de La Candelaria propone todo lo contrario: crear comunidad desde la escucha, desde el disenso, desde la memoria compartida. Esta postura dialoga con las ideas de Hans-Thies Lehmann sobre el teatro posdramático, donde la representación lineal y tradicional cede paso a la performatividad, a la fragmentación, al quiebre del relato único. Sin embargo, La Candelaria no lo hace por moda o innovación estética, sino por convicción política: lo fragmentado es también lo real; lo múltiple, lo popular; lo inconcluso, lo histórico.

El espectador, entonces, no es una pieza decorativa ni una estadística de taquilla. Es parte del proceso. Sin él, la memoria no se activa del todo, la pregunta queda en suspenso, la escena no respira. Por eso, el teatro que propone La Candelaria es también una escuela de ciudadanía crítica, un laboratorio donde cada función es una pequeña asamblea ética que nos recuerda que ver es también un acto de responsabilidad.

El Teatro La Candelaria: frente al presente político y cultural de hoy

A casi seis décadas de su fundación, La Candelaria no es un monumento estático ni un museo del teatro político. Es un grupo vivo, activo, incómodo, que sigue interrogando el presente desde su trinchera simbólica. En un contexto donde el arte enfrenta nuevas formas de censura —más sutiles, pero igual de eficaces—, la persistencia del Teatro La Candelaria es una forma de rebeldía cultural sostenida.

Hoy, en un país donde los discursos oficiales sobre cultura se diluyen entre políticas de emprendimiento creativo, industrias culturales y “economía naranja”, La Candelaria representa un punto de tensión necesario. Su resistencia no solo se expresa en el tipo de obras que produce, sino en su forma de habitar el campo cultural: sin ceder al mercado, sin adaptar su poética al algoritmo, sin renunciar a su vocación crítica. En tiempos donde todo tiende a la rentabilidad y la visibilidad inmediata, este grupo sigue apostando por lo profundo, lo incómodo, lo que no se vende fácil.

Las tensiones con las instituciones del Estado han sido una constante. A pesar del reconocimiento nacional e internacional, Teatro La Candelaria ha tenido que enfrentarse a la indiferencia, el desfinanciamiento y, en ocasiones, al veto simbólico.

Como lo ha señalado Patricia Ariza cuando dice: “En Colombia, ser artista crítico es un acto de riesgo, pero también de convicción”. La reducción de presupuestos para la cultura, el debilitamiento de las políticas públicas que protegen a los espacios independientes, y la falta de una crítica especializada que dialogue con profundidad, han sido obstáculos permanentes para la consolidación de un quehacer teatral robusto.

Además, la censura ha mutado. Ya no se presenta únicamente como prohibición o represión directa; ahora adopta formas más sofisticadas: la invisibilización en medios, la omisión en los circuitos de festivales, el recorte de recursos, la dilución institucional del disenso. En este escenario, el Teatro La Candelaria sigue apostando por un arte escénico que incomoda, que no busca likes, sino conciencia, que no simplifica, sino que complica.

En este presente donde la cultura a menudo se convierte en espectáculo despolitizado o en herramienta de propaganda, el teatro que hace La Candelaria recuerda que la escena es un campo de batalla simbólico. Lo que está en juego no es solo la representación, sino la posibilidad de pensar críticamente, de recuperar la memoria, de hacer comunidad desde el arte.

La ética del grupo también se refleja en su trabajo territorial. A través de su sede, sus talleres, sus intercambios con comunidades, Teatro La Candelaria ha construido no solo espectadores, sino ciudadanos críticos. Su aporte al tejido social de Bogotá y del país no puede medirse únicamente en funciones o aforos, sino en la transformación subjetiva y política que ha provocado en varias generaciones.

De Bogotá a Gaza: el teatro como lenguaje de resistencia

El teatro que hace La Candelaria no solo se escribe desde lo local, sino que dialoga profundamente con el dolor y las luchas de otros pueblos. En sus casi seis décadas de existencia, el grupo ha comprendido que el arte escénico, aunque anclado a un contexto específico, tiene una dimensión universal cuando asume una ética de la memoria, la denuncia y la solidaridad.

Esa sensibilidad se expresa con claridad en los posicionamientos públicos de integrantes como Patricia Ariza, quien ha sido enfática en señalar que “el teatro no puede ser indiferente ante el sufrimiento humano”

Recientemente, al ver las imágenes de la devastación en Gaza, Ariza afirmó con dolor: “Cuando veo lo que le hacen a Gaza, siento que la humanidad ha fracasado, no nos merecemos llamarnos humanos”. Esa frase, lejos de ser una simple declaración emotiva, condensa una postura radical: el arte como rechazo frontal a la normalización del horror.

Pero, la indignación no se queda en lo testimonial. Desde su quehacer artístico, el Teatro La Candelaria ha asumido siempre una posición que podríamos llamar “empatía política radical”. Esa empatía no implica hablar por otros, sino tejer puentes de sentido, reconocimiento y afecto entre quienes han sido excluidos de los relatos dominantes. 

 

 

Así como han puesto en escena las historias del conflicto colombiano, también han sostenido una mirada crítica hacia otras formas de violencia global: el genocidio, el conflicto armado, la ocupación, el racismo, el extractivismo, falsos positivos, y el desplazamiento forzado.

En este sentido, el Teatro La Candelaria no sólo representa un teatro nacional: representa un modo de entender el arte como trinchera frente a las formas planetarias del poder, como dispositivo de resistencia frente a la guerra, la desigualdad y el silencio impuesto. 

En sus obras, el espectador puede ver resonancias de los pueblos palestinos, kurdos, afganos, guajiros, mapuches, centroamericanos, y de todas aquellas comunidades que han sido históricamente despojadas de su palabra.

Lo que hace Teatro La Candelaria es profundamente político: crea un espacio de resonancia donde lo lejano se vuelve cercano, donde la injusticia ajena se convierte en pregunta íntima, donde la escena se transforma en un lugar de acogida simbólica para los cuerpos perseguidos del mundo.

Como lo planteó el filósofo francés Georges Didi-Huberman, el arte tiene el poder de “encender los ojos” allí donde se nos quiere cegar. El teatro de La Candelaria es, precisamente, una forma de mantener encendida esa mirada frente a un mundo que insiste en apagarla. 

Un mundo donde los grandes medios ocultan, donde las instituciones justifican, y donde las víctimas son convertidas en estadísticas. Frente a eso, el teatro recuerda, humaniza, transforma.

Crear es resistir: el teatro como luz en tiempos de sombra

A sus 59 años de existencia, el Teatro La Candelaria no es una reliquia ni una excepción nostálgica del pasado. Es una evidencia viva de que, el arte teatral puede ser un acto de valentía colectiva, un espacio de humanidad en medio del ruido, la violencia y el olvido. En un país marcado por el conflicto, la desigualdad y la desmemoria, La Candelaria ha sido un lugar donde la palabra no ha cedido, donde los cuerpos aún se atreven a decir lo que otros callan, donde la escena sigue siendo abrazo, grito, espejo y simiente.

En un momento histórico en el que tantas voces migran —física o simbólicamente— buscando reconocimiento o simplemente condiciones dignas de existencia, el grupo ha sabido sostener lo que Homi Bhabha llamaría un “tercer espacio”: un lugar de enunciación donde lo otro, lo diverso, lo disidente no sólo es acogido, sino convertido en el eje de la creación. Allí donde muchos han sido expulsados de la historia, el Teatro La Candelaria ha abierto la escena para que sus relatos respiren, incomoden, transformen.

 

El teatro, para este colectivo, no es ornamento de la cultura ni pedagogía oficial del Estado. Es una forma de vida, una ética del presente, una trinchera simbólica desde donde se piensa y se actúa frente al mundo. Como advertía Walter Benjamin, el arte puede volverse arma de emancipación si asume una postura crítica frente a las estructuras del poder. Eso es exactamente lo que ha hecho el Teatro La Candelaria durante casi seis décadas: usar el arte como memoria viva, como gesto insumiso, como acto político.

En un tiempo donde la cancelación se disfraza de indiferencia, donde el mercado cultural impone la lógica del éxito inmediato y la obra-mercancía, resistir desde la escena se convierte en un gesto profundamente radical. No por el escándalo, no por el panfleto, sino por la coherencia entre lo que se dice, lo que se vive y se escenifica.

Patricia Ariza lo resume con una frase tan dura como lúcida: “Cuando veo las imágenes de lo que le hacen a Gaza, siento que la humanidad ha fracasado…”, pero también añadía algo que merece ser recordado: “…Cuando veo a miles protestar, llorar y cantar por los que sufren, siento que aún hay esperanza”. Esa esperanza, en efecto, no nace de la comodidad ni de la neutralidad: nace del arte teatral que no acepta ser espectador del horror, del arte que grita, acompaña, construye.

Por eso, pensar el teatro hoy no puede ser un ejercicio meramente decorativo. Como lo sugería Gayatri Spivak, el arte tiene la obligación de dar voz a los silenciados, de interrumpir los relatos dominantes, de abrir grietas en los discursos del poder. El teatro, entonces, no es sólo una representación: es un acto. Un acto que resiste. Un acto que transforma.

En conclusión, debemos salir, gritar, cantar, marchar. Por Gaza, por Palestina, por los pueblos indígenas desplazados, por los jóvenes asesinados, por los líderes sociales silenciados, por los desaparecidos que aún nos duelen. Y también por los artistas, por los soñadores, por quienes aún creen —como lo cree el Teatro La Candelaria— que el escenario es un lugar donde se puede imaginar un país más justo, un mundo más habitable.

Hagamos del teatro un espacio de dignidad. Que la escena sea hogar para los que no tienen casa, eco para los que han sido callados, altar para la memoria que resiste. En estos tiempos de sombra, crear es resistir, y resistir es volver a creer. Porque el teatro, como lo ha demostrado el Teatro La Candelaria, aún puede salvarnos. Aún puede hacernos más humanos.

 

 

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