Conversamos con el escritor y director de la revista Anfibia sobre su experiencia en Testosterona, un biodrama que aborda la etapa de su niñez cuando le suministraron hormonas como terapia de conversión de la homosexualidad. Estrenada en 2024, dirigida por Lorena Vega y con dramaturgia de ambos, vuelve a presentarse el próximo 10 de abril en el Teatro Picadero dentro del marco del Festival Futuro Imperfecto.
-¿Cuándo supiste que querías hacer un biodrama o una obra performática asumiendo vos el rol protagónico?
- Yo soy muy veloz para el periodismo cotidiano, porque soy hijo de las redacciones de los 90’, de una velocidad analógica donde no existían los celulares y la noticia como una mercancía digital no era ni siquiera una alucinación de ciencia ficción. Sin embargo, cuando se trata de proyectos literarios siempre he sido muy lento. Había tenido un ramalazo de memoria de las inyecciones de testosterona, pero no me tenía confianza para escribir un texto que surgiera de ese recuerdo. Por eso creo que fui por un camino nuevo que requería de un otro para poder crear a partir de ese recuerdo traumático de un tratamiento deshumanizante en mi niñez. Nunca dudé respecto a que era con Lorena Vega con quien iba a realizar la experiencia. No inicié el proceso con la ambición terapéutica de querer sanar o tramitar mi trauma con el ejercicio escénico. Yo quería contar una historia que me permitiera reflexionar más allá del trauma. De hecho, la obra abre muchas perspectivas a partir de esa pequeña escena, en la que se pregunta por algo que atraviesa al protagonista y que intenta conectar con el público con temas universales.
-¿Cómo fue el proceso creativo, desde generar la dramaturgia hasta aprender el texto y poner el cuerpo en escena?
-Fue un desafío absoluto. Yo sólo tuve una experiencia de adolescente en el grupo de teatro Universitario Río Vivo de Neuquén, que dirigía Daniel Vitulich. Si bien mi primer texto escrito con alguna ambición literaria fue un texto para una improvisación teatral que montamos y llevamos a escena en Cipolletti con ese grupo, lo cierto es que carecía completamente de herramientas para ponerme en escena. Había trabajado junto a Lorena en la coordinación y la tutoría de proyectos de periodismo performático en nuestro Laboratorio de Periodismo Performático y me había sentido muy cómodo en ese tráfico mutuo de técnicas, que implicaba trabajar en pos de textos y estructuras dramáticas, comprendiendo más las lógicas vinculadas a la performance y al arte contemporáneo. Entonces, fue puro impulso vital, porque lo que había era un enorme deseo de hacer sin comprender que yo iba a estar totalmente imbricado. Recién al llegar a la instancia en la que tuve que poner el cuerpo y aprenderme el texto y cuando conocí el rigor de la dirección de Lorena Vega, supe en qué me había metido.
-Claro, ya estabas adentro. Y en esa primera función, ¿tenés registro de qué te pasó por el cuerpo?
- Lo más cercano a un ataque de pánico que haya experimentado en mi vida. Nunca había sentido tanto pavor ni ansiedad respecto a que algo podía fallar. Comprendí en ese instante que estaba entrando en una dimensión completamente novedosa, de un compromiso absoluto. Que no sé si un escritor, un poeta o un artista visual puede hablar en los mismos términos de lo que implica el compromiso escénico. Ese habitar la escena para producir un evento que no puede ser interrumpido. No se puede salir corriendo. Aunque falle la técnica, aunque te quedes sin voz, aunque ocurra algo inesperado, hay que seguir allí. Me sentí cómodo, pero fue una primera función muy exigente porque fue ante programadores internacionales y productores de muchos países del mundo, en uno de los pocos grandes festivales de teatro que quedan en América Latina, que es el Santiago a Mil, en enero del 2024. Después vino el teatro Astros donde han estado los más grandes exponentes de nuestro arte escénico y además es gigante. Siempre supimos en Anfibia que estábamos haciendo una apuesta muy grande y ese nivel de visibilidad que buscábamos se satisfacía con un teatro como el Astros. Y en las próximas funciones en el Picadero tendré un nuevo desafío, ya que también es un símbolo de la escena porteña, pero con una disposición del espacio mucho más cercano al público. Nosotros tenemos una enorme tradición literaria, tenemos una enorme tradición pictórica, tenemos una gran tradición poética, pero contemporáneamente, ¿qué pasa en Buenos Aires? En Buenos Aires se hace teatro. Estamos hablando de una ciudad con un público de un nivel de exigencia increíble. Todo eso era un peso enorme. Después empezó una especie de disfrute, o una tarea que yo sentía más profesional, donde ya no era necesario que Lorena fuera a todas las funciones y pude empezar a jugar en escena. Pasamos de un primer momento en el que las emociones estaban prácticamente prohibidas y yo tenía que manipularlas, porque cuando entraba en los relatos que hablan de mi propia experiencia y que van más al hueso en lo autobiográfico, me quebraba. En una conversación que tuvimos con Vivi Tellas, surgió la posibilidad de un gerenciamiento de esas emociones performáticas desde lo teatral, habilitarlas y pautar algunas salidas para cada uno de esos posibles quiebres. Caminos que me permitían establecer, cuando esto me ocurre, respiro unos segundos y luego retomo. Eso me trajo mucha tranquilidad porque ahí empecé a convivir con un juego distinto.
-En la obra contás que después de hacer las funciones mucha gente se acerca a contarte experiencias similares y ustedes fueron incorporando esos testimonios a la obra. ¿Para el próximo reestreno, van a re-actualizar el material, y si es así, cómo lo van a hacer?
-Hay una clave que es que en “Fin del Mundo”, que es el texto inicial de la obra, siempre hay una noticia metida en esa especie de poema, siempre hay una noticia vinculada a lo que pasó en los últimos días. Siempre va a haber algo que le está diciendo de entrada al espectador, esto no es teatro, porque esto acaba de ocurrir. Hay un pacto de lectura. Lo que hicimos fue construir un modo de decirme a mí mismo en el escenario. Hay varias referencias a la praxis de la escritura en su analogía con la botánica, a la cuestión de los géneros, a la aparición de Rodolfo Walsh como una figura mítica, pero también a una masculinidad combativa y clandestina y al tránsito entre las masculinidades, que es el verdadero tema de la obra. Me gusta mucho esa idea de los materiales de uno mismo que pueden ser resignificados en la propia obra. Creo que es una herencia muy de María Moreno, quien lo hace ex profeso y mejor que nadie por supuesto, pero es de una tradición latinoamericana que viene del propio modernismo, en donde los materiales son restos de telas que son usadas para el patchwork que se te antoje según tu presente, y sin ni siquiera necesidad de hacer referencia a aquello que dio inicio al tejido. O sea, sin el respeto moral por toda esta construcción que se ha vuelto tan hegemónica en torno a ese entronizar de lo memorial como la práctica política correcta, en un presente lleno de incógnitas y de agujeros y de un futuro absolutamente incierto, que se configura como el escenario real para vivir. Porque sin una noción de un futuro imperfecto, como decimos los anfibios, es muy difícil transitar el presente.
-En el contexto actual de ataque a las diversidades, a la comunidad lgtbiq+, ¿creés que la obra está dialogando con este presente, o se adelantó a estos tiempos, y qué te pasa con eso?
-Cuando estábamos por estrenar ya comenzaban estas reformas ultraderechistas de exclusión y de eliminación y sabíamos que podíamos llegar a ser víctimas de un odio concreto y material que es el que te aborda cuando hablas de diversidades, minorías sexuales o, en este caso, de algo tan particular como la deshumanización de los niños sometidos a tratamientos de conversión. Creo que sí ha habido algo de anticipación involuntaria respecto a aquello que iba a venir y que se materializa con el discurso de Milei en Davos y que da como resultado la histórica marcha posterior de casi dos millones de personas ocupando la ciudad de Buenos Aires. Testosterona se anticipa, no porque habla sobre la cuestión de la memoria de un hecho ocurrido en la dictadura sobre un cuerpo indefenso de un pobre niño afectado por el aparato médico y biopolítico, sino porque apunta al deseo de un sujeto que, aún bajo la hiper adaptación al mandato, sigue disconforme y buscando distintas alternativas en su existencia. Es en eso en lo que mucha gente se siente identificada. Porque los que nos dan devoluciones afuera del teatro hablan de sí mismos, de los mandatos que los afectaron de diversos modos y en distintos sentidos, sobre todo cuando se trató de sus cuerpos.
-¿Seguís transitando la experiencia desde vos o podés hacerlo ya en el orden de la “ficción”? ¿Y cuánto te modificó que lo haya visto gente muy cercana?
-Fue difícil cuando vino a verme mi madre. Yo tenía mucho miedo a la reacción que ella pudiera tener; a que esto perjudicara su salud y sentirme culpable. Mis experiencias infantiles han sido sumamente trabajadas en la terapia y ya hace muchos años que tengo un vínculo amoroso con mi familia, entonces prefería preservarla. Pero llegó y fue una revelación. Yo estaba muy inseguro, no sabía si iba a ser capaz de hacer la obra ese día. Y me conecté, medité y lo que me bajó fue, ella quiere escena, invitala al escenario. Y así fue. Cuando terminó la función, les pedí a los espectadores un aplauso para mi madre que había venido de muy lejos a ver la obra. Había toda una marcación prevista para eso, un amigo mío y mi hermano estaban a su lado para acompañarla si se brotaba en el medio de la obra, o para acompañarla si accedía ir al escenario. Le habíamos puesto una escalerita y cuando subió, le dije: madre quiero hacerte una propuesta, me gustaría bailar una cueca contigo. En ese momento de la obra yo estaba usando el sobretodo con el que represento a Rodolfo Walsh, como pollera. Entonces yo, con pollera, invito a mi madre a bailar, nos traen dos pañuelos y suena una cueca chilena. Bailamos y lloró todo el teatro, los acomodadores, los iluminadores, los productores, lloraba ella, todos. Y yo, como actuando de mí mismo, absolutamente inconmovible. No me quebré, todo lo contrario, tuve una enorme distancia. Fue una experiencia inolvidable y creo que ahí sí hubo algo del orden de la sanación.
-¿Qué te dio el teatro como experiencia personal para atesorar?
-Todavía no soy muy consciente de eso. Lo único que se me ocurre es que hace una semana pedí el alta psicoanalítica y no sé si me la dieron, pero estuvieron de acuerdo respecto a mi posibilidad de continuar el tratamiento a demanda. Yo no tengo ningún interés en insistir con la idea del siglo XX de que el arte sana, como si el arte fuera a resolver cuestiones que son de la política y que para mí se resuelven en función de las disputas que las sociedades se dan con la construcción de poderes reales y alternativos que ofrezcan salidas a la gente. Aún haciendo esta salvedad y contradiciéndome, es probable que una experiencia tan intensa haya terminado de darle un cierre en ese fuero muy interior e íntimo a un proceso largo y de muchas experiencias de autoconocimiento que hice en el camino. Al menos porque hay algo del orden del narcisismo que se jugó como una posibilidad y en donde logré no entrar. Amigos míos o mi propia familia estaban muy impresionados porque mi rostro estaba en la marquesina de calle Corrientes o en los medios. Y sin embargo, yo estuve atento a la experiencia estética, a la experiencia lúdica y artística, más que a algún tipo de éxito o reconocimiento personal. Por supuesto, me encanta que a la gente le haya gustado la obra y que la calidad de lo que hicimos valga la pena. Pero lo que aprendí con esta experiencia es que, finalmente, se trata de un proceso de creación. Por eso entendí que cuando mis compañeros me decían que una vez estrenada la obra iba a extrañar los ensayos, era cierto, porque en el ensayo y en la experimentación real con el cuerpo y con la palabra, es donde está lo maravilloso del teatro.
-¿Cómo registrás ese procedimiento colectivo inherente al teatro y que vos tenés muy entrenado en Anfibia?
-El hecho colectivo cuesta mucho, pero es el modo más contemporáneo de refugiarnos del monstruo que el mundo nos ofrece como única cara, especialmente después de Trump. Lo colectivo más que como resistencia, también como refugio. Un refugio posible y vital, donde no estamos solos y donde la completitud no existe como tal, sino que es dinámica, en ese juego que se prende, se apaga, retrocede, avanza, ofrece, quita, dá, mezquina, negocia, vuelve a quitar y vuelve a dar. Avanzando y retrocediendo, moviéndose de modos inexplicables a veces. Exigiéndonos un entrenamiento que muchos no tenemos, porque venimos de una cantidad de seguridades, de supuestos, de creencias y de dogmas, donde nos sentíamos seguros con los que pensaban como nosotros, con los que sentían como nosotros, con los de nuestro bando. Lo que hace que el mundo actual sea horroroso e interesante, porque no queda otra que soltar toda esa construcción del siglo XX.
-En la obra hablan de lo que para tu madre es, por diversas causas, el fin del mundo, ¿ya estamos viviendo el fin del mundo?
-Yo creo que estamos en un trámite que nos hace conscientes de que las distopías no eran futuras. Es ahora, a medida que nos torcemos y nos levantamos, cuando estamos viendo cómo entran en crisis ciudades enteras por el cambio climático y desastres naturales. Y al mismo tiempo vemos cómo la represión reaparece, orquestada con nuevas versiones. Y también cómo se nos caen cuestiones de nuestras vidas privadas, familiares, afectivas, amistosas, en tanto y en cuanto todos los sujetos respondemos de manera distinta a este extremo conflicto al que nos lleva esta contemporaneidad. No todas las personas, lamentablemente, van a poder sustentar una estabilidad emocional ante semejantes niveles de tragedia. Entonces allí emergen muchos modos de tramitación y algunos de esos modos son violentos, otros son excluyentes, otros son desde el resentimiento, otros son desde la construcción de una fortaleza de sobrevivientes. Yo pertenezco al mundo de los sobrevivientes, al bando de los sobrevivientes, y es difícil para los sobrevivientes comprender dinámicas de cuidado, amorosidad y sororidad como única respuesta a lo que está ocurriendo. Yo prefiero dar batallas a, quizás, modos más románticos. Y no sé si está bien, pero lo voy negociando.
Cuando supuestamente la entrevista ha terminado se me ocurre preguntarle por algún momento o anécdota que quiera destacar. Alarcón, a pura risa abierta, contesta:
-Nadie me informó que las segundas funciones en teatro están malditas y lo supe cuando en la segunda de Testosterona me olvidé cinco veces la letra. Pero nunca me detuve. El problema fue para las compañeras de producción que se encargaban de la traducción y entonces no coincidía con lo que yo estaba diciendo, porque recursivamente fui a lo que la memoria me ofreció y seguí la lógica. La mayoría de los espectadores no se dieron cuenta de que estaba ahogándome en un abismo de vergüenza y preocupación mientras estaba ocurriendo todo. Fueron dos funciones el mismo día. Entonces teníamos una hora entre función y función. La tercera era inmediatamente después. Y recuerdo que Lorena entró al camerino, yo la vi como una dominatriz armada con un látigo y sólo quise hincarme y besarle los pies para decirle sos mi ama y voy a hacer todo lo que me digas; y ella dijo: “esta función no sucedió.”
TESTOSTERONA SE PRESENTA EN EL TEATRO PICADERO EL PRÓXIMO JUEVES 10 DE ABRIL A LAS 20:15 hs. EN EL FESTIVAL FUTURO IMPERFECTO VOL2 Y TIENE PAUTADAS FUNCIONES TODOS LOS SÁBADOS DE AGOSTO Y SEPTIEMBRE EN EL MISMO TEATRO.
EN JUNIO COMIENZA SU GIRA INTERNACIONAL QUE INCLUYE PRESENTACIONES EN BOGOTÁ, CALI Y QUITO Y EN 2026 EN EL CENTRO DE CULTURA CONTEMPORÁNEA CONDE DUQUE DE M