Ana Yovino interpretó magistralmente la Antígona de José Watanabe bajo la dirección de Carlos Ianni el pasado domingo 12 de enero de 2025 en o Vello Cárcere. Todavía impresionada y conmovida por esa actuación, creo un deber compartir con mis conciudadanos lucenses las reflexiones que tal representación y otros eventos de reciente memoria han suscitado en mí. Soy consciente del privilegio que he tenido al contemplar, e incluso participar, en proyectos culturales emprendidos con valentía, pasión, entrega y arte extraordinarias por vitales renuevos de nuestro viejo tronco. Me refiero a singulares descendientes de emigrantes gallegos y, sobre todo, gallegas, que salieron de nuestras raíces milenarias a buscar para sí y para todos nosotros injertos esperanzadores.
Hace ya unos años que sigo la evolución de uno de estos renuevos al frente de una empresa cultural impulsada por jóvenes músicos lucenses formados en nuestro Conservatorio. Nicolás Ravelli Barreiro ha reflejado en su corta, pero notoria trayectoria dirigiendo Terra Nova, un espíritu emprendedor que ha casado muy bien con el de esos jóvenes músicos: primero, actuando en ensayos modestos; luego, abordando proyectos más arriesgados, interdisciplinares e integradores, como la zarzuela “La Meiga” de Jesús Guridi –representada en el Círculo de las Artes en la primavera pasada–, hasta culminar en la inauguración del Auditorio “Fuxan os Ventos” del pasado diciembre con la interpretación de la Novela Sinfonía de Beethoven. Mido el éxito de estas actuaciones con el baremo del público –un entusiasmo poco frecuente en los ánimos templados de los lucenses que solemos asistir a estos espectáculos–, y con las eficaces y balsámicas sinergias musicales y humanas que entretejen ensayos y audiciones entre director, orquesta y coro. Yo soy testigo también de esto último como participante en el coro de la Novela Sinfonía.
Años atrás, en 2018, tuve la fortuna de impartir docencia a un grupo de estudiantes, muchos de ellos de procedencia hispanoamericana, en el máster Servizos Culturais de la Facultad de Humanidades de Lugo. La materia, centrada en la Oratoria Académica, no ofrecía grandes dificultades a estos alumnos ya alimentados en territorio americano por esa semilla que allí habían dejado escritores gallegos en el exilio, como Blanco Amor, precisamente profesor de Oratoria en Chile. Una semilla que tiene que ver con el aprecio por la palabra hablada, por la oralidad del discurso, en la que nuestros hablantes trasatlánticos, hemos de reconocerlo, nos llevan alguna que otra ventaja. Así conocí a Antonella Sturla Meilán, cuya abuela, como la de Nicolás Ravelli emigró a Argentina, buscando savia nueva. Antonella es ya ahora doctora por la USC y nos visita cada año para participar en nuestros programas académicos y culturales, muy ligados a los que ella desarrolla en Buenos Aires durante la mayor parte del año.
Fue Antonella precisamente la que me invitó a asistir a la representación de Antígona en O Vello Cárcere el domingo 12 de enero. Cuando llegué al núcleo circular en el que se asienta el recinto carcelario, me sorprendió ver la ausencia de decorado y de atrezo: solamente el equipo de sonido al frente del que figuraban dos personas, la propia Antonella y otro joven. Desconcertante todo, en principio, pero enriquecedor para mí porque me dediqué a buscar posibles conexiones entre el uso teatral de este espacio carcelario y los corrales de comedia de nuestro pasado, y también a imaginar la potencialidad que un espacio escénico tan reducido podría tener para la representación de Antígona. Estamos acostumbrados a ver las tragedias griegas representadas en espacios escénicos que conservamos de la antigüedad, más acordes, en principio, con la magnificencia de esas obras, y un escenario pequeño como el que ofrecía O Vello Cárcere parecía constreñir la grandeza de la obra.
Más sorprendente fue ver solo una actriz en escena, con su larga melena negra y un sobrio traje de lino compuesto de casaca y pantalón blancos. Y los pies descalzaos. Todavía siento en mis propios pies el frío que tuvo que sentir la actriz en los suyos, corriendo de un lado a otro por el granito desnudo de la cárcel. Ana Yovino, el único signo teatral polivalente de la obra: grande, magnífica, en un espacio reducido, una caverna sugerida como anticipo de la muerte. Ahora el espacio escénico cobraba sentido: la angostura de la cueva, la angostura de la muerte. En el ambiente, solo retazos musicales evocando la tragedia.
El discurso verbal de Ana Yovino, eco poético del peruano Watanabe, fue pronunciado sin desliz y con cuidado en extremo: impecable en volumen, articulación, entonación y, sobre todo, en sentimiento. Imposible no recordar a este respecto, las palabras que dirige Horacio a los Pisones: “si quieres que yo llore, llora tú primero”. Y la actriz lloraba, lloraba como Antígona y lloraba sobre todo al final interpretando a la hermana de Antígona, Ismene. Y yo lloraba con ellas, con los personajes Antígona-Ismene, con la actriz, con la historia y con el mensaje de la obra, de vigencia eterna. Y en la sobriedad y economía teatral de ese trágico discurso, otro mérito de la actriz: su ventriloquía, porque Ana Yovino, el único signo teatral puesto en escena, prestaba voz a Antígona y a Ismene, pero también a otros personajes masculinos como Creonte o Tiresias. Sin estridencias, con el suficiente descenso o ascenso tonal para identificar la voz del personaje. Con delicadeza, siempre con elegancia.
La mímica y el lenguaje corporal de la actriz resultaron sublimes en la exaltación del espíritu trágico de la obra. Lo humano y lo animal humano se elevaban también a ese nivel. La proximidad del suelo, alusiva a la tierra que acoge a vivos y muertos, y los humores de la propia actriz, como el sudor y las lágrimas, también tenían un significado sublime y simultáneamente entrañable en ese delgado hilo que separa la realidad de la ficción. Porque imposible no recordar, en aquel pañuelo hecho un gurruño con el que la actriz secaba sus humores, aquel otro pequeño lienzo que usaron tantas mujeres de antaño, posiblemente también de ogaño, y que, como Ana Yovino, llevaban significativamente este trozo de tela muy cerca del corazón. Líquidos rebosantes que impregnan hilos cercanos al pecho, como el amor y el dolor del alma.
Sin duda, el espíritu de María González Dacova, nacida en Punxin (Ourense) y trasplantada a la Argentina con esperanza pero también con dolor, asomaba ahora en las lágrimas de su nieta, la excelsa actriz Ana Yovino, quien, en las contorsiones de su cuerpo, en los sarmientos inervados de sus brazos, evocaba en un recinto carcelario, la cueva de la Antígona de Sófocles en versión de José Watanabe, y la de tantas otras Antígonas de nuestra historia humana consumidas en cárceles y cuevas, literales o metafóricas. La soledad sígnica de la actriz, la soledad del ser humano.
Sin duda también el espíritu de la ascendencia materna de Ravelli insufla movimientos aéreos en los brazos y manos del director, en una mímica extática, muy cercana a la de Ana Yovino, de efectos catárticos para los que los contemplamos. No por casualidad fue escogida la música de Beethoven, sublime y proclive al paroxismo. No por casualidad Ravelli comunica pasión y entrega beethovenianas coordinando voces e instrumentos.
Sin duda, en fin, la abuela de Antonella Sturla Meilán actúa en el amor que la nieta siente por Galicia, ese amor que la trajo por primera vez al viejo tronco hace seis años y que se renueva anualmente con cada visita, con cada trabajo académico, un amor hecho arte en el teatro vivido, estudiado, compartido, difundido, promocionado.
Aquí están los renuevos de nuestro viejo tronco rezumando savia lozana con esos injertos trasatlánticos. Y yo me pregunto: ¿qué hacemos nosotros, los del viejo tronco, mientras asoma esta savia renovada, mientras esos espíritus trasplantados nos devuelven iniciativas culturales, valentía y tesón, arte, delicadeza y buen hacer por aquellos sudores y lágrimas, por aquellos sueños incubados en un barco de ida y ahora ya de vuelta? ¿Las dudas, los temores, las reticencias y la inacción de Ismene? No. Afortunadamente nuestra recepción cultural no es una tragedia y siempre estamos a tiempo. Antígona sigue viva, seguirá viva hasta el fin de los tiempos. Y nuestra vieja cárcel, convertida ya en un espacio de libertad y de cultura solo nos pide acogida, participación y fiesta. Fiesta para celebrar los excelentes frutos de esta savia nueva que remoza el viejo tronco, savia que nació en este sólido pilar cultural de Galicia y que vuelve a él enriquecido y prometedor.
Lugo, 13 de enero de 2025
M. Ángeles Rodríguez Fontela
Profesora ad Honorem de la Universidad de Santiago de Compostela