Hace un mes, recibí la triste noticia de tu partida y, aún hoy, no puedo evitar llorar que te hayas ido tan pronto de nuestras vidas. He tardado en aceptar este dolor tan profundo que me entristece. Para muchos de los que te conocen, eras simplemente: "Darío" pero, detrás de ese nombre se encontraba un hombre excepcional: Ramón Darío Perdomo Vásquez, un artista y un líder en todos los sentidos, cuya pasión y talento trascendieron no solo el escenario nacional e internacional, sino en la vida misma y más allá.
Una vez que decidiste irte a Caracas a estudiar en el IUDET, actual Universidad Nacional de las Artes (UNEARTE), ese fue el primer giro dramático que le diste a nuestras vidas. Pero, como siempre, no te fuiste solo. Primero se había ido Rafael Sequera, Ángel Lucena, y después, Cristián Núñez, ellos nos mostraron un mundo nuevo, uno que hasta entonces solo habíamos soñado. Luego, nos fuiste llevando, paso a paso, a todos los que compartimos esa pasión contigo, nos abriste nuevos rumbos. Aunque la vida nos llevó por caminos diferentes (tú te inclinaste por la parte técnica y yo por la crítica teatral), no importó porque cada paso que diste fue un foco que nos llevó a todos.
Hoy, al recordar esos tiempos que compartimos, especialmente aquellos primeros años de los 90, me viene a la mente no solo la energía juvenil y la adrenalina que teníamos, sino también las lecciones que aprendí, muchas de ellas, sin darme cuenta en su momento y eso fue gracias a ti.
Fue en el liceo Mario Briceño Iragorry, donde comenzamos nuestra travesía teatral, en el club de teatro "Carlos Jiménez". Esos fueron nuestros primeros pasos que nos marcaron para siempre y no solo por lo que logramos sobre el escenario, sino por todo lo que vivimos fuera de él. El teatro, con su poder transformador, se convirtió en nuestra arma para entender a un país en crisis, que, estaba en medio de la agitación política de los años 90, encontramos refugio en el teatro una manera para expresar lo que muchas veces no podíamos decir con palabras, pero sí con acciones.
Recordé la primera vez que nos persiguieron con gases lacrimógenos durante una de las protestas estudiantiles del año 1991. Estábamos ensayando, y de repente, la calle se llenó de humo. Era una locura, pero, como todo en esa época, nos unía más. Éramos jóvenes y temerarios.
Las travesuras que vivimos en el salón de los Espejos en el Teatro Juárez, en esos ensayos interminables en el Museo de Barquisimeto con el Otro Espacio de la Compañía Regional de Lara. Esas aventuras fueron más que simples experiencias; eran los cimientos de todo lo que somos hoy como artistas y como personas como profesionales del teatro.
Las anécdotas siguen llegando como aquella vez en 1996, cuando me llevaste a mí y a David Pagua al aeropuerto de La Guaira de cena: arroz chino con camarones, como siempre tú lograste convertir lo cotidiano en algo especial. Ese era tu don: hacías que todo fuera más especial, más iluminado. No necesitábamos mucho más que tu presencia para que toda experiencia contigo fuera única.
Me enseñaste a ver el teatro desde otro lugar, no solo como un espectador, sino como alguien comprometido con el análisis, con la crítica constructiva, con el respeto por el arte y por los artistas que no están en escena, los maravillosos técnicos. Eso fue un regalo que tú me hiciste en vida, porque me ayudaste a encontrar una voz propia como crítico escénico.
Tu legado va mucho más allá de los premios, de las luces en los escenarios, o las instituciones donde enseñaste. Tu huella indeleble está en cada estudiante que pasó por tus conocimientos, en cada evento que transformaste con tu visión única, en cada compañero que tuvo el privilegio de trabajar junto a ti. Tu capacidad para iluminar no solo escenarios, sino también nuestras vidas, es un testimonio de lo que eres y serás siempre: un artista comprometido, un hombre generoso, un amigo fiel, un padre y esposo amoroso, un creador delicado y una fuente interminable de inspiración.
Hoy, mientras te escribo estas líneas, sé que ya no estás, pero tu luz sigue brillando entre nosotros. No solo en cada escondite de los escenarios que tocaste, sino en todos los que tuvimos el honor de compartir contigo. Cada vez que una luz se encienda en la escena o una nueva generación de artistas suba a las tablas, allí estarás tú, iluminando el camino.
Recuerdo aquella vez que me dijiste, con una sonrisa socarrona: "Ya no puedes evitarlo, Rojitas, te has convertido en un crítico de teatro". En ese momento no entendí ni me lo creí del todo, pero ahora sé que esas palabras fueron un empujón para un viaje que ni tú ni yo imaginábamos.
Te llevaré siempre en mi corazón, porque, aunque ahora sé que estás iluminando otros espacios, tu luz siempre estará aquí conmigo, en cada escena, en cada función, en cada rincón del teatro, en cada crítica. Gracias, amigo mío.
No sé cuándo nos volveremos a ver. Pero, lo que sí sé, Darío mi hermano, es que tu luz nunca se apagará.
¡Bendita sea tu luz!