VIVO. Edición especial Comedia del arte es un espectáculo experimental de improvisación, donde se postula la multiplicidad de la escena como factor determinante de la construcción, el intérprete despojado de todo artificio lleva la actuación a sus estados más primitivos y carnales. La utilización de máscaras de Comedia del arte como soporte poético nos conectan con las raíces de la improvisación, con el teatro del actor, aquel que postula al intérprete como instrumento.
Actuación, concepción y dirección: Marcelo Savignone
Realización de escenografia: Federico Villarino
Fotografía: Cristian Holzmann
Escenografía: Lina Boselli
Iluminación: Ignacio Riveros
Música original: Andy Menutti
Asistencia: Damián Minervini, Guido Napolitano
Duración: 60 minutos
CELCIT. Temporada 2018 - 2019
Una experiencia artística que trasciende, por su ingeniosa concepción y posterior desarrollo, es esta propuesta de “VIVO” ideada,desarrollada y actuada por Marcelo Savignone y que aún en el entorno de los espectáculos con un solo actor en escena, marca una interesante diferencia, pues aquí, la participación del espectador es fundamental y un activo generador de la idea a vivir y presenciar.
Los unipersonales en su concepción original son monólogos que se presentan al público, cuyo texto se trasmite sin interrupción, situación que en este caso es todo lo contrario. Aquí se da el juego de lo previsto con lo imprevisto, pues basado en la idea de jugar con los presentes se da la contraparte de no saber que responderán estos y como se habrá de armar esta ingeniosa idea basada absolutamente en la improvisación.
Partiendo de la pregunta donde estarían en estos momentos y posteriormente que estarían haciendo, la estupenda capacidad y talento actoral, se despoja de todo artificio y eligiendo algunas respuestas, elabora una interpretación que con el solo apoyo de distintas máscaras va creando situaciones que giran del humor mas disparatado a un tenso dramatismo, siempre con la complicidad de los presentes, a quienes les fascina la enorme inventiva de este creador.
Lo admirable de esta propuesta artística y lo insólito de la misma, es la inmensa capacidad de improvisación en los mínimos segundos que el actor tiene para entrelazar las propuestas con los distintos personajes, también generados al momento sin ninguna planificación previa.
Un espectáculo para disfrutarlo y recomendar, que en algo nos retrotrae al teatro de máscaras, a la comedia del arte y apelando a nuestra imaginación, lo que pudo haber sido el inicio del arte teatral.
Y una pregunta que seguramente se harán muchos de quienes vivieron este momento artístico.¿Valió la pena vivir este espectáculo de Marcelo Savignone, por él dirigido con la colaboración de Luciano Cohen?
Y la respuesta no será otra que “vaya si lo valió”.
Una hora de improvisación que logra mantener la atención de una platea numerosa no es tarea sencilla de lograr. Si a eso le sumamos que la improvisación será llevada a cabo por una sola persona, la cosa realmente se complica. Pero esto es justamente lo que nos ofrece Vivo, el espectáculo de Marcelo Savignone, y, por suerte, no nos defrauda para nada.
En el escenario sólo vemos una caja-habitáculo, suerte de camarín en escena, iluminado por candilejas internas. En él se encuentran alineadas las máscaras balinesas, colgadas en varias filas, y a un costado un pequeño espejo donde el intérprete se mira un instante antes de salir “a escena” con cada cambio de máscara que realiza. La economía escenográfica de este espectáculo refuerza el talentoso despliegue de Savignone, cuyo sentido de la efectividad es tan notorio como la sensibilidad y escucha de la que hace gala al interactuar con la platea, sobre todo en la primera parte, en la que, ya imbuido por su primer máscara, entablará un diálogo con su público para establecer ciertos parámetros básicos a partir de los cuales desarrollar las improvisaciones que siguen: lugares, actividades, etc. Las máscaras transforman la energía, convocan en el cuerpo del actor personajes particulares y precisos que se definen en base a texturas, ritmos y cadencias tanto como a rasgos de carácter. En la composición de estos personajes, destaca el rico trabajo vocal que evoca desde lo sonoro todo un mundo de asociaciones, a través de un gran manejo técnico que tiene la fluidez necesaria para pasar desapercibido. Al transitar cada máscara, Savignone irá proponiendo pequeñas improvisaciones, historias mínimas que poco a poco irán hilvanándose para desembocar en una gran improvisación final, en la que ningún cabo quedará suelto. El momento final en el que todos los elementos se ensamblan en un relato único es de un intenso efectismo. Como un hábil prestidigitador, lo vemos avanzar por cada línea propuesta hasta el límite de lo arbitrario, para finalmente, con un pase mágico, encajar de pronto todas las piezas en una imagen única, quizá rudimentaria en sus trazos gruesos, pero sin duda cohesionada. En definitiva, el espectáculo es un gran juego, jugado con mucha habilidad y frescura. El cuerpo como instrumento imaginativo, como resorte, molde flexible y catalizador de un imaginario colectivo que se interpela y se configura en vivo, con el nivel de riesgo y presencia que eso conlleva, despertando en los espectadores un alto grado de actividad por el cual construyen y completan los mundos evocados.
Actor, improvisador, maestro y director del Teatro Belisario de Buenos Aires, el espectáculo máscaras balinesas de Marcelo Savignone es uno de los referentes teatrales de la ciudad.
Alegre, burlón, melancólico, heroico, cazurro, simiesco, erudito, salvaje, cursi, chiflado, cantarín, timorato, libidinoso, hiperactivo... Todos en uno. Marcelo Savignone escoge una máscara -¿o esta le escoge a él?- y un personaje cobra vida delante del público.
Vivo es su primer espectáculo experimental en el que combina máscaras y teatro improvisado, apostando por la multiplicidad de la escena: un solo actor (Savignone) se trasforma en varios personajes gracias a la magia de estos objetos concebidos para ocultar el rostro.
Las máscaras parecen abarcar paulatinamente toda su obra. Su última creación, HxH, hereda la técnica del famoso actor y mimo Jacques Lecoq y algunas claves de Vivo para representar al clásico más vigente de los clásicos: Hamlet, de William Shakespeare. Como en Vivo, él solo compone un elenco múltiple.
Asistir a Vivo es una sorpresa constante. “¿Dónde estoy?” Pregunta con voz gutural un personaje narizón y tan peludo que sus bigotes se unen con sus cejas. El público propone: “En la selva”, “en el cine”, “en un manicomio”. El bigotudo se encrespa ante el desorden de voces: “¡De uno en uno, carajo! ¡No me hagan enojar!”. Cuando decide dónde está y en qué situación, Marcelo construye un fragmento de su historia. Máscara tras máscara, unos ocho protagonistas nos cuentan su vida. Unos nos hacen reír, otros nos dan pena, otros nos vuelven locos, pero les vemos a todos. Gordos, flacos, espigados, musculosos, cada uno es diferente del anterior, sin necesidad de maquillaje, ni disfraces. Solo les distingue una careta de madera que cubre medio rostro. El cuerpo de Marcelo hace el resto.
A medida que avanza la función, los improvisados empiezan a interactuar y a confluir en un relato. Finalmente, bajo una luz exigua, los antifaces quedan atrás y el cuerpo del intérprete, poseído por los personajes, continúa interactuando. Las máscaras dejan su huella en el actor, que desarrolla un desenlace frenético y coherente. Increíble pensar que este torbellino ha salido de una sola persona.
Marcelo se dio a conocer en Buenos Aires como actor de improvisación. Pero pronto adquirió el estudio Belisario y se proyectó como profesor y director teatral. Una beca le llevó a Londres, donde se especializó en el método del teatro físico de Lecoq en el London Internacional School of Performing Arts. La impro, basada en chistes fáciles y gags, pronto se le quedó pequeña a este intérprete en perpetua búsqueda.
La formación y el entrenamiento diario se hacen notar. Marcelo hila fino, su cuerpo se pone al servicio de la técnica y se adapta a cada estilo: el drama, el clown, la tragedia, la comedia del arte o el bufón. Su teatro es teatro físico en mayúsculas, en la estela de Lecoq, de Ariane Mnouchkine y de Peter Brook. El actor despliega sus dotes, juega, se balancea, canta y baila sobre el escenario. Su dominio corporal es comparable al de un bailarín ruso.
Su relación con las máscaras comenzó cuando decidió viajar a Bali (Indonesia) en el 2001, el año que su país explotó económicamente. El director chileno, Andrés Pérez Araya, se las mostró por primera vez durante un seminario: “Cuando me las probé supe que cambiarían mi concepción del teatro”. Con la que se avecinaba, cualquier otro hubiera ahorrado el dinero, pero él no lo dudó un segundo, compró un billete y se marchó al otro lado del mundo en busca de las máscaras balinesas. “Para mí fue impactante y decisivo”, explica “porque descubrí que los miedos y las ansias del actor se diluyen bajo el poder de la máscara. Y comprendí que más que ocultar, esta genera una ampliación y permite una mayor dimensión en términos expresivos y dramáticos”.
Hoy Marcelo Savignone es uno de los referentes de la escena bonaerense y la principal figura del teatro de máscaras en una de las ciudades que mejor teatro produce a nivel mundial. Su sala permanece abierta como lugar de entrenamiento de actores. Afirma que le gustaría traer su obra a España “porque uno siente una pertenencia importante hacia ese país”, pero su hiperactiva agenda es lo primero.
Su energía parece ilimitada. Y es que aunque su voz suave y refinada lleva a engaño, Marcelo es como sus personajes, pura pasión: “Necesito la adrenalina que me produce no saber qué va a ocurrir en la escena”.
Nuestra opinión: bueno
La propuesta parece simple: el intérprete tira unas consignas a la platea y ésta debe contextualizar a un personaje que creará el actor. Deben decirle: dónde está y qué hace. El juego resulta divertido y obliga a estar atento y muy dispuesto. Pero el actor cubre su rostro con una máscara y ella lo obliga a encontrarle una actitud corporal, una voz, una línea de pensamiento, a esa criatura que acaba de aparecer.
Ubicado en un espacio y con una acción concreta, ese personaje comenzará a generar diversas situaciones. A medida que se afirma, el público descubrirá que todo un mundo teatral se abre.
Un cambio de máscara impone una nueva rutina. Es un nuevo personaje el que va a componerse y él no tiene niguna de las cualidades del anterior.
En algún momento, ambas historias van a cruzarse y en ellas se irán sumando también las voces de las personajes que, en las ficciones creadas con anterioridad, tuvieron algún tipo de participación, aportaron lo suyo en la construcción y definición de unos mundos inesperados.
Vivo resulta una experiencia de gran valor creativo. Muestra al actor Marcelo Svignone a pleno, desarrollando a fondo una técnica de trabajo en la que confluyen disciplinas como el mimo, el clown, la danza. Sus posibilidades vocales son múltiples, también. Un actor integral que se anima a desafiar al público y, como un mago, resuelve aquello que parece imposible de realizarse.
Indudablemente, como los temas y los personajes que propone la platea varían de función en función, éstas deben tener niveles muy distintos. En la función que este cronista vio, algo del ritmo de espectáculo decaía cuando las historias empezaban a cruzarse. Los acontecimientos que se narraban perdían fuerza, aunque no puede negarse que había creatividad en el relato y una concentración muy intensa en el creador. Tal vez no fueron potentes los temas trabajados o resultaron muy opuestos esos hombre que la fantasía del actor fue moldeando.
Vivo es una experiencia en al que el acotr con múltiples posibilidades da muestras de su capacidad profesional. Savignone es un intérprete exquisito que logra completar elgo de las necesidades de sus espectadores. Lo hace con mucho rigor técnico.
“Vivo” se llama su show. Un salto al vacío creativo.
Marcelo Savignone, el actor y creador de la puesta, acompaña con percusión la música que suena en la sala mientras el público se acomoda en sus butacas. Un baile tribal, primitivo y asociado con los orígenes de la actuación, marca la chispa inicial de la obra. Luego, un apagón. Y un nuevo comienzo.
La mecha de Vivo -el unipersonal de improvisación– queda encendida. Savignone tendrá ahora por delante anticipar la modalidad del juego que propondrá para los próximos 60 minutos y presentar los relatos únicos e instantáneos, creados durante la función.
El escenario es absolutamente negro. Sólo hay un cubo de madera, simulando un placard, con máscaras colgadas en hileras. Elige una y explica que formulará preguntas al público, disparadoras de la trama. “Yo marco cuando ustedes tienen que participar. Es mejor empezar claro. Porque cuando las cosas están medio definidas hay problemas”, dice. Un lugar y una situación serán las primeras guías.
A partir de allí sucederán personajes, con modos, voces, posturas físicas y fisonomías particulares. Siempre con una tendencia hacia lo cómico y grotesco, muy efectiva.
El gran apoyo expresivo son las máscaras de madera tomadas de antiguos modelos balineses, de tipo Bondres, realizadas especialmente, que cubren hasta los pómulos y dejan la boca descubierta. Según el rumbo que tome la historia, elegirá cuáles de ellas saldrán a escena.
Cada máscara resalta un rasgo físico particular. Rostros de pómulos y cejas exageradas, con nariz desproporcionada, labios gruesos u ojos desorbitados, entre otros, alternan su momento.
En la segunda parte, casi a oscuras y a cara descubierta, armará una nueva acción dramática, basada en los resabios de los estados anteriores, que todavía resuenen en el imaginario del actor y en los espectadores.
Savignone logra sostener un ritmo ágil y dinámico. Demuestra que sabe manejar el salto al vacío que implica el trabajo sin texto, los cambios repentinos de estado y la versatilidad en el discurso.
La imagen del espacio donde se exhiben las máscaras, diseñado por Lina Boselli, resulta atractiva y genera la curiosidad por conocer el resto de los personajes.
En cuanto a la iluminación, de Ignacio Riveros, crea un buen efecto la diferencia entre la primera parte del espectáculo, con luces directas sobre el actor, y el ambiente difuso del tramo final.
Savignone, en Vivo , plantea una propuesta clara. La cumple con soltura. Y, además, establece una sólida complicidad y empatía con el público.
Plasticidad, visceralidad y talento. Con estos tres ítems, Marcelo Savignone concibió “Vivo”, un espectáculo de improvisación basado en la utilización de máscaras balinesas.
Con una escenografía basada en lo que sería la mitad de una caja y una iluminación muy básica y efectiva, Savignone dialogará con el público e irá transformándose en los distintos personajes a los cuales representa la máscara elegida. De esta manera, construirá un mundo sin tener ni un solo elemento a su disposición, salvo su capacidad para actuar, partiendo desde lo más primitivo y antiguo del hombre.
Las historias serán delirantes, bizarras y graciosas aunque siempre con una vuelta de tuerca final, que sirva para cerrar de manera redonda una puesta en la que Savignone deja todo en pos de la excelencia de la obra. Aquí hay que resaltar la construcción en si de la historia con el gran mérito de alejarse del humor efectivista, basado en chistes y guiños al público. Nada que ver. La historia se va desojando como una flor que sorprende con cada pétalo caído. Su despliegue físico y vocal pone la visceralidad en las diversas situaciones que se van creando.
“Vivo” es una de esas puestas que, basadas en la improvisación, da para irla a ver más de una vez. Más aún, si es Marcelo Savignone el que lleva a cabo, con seriedad y talento, un trabajo impecable.
Actor, improvisador, docente, director artístico del Teatro Belisario, Savignone gana el escenario cada noche para un despliegue de personajes y situaciones en el que, señala, “tengo que estar bien entrenado, porque si no, no funciono”.
Cuando el desafortunado Stanley Ipkiss aproxima a su rostro la máscara de madera que lo volverá el tipo verde de traje amarillo que en la película hace todo lo que el personaje de Jim Carrey nunca se animó, un torbellino arrasa con la escena: el objeto toma algo del hombre y éste del primero, y un nuevo ser aparece. En Vivo, obra teatral concebida e interpretada por Marcelo Savignone, esa situación ocurre en el centro del escenario, en un ropero sin puertas, estantes ni cajones en el que 25 máscaras balinesas cuelgan cual cuadritos de diplomas. El elector las observa, más bien las escucha, pues asegura –con la cautela de un cuerdo– que le hablan, que le piden cancha. “Las tengo entrenadas porque las uso una hora y pico por día, pero estoy muy disponible a que surjan en ese momento”, admite el actor. Toma una, pues, y se mira en un espejo; parece que él le habla, luego que ésta se habla, hasta que ya no se sabe si quién es qué o qué es quién. “Quiero que el espectador se olvide del actor”, afirma. Al cambio de aspecto lo sigue un cambio en el registro de su voz, y de ese ritual visceral es depositaria la primera de sus criaturas, que camina hacia la platea, mide y consulta: “¿Dónde estoy?”. No hay respuesta, aunque sí algunos susurros entre espectadores. “Cuando pregunte, respondan”, pide la máscara, y reincide. “¡En un aeropuerto!”, otorga una señora de la segunda fila. La mecánica se repite dos o tres veces más y, a partir de los indicios situacionales arrojados desde la popular, Savignone construye la estructura narrativa de un fragmento. En eso consiste la primera parte del espectáculo. La segunda, en encastrar las varias piezas surgidas en una dramaturgia espontánea más amplia. “Necesito la adrenalina que siente un paracaidista”, compara.
En ese deseo de riesgo se puede encontrar el germen de sus inquietudes, las que a fines del menemato –mientras estudiaba el tercer año de Medicina en la UBA– lo llevaron a Cuba. Entonces, “estaba haciendo teatro también, pero me metí en percusión y circo, y me gustó la idea de viajar para perfeccionarme. Mi viejo es médico y yo iba a serlo. Pero allá, dedicado de lleno al arte, me di cuenta de que ésa no era la vida que quería. De regreso a Buenos Aires, estudié en el Teatro Nacional Cervantes con Cristina Moreira. Salía al mediodía y me iba a Microbiología”, reseña. El itinerario no duró mucho más: un buen día “mi cerebro hizo ¡pum!”. Fue un pequeño Big Bang en su cabeza a partir del cual Savignone encaró su investigación de campo y recolección de datos: presentaciones con la compañía Sucesos Argentinos, la dirección artística del Belisario Teatro, la docencia en actuación, las apariciones televisivas, los matchs de improvisación y teatro físico y la participación en puestas de estructura “clásica”... que las seis primeras letras de “experiencia” y “experimentación” coincidan es más que un dato para los lingüistas. “Me levanto temprano y entreno, porque si no, no funciono como actor. Laburo reflexionando y leyendo, no es que me calzo una máscara y a ver qué sale”, avisa a los prejuiciosos en la entrevista con Página/12.
–En declaraciones anteriores afirmó que odia “el teatro que no sucede, que sólo se dice”. ¿Qué tipo de teatro le opone?
–El de la experiencia, el de la sensación de ponerme en riesgo, sin considerarme de vanguardia. En Vivo, si una noche no emboco las máscaras, estoy en problemas. El “teatro que se dice” aparentemente está más basado en reglas, como si el actor no estuviera en un espacio más de afectación. Creo que hay mucho teatro del decir que con suerte llega a ser literatura. A mí me interesa la provocación del espectador: que al salir me odie o tenga ganas de comprarse una máscara. Provocación no como elemento de rebeldía, sino de creación. Por ejemplo, Vivo tiene una parte didáctica en la que elijo una máscara, empiezo a improvisar, sale un tema. Luego, elijo otra máscara que hace surgir otro pequeño tema. El epílogo del material aparece en una segunda visión, cuando el autor se para en un contraluz y las máscaras que ya pasaron empiezan a convivir.
–Al colocarse una máscara, su subjetividad se oculta. ¿Qué queda revelado?
–Primero, hay un entrenamiento desde el cuerpo físico y el psicológico, y ejercicios de improvisación que me generan una disponibilidad ante la creación. Segundo, la máscara tiene algo que hace que la veas como una cosa y, al usarla, resulte otra. Intento contar lo verdadero. Algunas máscaras surgieron inmediatamente o luego de algún accidente. Otras, después de una hora agotadora de búsqueda. En esos ejercicios descubrí algo. Siempre hablaba de la construcción de personajes como un momento de anulación de mi “yo” y encuentro con otro ser. Pero, en realidad, son una ampliación. La máscara de la vieja, por ejemplo, está dentro de mí. No pienso como ella, pero la escuché toda mi infancia. Tengo una máscara que es medio fachista, y no hay nada más contrario para mí que eso. Sin embargo, me hace bien hacerla, porque la ridiculizo, aparece la cuestión bufonesca que me revela.
–Son objetos que le permiten descubrirse...
–Claro. Es teatro como terapia, como catarsis.
–¿Entonces Vivo es una terapia grupal?
–Las máscaras necesitan charlar porque son muy de presente. Es raro si no. Cuando estaba ejercitando, recuerdo que me pregunté: “¿Esto va a ser el espectáculo, yo hablando con la gente?”. Me sentía extrañísimo. Como director no es la mejor parte, pero como intérprete tiene que ser así. Y observo mucha aceptación. Está bueno el feedback que aparece. Intento que la gente piense en lo que ve, que en teatro a veces es difícil porque de repente uno se tilda. En Vivo, el espectador participa de una creación espontánea, muy honesta, sumamente poética. En general, el mejor halago que recibo es: “Eso lo tenías armado”.
–Como en El vuelo, sigue una línea de relectura del francés Jacques Lecoq. ¿Cómo llegó a interesarse por su obra?
–Es un maestro. Me había formado con Daniel Casablanca, Cristina Moreira, Raquel Sokolowicz y Gabriel Chamé. Y, en 2004, vino a Argentina Thomas Pratki, que fue director pedagógico de Lecoq y, cuando éste murió, armó una escuela, la London International School of Performing Arts (Lipsa). Dio un seminario sobre teatro físico y me becó para ir a Londres. Fue increíble porque se produjo una conexión y yo estaba feliz de ver a un tipo que sabía de lo que me había formado. En Inglaterra estuve haciendo grotesco, melodrama y pedagogía teatral con él. Y al otro año volvió y pasó por mi casa para dar un seminario de máscaras expresivas y becas a mis alumnos. Voy a recordar ese encuentro por siempre porque me cambió la óptica como pedagogo y como director. Por eso me baso en Lecoq, aunque hago una revisión, porque hay cosas suyas que ya no nos sirven como argentinos.
–Hace unos años admitió que le molestaba que lo etiquetaran de “actor experimental”. ¿Aún le sucede?
–Cuando veo que me están por etiquetar, voy para otro lado. Cuando estaba con espectáculos de Sucesos Argentinos, lo hicieron. Entonces, durante algunos años hice sólo espectáculos con dramaturgia: Brazos, quiebran, Felis y El vuelo, sobre textos de Anton Chejov. Y cuando etiquetan mi trabajo unipersonal, lo mismo: el año pasado trabajé en La cocina, donde éramos veinte, y ahora estoy en Hamlet con doce actores. Ojalá uno pudiera elegir más todavía.
–Si se le pone la primera etiqueta, es curioso que haya trabajado a Chejov, que rechazaba la experimentación...
–Sí, totalmente. A Stanivslaski lo odiaba. Chejov me gusta mucho, pero realmente me interesa la experimentación como artista, la idea de ampliarme. No siento que tenga un método afianzado, sino que estoy en constante evolución.
–¿Cuál su modo de entender la improvisación?
–No puedo vivir sin ella. Necesito esa adrenalina que produce no saber qué coño va a pasar. Por otro lado, siento que el género se ha desvirtuado. Uno podría decir que cualquiera puede empezar a improvisar, pero si eso no va acompañado de una visión artística, de una profundidad o una búsqueda de actuación es como tocar la guitarra para fogón: metemos un par de acordes cuando hay muchos. Por momentos, la improvisación fue una especie de dulce para el actor y para el espectador, de inmediatez demasiado paralela a la comida rápida y la televisión. Para mí es un desafío intentar no estar en lo inmediato, bancarme algunos tiempos.
–Queda la variable espacial. ¿Teme no copar el escenario?
–Es un desafío. Y el del Konex, parado frente a 220 localidades, es un espacio difícil de llenar. Yo estoy acostumbrado al Belisario, donde son 50 como mucho. Pero hay cosas que uno comprende mejor con el tiempo y en la improvisación hay una especie de celeridad por construir, de horror vacui. Es como tapar el riesgo. Acá debe ser justo, equilibrado, porque pasarse sería caer en una zona muy mental.
–¿Tiene algún escape, un plan B, en caso de que una máscara y su situación se repita?
–Todas las funciones son distintas. Trato de romper siempre la estructura porque eso me pone más curioso. Intento estar alerta y, cuando reconozco algo, le doy tiempo para que aparezca otra cosa, con calma, porque en el nido de vacío uno tiende al lugar común.
Recibí el CELCIT por email
Cursos que te pueden interesar
• Actuación desde la improvisación