EDITORIAL

 Sumario

 

Ballena y colibrí
por Gustavo Ott

Uno de los descubrimientos más espectaculares de mi vida fue cuando un profesor me demostró que la ballena y el colibrí pertenecen al mismo árbol antropológico y que vienen de la misma raíz. Con mi modesto inglés traté de rebatir esa idea, no solo porque me parecía imposible, sino porque me molestaba.

Pero, con las plumas del colibrí en una mano y el chorrillo de la ballena en la otra, el profesor no me dio tregua: "Ott, no sea necio. Ambos mantienen virtudes esqueléticas comunes a todos los tetrápodos y sus peculiaridades son reconocidas como la transformación extrema de la forma original".

Ese día entendí el arquetipo y comprendí también mejor al teatro en español ­ uno llamado "hispano" en USA y el otro que abarca Iberoamérica -, sus rasgos, sus manías, sus mitos, sus velocidades y sus distancias. Hoy, diez años después de aquella trágica clase en Iowa, comprendo que colibrí y ballena vienen y son lo mismo, desde la más absoluta diferencia.

 

El colibrí entre nosotros

Hace unos meses, ingenieros de mi país reconocían que con la ayuda de máquinas especiales norteamericanas, de sus soldados y fundamentalmente, de su experiencia, el camino desde La Guaira hacia Los Caracas ­destruido por la tragedia sufrida en el litoral central de Venezuela en diciembre de 1999- estaría abierto para estos días con dos vías ­ida y vuelta- que comunicarían los dos extremos de lo que hoy sigue siendo tierra de nadie.

El rechazo a la ayuda desnudó no solo a un gobierno sino a un país en general y a casi cien años de un estilo y forma aficionada de hacer las cosas en América Latina.

De la misma manera, hoy sabemos también, pero no por ingenieros sino gracias a la teoría critica, sobre el daño inmenso que los ideólogos de la educación le hicieron a la cultura latinoamericana -y en especial a su teatro- en el siglo ya terminado, entre nosotros más bien perdido. Hablo de esa relación entre ideología y literatura que decidió los libros por los cuales nos formábamos; los autores que debían influir en nosotros y las ideas que consideramos grabadas en granito histórico. Lo que en principio fue la fuerza noble del intelectual comprometido, -conmovido por las desgracias e injusticias de su continente- terminó por transformarse en un velo distorsionador de la realidad y en especial, en un agente contaminante de la obra creadora.

Bajo esa forma aficionada, se definían posiciones artísticas por ideológicas o por necesidad política. La discusión, por estúpida, nos volvió a todos más o menos estúpidos y a nuestras obra más o menos también. Las obras de teatro del continente se fueron adormeciendo, mientras la narrativa latinoamericana dictaba las pautas no solo de lo que se leía en el Norte, sino hasta cómo se escribiría en casi todo el final del siglo XX.

 

A dos velocidades se llega a ninguna parte

El teatro latinoamericano contemporáneo dejó a un lado la pretensión de una etapa heroica ­histórica, les gustaba llamarla- y se enfrenta a su fragmentación, a la incomunicación casi total entre sus creadores e instituciones, anunciando un vacío conceptual y creativo de tal magnitud que pareciera tragarse a dos generaciones completas.

Se trata de una curiosa situación que se mueve a dos velocidades. Instituciones, artistas, grupos, autores y crítica ­tanto académica como la del espectáculo- caminan apuntando hacia una dirección y una velocidad predeterminada mientras el publico -desde el menos virtuoso hasta el clásico espectador inteligente, consumidor de cultura- parecen ir a otra velocidad, apuntando también hacia otra dirección­ determinados más por la comunicación directa y sus preocupaciones con los temas de su realidad.

La escena -grupos y directores - importan los éxitos y estilos del teatro universal que logran ver con acierto en Nueva York o equivocadamente en Madrid. En algunos casos, ambas capitales parecen una la reproducción de la otra. Cuando la importación no es directa, entonces se copian los códigos, asumiendo un discurso atractivo, pero efímero. Esta es una característica casi única del teatro del Tercer Mundo, moderno en su entrenamiento pero primitivo en su relación con los espectadores que lo sostienen ­por lo menos con el aplauso, que no es poco- y con la idea de los tiempos que les toca vivir.

Nuestra indiferencia con nosotros mismos y nuestro discurso- con lo que podemos decir al mundo en términos conceptuales-, proviene en algunos casos de un encantamiento con lo estético, fundamentalmente importado. He notado que esta fascinación de los artistas de la escena es también consecuencia de una crisis intelectual aguda: siempre será más digerible el espectáculo de lo teatral -esa incansable indagación sobre la teatralidad- que emitir conceptos claros sobre temas de importancia hoy.

Por su parte, la crítica vive del azar. Consecuencia de la suerte, depende de espacios que se abren ya casi por caridad en periódicos y revistas. Las oportunidades se dan al que se encuentre por allí, sea quien sea, desconocidos que a su vez desaparecen a la vuelta de pocos años. En el caso de mi país, Venezuela, los espacios los ocupan gente muy nueva y también muy despreocupada. Se trata de una crítica sin libros publicados, sin relaciones internacionales, a veces amanerada ­llena de maneras, carente de formas-, incapaz de llevar o quitar espectadores ni de confrontar creadores o de quedar como referencia. No hay ya entre nosotros una crítica que haga camino al teatro, sino al revés. Azparren, Moreno y Herrera ­las tres excepciones a esta regla patética-, se acercan cada vez más al terreno de lo esporádico, arrinconados y quizás vencidos por la indiferencia de los medios.

En fin, la crítica de hoy, la que recibe las oportunidades en los mejores diarios del continente, parece a veces una crítica que igual podría estar escrita en cartones de Bingo. Me pregunto si los medios le darían esa responsabilidad a gente inexperta en otras disciplinas, como política o deportes.

En nuestro caso, el tema parece sin importancia. La verdad es que en los medios impresos los temas de la cultura tienen ya el mismo valor que los horóscopos, los cómics y los obituarios. A veces menos que eso. Da la impresión que deseáramos un nivel de riqueza espléndido, reducir la pobreza, indicadores económicos de ensueño, líderes polítcos decentes y educados, medallas de oro en las olimpiadas, es decir, ser civilizados, pero sin cultura. Ser como los franceses, pero sin tanto intelectual. Vivir en una sociedad como la alemana, pero sin cine y escritores criticones. En fin, que los habitantes del continente sean desarrollados, pero estúpidos.

Critica, dramaturgia, directores, grupos, festivales, ediciones, coloquios, todos hundidos bajo este inicio del siglo XXI en un medio teatral de perfil visigodo, es decir, habitantes del medioevo intelectual latinoamericano, amurallados en ciudades avergonzadas por lo que son. Un medio impermeable a su público publico, sin un Guillermo de Bakersville que se atreva a resolver su misterio medieval, ese que solo él comprende porque desde una perspectiva de siglos ha asimilado los convulsos acontecimientos de su propia época.

Cuenta Rosa Montero que frente de su casa vivía una monja de reclusión, de ésas que una vez en el convento, no salen jamas.Treinta años pasaron y todos envejecían y la monja seguía allí. Pero un día, la monja, deshecha en años, tocó la puerta de los Montero.

- ¿En qué pudo ayudarla?- preguntaron los dueños de casa.
- ¿Me permite pasar la tarde en su balcón? ­pidió la religiosa.
- Pero es el único día de su vida fuera del convento, hermana. ¿Por qué quiere pasarlo en el balcón de mi casa?
- Es que desde allí se ve el convento. Y se ve tan distinto.
Como la monja, lo mejor del teatro latinoamericano actual ha decidido pasar sus días, como un colibrí, en el balcón de enfrente. Desde ese balcón tenemos una impresión de afuera; una idea que, a lo lejos, nuestro convento es el más bonito. Sin embargo, es una impresión cada vez menos atractiva. De vieja colibrí que tiene fe, pero que ha perdido el entusiasmo.

 

La ballena hispana

A pesar de compartir caracteres esqueléticos comunes, ballena y colibrí se mueven y son realmente animales distintos. La transformación extrema ­colibrí y ballena- es, para el paleontólogo, también una deformación evolutiva.

Así, el colibrí, a través de constantes vuelos hacia el norte, se ha convertido por cosa de estas mutaciones y principios comunes, en una ballena. Por supuesto, hablo de la ballena hispana. Esa otra nación que escribe en nuestro idioma, que tiene nuestros acentos, que se parece mucho a nosotros, que hace teatro en nuestro idioma -y en el otro- y que hoy pareciera ocupar nuestro espacio, si alguna vez fue nuestro.

La presencia de la cultura hispana es hoy más bien una mezcla en el imaginario colectivo que una propuesta artística compleja. Se trata de un popurrí que va desde la industria del espectáculo y el entretenimiento hasta la menos industrial y atractiva reunión de departamentos de español en casi todas las universidades de la Unión.

Desde los autores de renombre en Norteamérica ­casi toda con influencia clara de Borges y García Marquez- hasta el show business y la monolítica industria televisiva hispana (con casi 20 años de atraso en su calidad, pero con el poder de promoción y de vínculo con su comunidad que ya envidiaría Martín Barbero), la cultura hispana elige a conveniencia el traje que viste día a día. Si el clima de opinión favorece un discurso cultural tradicional, se viste según la ocasión. Si el ánimo es más bien romper con lo existente, pues también hay closet de sobra para lo hispano de hoy.

Me refiero a que esa cultura hispana ­que teatralmente ha logrado casi todos los sueños que la latinoamericana apenas tuvo- no termina de resolver sus acertijos y en especial esa trágica relación tamaño y densidad; ese contrapeso entre el peso y sustento de sus ideas; ese amargo equilibrio entre las influencias y los vínculos con el continente que les dio identidad.

La realidad cruda es que la presencia hispana en los Estados Unidos está aún lejos de encontrarse con sus propios conceptos y, sin duda, vive un proceso de aislamiento con la cultura madre, es decir, latinoamericana. Son ya 30 millones de hispanos los que clonan los mismos complejos, clichés y tendencias que en relación a lo cultural han asumido nuestros pueblos desde hace dos siglos. Entre ellos, esa pasión nuestra por la secesión, la incomunicación, ese alejamiento que sentimos los latinoamericanos con nosotros mismos.

No es que 30 millones de personas ­casi todos viendo Univision y bailando al son de Miami- están leyendo en los vagones del metro la ultima novela del mexicano Stavans o siguen los pasos del chileno Dorffman o se saben textos de la obra del puertorriqueño Rivera. Más bien hablamos de una masa que mantiene lazos comunicantes incontestables con los conceptos mas amplios de identidad, pero también portan las mismas diferencias que entre nosotros existen.

Porque, en esa paradoja y en el medio de todos los acertijos, son los angloamericanos los que le dan el piso literario a Stavans, Dorffman y Rivera. Son precisamente los angloamericanos los que abren esos otoñales Departamentos de Literatura Española en las universidades más influyentes. Y ahora los ingleses o los canadienses. Y, cuando te des cuenta, será casi todo el Primer Mundo. Desde el canon de Bloom hasta esa visión pordiosera y excluyente de nosotros mismos, babeándonos ante la rápida capacidad de reproducción que tiene hoy el pensamiento hispano en los EEUU.

 

Sustituyendo lo sustituido

Cuenta Umberto Eco que Marco Polo describió su primer encuentro con un rinoceronte de una forma especial. Dice que ocurrió en Java y nos cuenta que una mañana mientras observaba la fauna y la flora, se topó de pronto con un animal de gran tamaño que tenía un inmenso cuerno. Dice Marco Polo que no había dudas, se trataba nada menos que de un unicornio. Por supuesto, Marco Polo escribe con alegría su hallazgo y define al animal como unicornio como si los parajes europeos estuvieran repletos de estos bichos. Luego, observándolo más, pudo darse cuenta que esos unicornios de Java eran un tanto feos y no hermosos como los unicornios europeos que todos conocían. No parecían caballos, sino mas bien puercos gigantes. Las patas estaban muy lejos de ser aquellas esbeltas de unicornio que él había acariciado cientos de veces, sino que estas patas de unicornio de Java eran aplastadas, callosas, francamente horribles. Entonces, Marco Polo corrigió su definición del animal. "Esta mañana, dijo, al recorrer los parajes de Java me topé con un unicornio raro: un unicornius feo."

Como Marco Polo y Eco, el nombre de la rosa es otro y distinto al nombre del rinoceronte. Pero la ilusión de la cultura dominante es asimilar lo desconocido a su propia conveniencia. En ese caso, la rosa será rosa y el rinoceronte un unicornio. ¿Es el destino de 30 millones de hispanos que viven en los EE.UU. ocupar el puesto de la idea latinoamericana en la sociedad más importante del Primer Mundo?

¿Trata de encontrar su propio puesto, ser consecuencia de su propia meltin pot, hacerse de nuevo manteniendo convenientes raíces lejanas y principios religiosos más o menos estables o más bien se prepara a desaparecer, sumergida en una cultura mayor?

Pienso que la primera etapa se ha cumplido y de manera terca y artificial se sigue cumpliendo en la idea y lugar común del hispano en los EE.UU.: la sustitución de lo latinoamericano por la cultura hispana. Centros de investigación, universidades y hasta revistas literarias han sustituido la presencia de la cultura latinoamericana ubicada en el subcontinente por la hispana. En algunos casos, quizás los más grotescos, la asimilan como una sola. Ya no es la narrativa argentina contemporánea o la poesía brasileña o la reflexión de lo más granado de la actualidad mexicana. Se trata más bien de esa narrativa que añora lo argentino desde Brown y en edición bilingüe, esa poesía con toques guatemaltecos en Irivne y con recitales para-bolivianos en la escuela de filosofía de Iowa University, reivindicaciones e ideas mexicanas sobre el antiimperialismo de Columbia University con su foro Wasp para los seguidores de Warren Beaty. Latinoamérica queda entonces como una reflexión lejana, como un campo de recuerdos útiles: historia y leyenda negra que justifica casi todas las pretensiones de sustitución. En fin, Latinoamerica queda como algo que vivió pero que ya no existe.

El segundo destino pareciera comenzar a desarrollarse en esta nueva era de la hispanidad en USA: su anexión al meltin pot. Después de todo, las culturas europeas de inmigración ­fundamentalmente italiana e irlandesa- vivieron un proceso semejante y ya hoy nada es tan norteamericano como la pizza y el día de San Patricio. Los nombres de la cultura europea se mezclaron e influyen en su entorno, se acoplan, alejándose cada vez más de sus orígenes porque hay ahora un origen nuevo en Nueva York, Chicago o Los Angeles, diluyéndose todos los compromisos gracias a los éxitos de tercera y cuarta generación.

La sustitución de la cultura latinoamericana ­la subcontienental- por aquella realizada por la población hispana residente en los Estados Unidos es consecuencia del mismo principio que aplicó Marco Polo frente al rinoceronte, actitudes que están con nosotros también desde hace ya 500 años.

Si el primer europeo que se vio frente a frente con el rinoceronte no tuvo reparos en sustituir su presencia con lo previamente conocido, así el aporte intelectual y creativo de Latinoamérica se enfrenta a los lugares comunes destinados a la supresión de una cultura por otra. Ya no es Argentina, Chile, Panamá, sino las percepciones hispanas y de lo hispano que se respira y exporta en Adams Morgan, California, Pequeña Habana y el imaginario newyorican de New Yersey.

Esa cultura hispana genera ya no un teatro hispano en los centros legendarios de Avante en Miami, GALA en Washington o Repertorio Español en NY, sino que ha aprendido a escribir desde lo hispano y "en hispano", pero en inglés. Aunque en algunos casos las obras elegidas responden a los clichés menos elaborados y más sobresalientes que sobre la cultura latinoamericana tienen los norteamericanos de fin de siglo; el machismo, la influencia necia de lo religioso y la familia en la sociedad -monopolio exclusivo de las sociedad hispanas, como todo el mundo sabe- y, ¡no faltaba más!, mucho realismo mágico, gente que vuela, espíritus que se aparecen, hormigas que portan una sentencia trágica y que llevan mensajes desde el más allá. Además de la asimilación del realismo con su único tema: la violencia -como se sabe, la violencia es cosa de hispanos y nadie nunca en ninguna parte del mundo la utiliza para nada -. A esto añaden al cóctel
hispano las fantasías eróticas ­y la represión sexual­ muy, pero muy hispano, con malas palabras y spanglish jocoso.

Los personajes de muchas de estas obras hispanas son también consecuencia de lo más granado del lugar común y de lo convencional del latinoamericano: mujeres que se llaman María, todas muy pobres, con un padre abusivo o dictatorial y con una madre llorona que tuvo un pasado terrible y sus hermanos, uno homosexual reprimido ­sin duda, cosas de hispanos- y el otro, un deportista bueno personificado por alguien llamado Jesús. Para simplificar: los hombres, que son todos abusivos e imbéciles y las mujeres, todas sensibles, eso sí, muy maltratadas las pobres.

En fin, se trata del hispano que aspira a pasar por desgraciado, portador de los estigmas milagrosos del sufrimiento, disfrazado de víctima para ocupar su lugar en esa nación y en la noción que de la cultura latinoamericana tienen en el norte. Un teatro que, al contrario del nuestro, parece dirigirse monolítico a una sola dirección. La ballena nada indetenible a ocupar todos los lugares posibles para su reproducción.

 

El idioma

Magnificando la escala necesariamente no se gana altura. Cuando era niño, mi mamá le gustaba medirme frente a una vieja puerta que llevaba tallados con un cuchillo las marcas de mi crecimiento. En la noche, cuando mamá dormía, asaltaba la puerta y subido en una silla, trataba de hacerla más alta porque, claro, yo quería ser alto y devolverle los golpes a mi vecino, Jesús, un gigante que le gustaba pegarme a mansalva. A medida que magnificaba mi talla, me sentía mejor; mis músculos endurecían, me veía más fuerte y ágil. Pero el resultado era el mismo: notcaut en el primer asalto y sin poder pegar un golpe.

Si hablar español es de lo mas "in" entre los adolescentes Wasp de América, eso no quiere decir que todos quieran ser bilingües. El hecho irremediable de que los autores hispanos de tercera generación apenas puedan hablar el español no les convierte en académicos del spanglish y -contradiciendo de nuevo a mi amigo Ilan Stavans, quien cree que el spanglish es un idioma- el que gran parte de esa población hispana no pueda hablar ingles y haya perdido referencias cruciales con el español no les convierte en pioneros de un idioma nuevo. Más bien les ubica en un territorio delicado, donde, en algunos casos extremos, se les hace imposible comunicar lo que sienten a través de lenguaje o, menos que eso, lo pueden hacer simplemente a través de monosílabos y metalenguaje.

Jean Claude Carriere decía hace poco que lo que más le preocupa del tema del fin de los tiempos es, precisamente, el fin de los tiempos gramaticales. ¿Qué ha sido del futuro perfecto?, se preguntaba. "¿Qué del pretérito indefinido? Casi nunca se utiliza el imperfecto del subjuntivo. ¿Qué son los tiempos gramaticales sino una tentativa minuciosa de nuestras mentes precisas, meticulosas, de abarcar todas las formas posibles, todas las relaciones que mantenemos con el tiempo dentro de nuestra acción, de nuestro pensamiento? Y sobre todo, ¿qué es la conjugación? Un intento de pensar y expresar toda la diversidad de las situaciones en el tiempo, lo que es, claro, una tarea imposible."

¿Será que al perder las posibilidades del español esa población hispana esté también perdiendo la habilidad mental de utilizar todas las formas posibles de Latinoamérica? ¿Estaremos perdiendo con el lenguaje también nuestra capacidad de relacionarnos con lo que somos? ¿No es el fin del lenguaje el primer indicio del fin de una sociedad?

En lo específicamente literario, pienso que son precisamente esas imposibilidades formales de comunicación las que conmueven y revelan a una sociedad -o un grupo, una minoría en este caso, la hispana- que está obligada a enseñar las garras en el mismo momento de su derrota, tal y como lo refleja José Rivera en su obra. La forma en que ocurre ese desprendimiento del lenguaje contiene referencias trágicas de primer nivel, así como ese carácter abarrotado del lenguaje, muchas veces incapaz de definir las cosas existentes -a la manera de García Marquez- y que se convirtió en la propuesta literaria en español de mayor dimensión en el siglo XX .

Y esta pérdida del lenguaje ­auspiciado ahora por la inteligencia hispana- no forma parte de esta tendencia universal hacia el fin del sujeto, sujeto también gramático como social. Esta era de la masificación que promueve la ausencia de pensamiento, la mezcla del lenguaje, la incapacidad de comunicación, sin preocupaciones. En fin, hablo de las preocupaciones que definen cualquier cultura ­de 30 millones o de 5- , esas preocupaciones que han estado allí siempre: el tema del destino del hombre, la muerte, el abuso del poder, la imposibilidad del amor.

Los acertijos de la cultura hispana en USA siguen allí agigantándose con el alimento mismo de su influencia pero también partiéndose en pedazos por todos los Estados Unidos, diferenciándose unos de otros, haciéndose irreconocible unos con otros. La cultura negra tardó dos siglos en desenmarañar su acertijo y las respuestas culturales han sido de una influencia tremenda en el pensamiento y la cultura universal. El jazz es un acertijo americano, no la salsa, ni Ricky Martín, que ya estaban aquí desde hacia tiempo. Creer que el spanglish es uno de esos acertijos es como creer que el rap define la cultura afroamericana de fin de siglo. Pues no lo es.

John Leguizamo decía que si uno observa bien la trilogía de Guerra de las galaxias o la vieja Viaje a las estrellas notará que no hay ningún hispano allí. Eso quiere decir que no cuentan con nosotros en el futuro. Dejando a un lado la gracia, me parece que el tema del futuro es ciertamente uno de los grandes acertijos de la hispanidad en EE.UU.. En nuestro caso, se trata de un futuro imperfecto, el de una sociedad que insiste en desvincularse de los elementos más importantes de su tradición. Si el movimiento de los derechos civiles impulsado por los afroamericanos en Estados Unidos llegó a creer que debía regresar a Africa ­tanto espiritual como físicamente -, pues el acertijo hispano parece desplazarse a cuenta gotas por esa misma dirección. A ese futuro perfecto que introduce el pasado en el futuro, habrá sido hecho por una misma y distinta cultura en español.

En fin, me gustaría ver al colibrí y a la ballena ya no siendo iguales, sino distintos e iguales otra vez. Me gustaría ver en qué sentido el teatro latinoamericano se encontrará con su público, si finalmente lo tiene. Quisiera saber si vamos a desenterrar todas las dudas que tenemos a la hora de escribir con las herramientas del estilo. Quisiera tener la seguridad de que ahora no me dirán a quién leer, por muy conveniente e ideológico que sea. Quisiera que pudiéramos llamar a esas máquinas americanas para que arreglen las vías destruidas y que eso no signifique otra cosa que no sea ésa. Quisiera saber si alguna vez nos vamos a entender, a pesar de hablar el mismo idioma.

Finalmente, como Eco, me gustaría ver a Marco Polo no enfrentado a un rinoceronte por vez primera, sino a un ornitorrinco. Ese animal mitad pez, mitad lagarto; que tiene cuerpo plano pero con pelos; no tiene cuello pero posee una cola de castor, tiene pico de pato pero sin orejas, tiene con garra y vive bajo el agua como la ballena, pero sale a la superficie como el cocodrilo. Un bicho extrañísimo que pone huevos pero amamanta a sus cachorros aunque no tiene pezones. Un animal al que no se le ven los testículos pero que tiene su leyenda erótica. En fin, pájaro, pez, pulpo, castor. Es decir, nosotros. Como dice Carlos Fuentes, "los que venimos de España."