El cruce del
Riachuelo
por Adriana Genta
“Son tan oscuras de entender
estas cosas interiores, que quien tan poco sabe como yo,
forzado habrá de decir muchas cosas superfluas y aún
desatinadas para decir alguna que acierte. Es menester tenga
paciencia quien lo leyere, pues yo la tengo para escribir lo
que no sé; que cierto algunas veces tomo el papel como una
cosa boba, que ni sé qué decir ni cómo comenzar.”
Santa Teresa de Avila (Patrona
de los escritores)
Toledo, 3 de junio de 1577
Quién pudiera escribir como
Teresa, desde el centro mismo del amor. Peleo una a una las
palabras: busco, escribo, leo y releo, tacho y rescribo y
agrego y reubico y en el medio de la batalla descubro que el
problema, por supuesto, no son los vocablos sino el desde
dónde, el para qué y el hacia quién. Cómo me cuesta la
escritura como un acto de entrega, como un ejercicio de
piedad, como un servicio. Con qué facilidad confundo la
expresión del amor con las muecas desesperadas del ego.
Lo que voy a intentar
transmitir aquí es un testimonio. Lo escribo por si pudiera
llegar a ser de alguna utilidad para alguien, además de
servirme a mí (porque siempre obtiene alguna ganancia quien
logra comunicar algo desde los ocultos pasadizos de la
imaginación, los afectos, el alma). Aquí no hay teoría.
Sólo un relato y un poco de reflexión alrededor de una
realidad, unos cuantos sentimientos y algunos hechos. Las
palabras salen como pueden. Los párrafos se distribuyen sin
demasiado orden. Esta escritura es una batalla inacabada entre
un narcisismo tirano y una voluntad de cambio. Hay heridas,
gemidos y despojos. También hay esperanzas y ansias de
reconstrucción.
Atravieso el puente Uriburu
hacia Avellaneda. Paso sobre la rúbrica grasosa y oscura de
una ciudad que se pierde en el laberinto de sus propios
espejos, que se niega a asomarse a la otra geografía –inmensa,
diversa, ajena para ella– con la que forma esa forzada
asociación que llaman “patria”. Ya nadie le dice “la
Reina del Plata”, pero ella no se da por enterada y
despliega su pompa y exhibe su cetro con aires de espléndido
monarca. Dentro de sus murallas, hijo bastardo de su economía
pero pichón de su soberbia: el teatro. Y dentro del teatro
yo, desorientada, harta de la inutilidad de tantos gestos que
ya no comunican, incapaz de generar lo nuevo o de recuperar
aquellos estremecimientos poéticos de un Sánchez, un Arlt o
unos Discépolo, que iban y venían desde el corazón del
pueblo hasta las pedregosas orillas del arte.
Hace un tiempo, algo se
sacudió dentro de mí. Venía de investigar la relación
entre el erotismo de la mujer y la creación literaria a
través de la poeta Delmira Agustini, sus versos y su destino
sangriento. Esa investigación apasionada se convirtió en la
obra La Pecadora, habanera para piano. Siguiendo con lo que
consideré otra manifestación de la erótica femenina,
llegué a Santa Teresa de Avila, ansiosa por desentrañar los
vínculos entre el amor místico y la escritura. Esperaba
encontrarme con una atractiva expresión de la histeria en su
más refinada versión. No resultó así. En realidad, sin
proponérmelo, estaba asomándome al misterio de la santidad.
Di con una mujer capaz de un amor intenso, tan intenso que la
transportaba al éxtasis, tan totalizador que la hacía dejar
todo por el Amado (la casa, la promesa del hombre, la familia,
la seguridad, el bienestar de su clase), un amor tan vigoroso
que la impulsaba a trabajar sin descanso aún en medio de las
enfermedades, tan estimulante que le daba el coraje para
escribir largamente en pleno siglo XVI, en medio de los
embates de la Inquisición y cuando las mujeres,
mayoritariamente, ni siquiera sabían leer. Para escribir por
y sobre el amor a Dios, se aventuró a la más bella y
profunda descripción del alma, sus estremecimientos, sus
miedos, sus miserias, sus esperanzas. Y allí quedé yo, luego
de leerla, seducida y transformada por su palabra predicante.
Guiada por Teresa de Ahumada, yo -cazador cazado- volví a la
casa del Padre y me reencontré con el Cristo del amor sin
límites, aquel que despreció el poder y las riquezas y dijo
al rico: “Ve, vende todo lo que tienes y dáselo a los
pobres”. Cobraron en mí nueva fuerza el profundo disgusto
con el modelo socio-económico (su versión empeorando cada
día), la conmoción frente al dolor de los desamparados y la
urgencia por renovar la esperanza activa de un mundo más
justo. No me desanimaron la sarta de adjetivos
descalificativos con que yo misma intenté detenerme:
sesentista, moderna anacrónica, delirante mística, idealista
adolescente, ingenua. El psicoanálisis de muchos años había
logrado atenuar la angustia, pero no consiguió desmantelar
esa zona de la culpa hacia donde se escurren y golpean -entre
otras- la visión de los niños intentando subsistir en las
calles de Buenos Aires. Desde ese pequeño territorio de mi
alma sobreviviente de los desencantos, de la avalancha
neoliberal y del cinismo posmoderno, el Dios del amor me
obligó a mirar sin disimulos a mi alrededor.
Pertenezco a una Argentina
(aclaro que no nací aquí pero nunca me he sentido forastera
ni me lo han hecho sentir y han diluido mi extranjería
fundiéndome en sus gozos y en sus padecimientos). Pertenezco
a un país –decía– que se desangra sin la
espectacularidad de la guerra pero con la silenciosa roedura
del hambre. Están los niños y las niñas que mueren
desnutridos, los que se guarecen en los rincones inhóspitos
de las estaciones, los torturados en las comisarías, los que
se amontonan vejados en los “institutos”, con penosos
pasados, inciertos presentes y futuros imposibles. Están los
hombres sin trabajo, golpeados en sus estómagos y en su
dignidad. Están las mujeres desbordadas de hijos, abandonadas
por esos hombres sin trabajo. Están ellas mismas sin trabajo.
Están los adolescentes tirados en mugrosas esquinas,
durmiendo el sueño de los sin sueño, las pesadillas del
pegamento, las noticias de la muerte. Están los jóvenes
aturdidos a los que el mundo desatento y brutal ha puesto un
arma en sus manos después de prolijas lecciones sobre cómo
despreciar la vida de los prójimos, dictadas por la alevosía
o la indiferencia de respetables ciudadanos que van a misa,
ocupan bancas, se broncean en barrios privados o se desposan
en las revistas. Están los indocumentados de todas las razas,
hacinados en socavones, explotados por nosotros o por sus
propios paisanos, colaborando con nuestra particular versión
de la aldea global. Están las muchachas maltratadas en el
cuerpo y en la esperanza, despedazada su inocencia, vendidas
en la noche de su desamparo, tempranas visitantes del dolor.
De todo esto da voces la Argentina. O mejor dicho, grita.
Pero desde el teatro, no la
escuchamos. Estamos atentos a otros discursos. Registramos
otros sonidos, dirigimos nuestras miradas hacia los espejos
que arrojan el eco de nuestras propias imágenes o hacia las
nórdicas lejanías de los festivales. La producción y la
estética teatral tienen sus barrios y sus parroquianos
vivimos la fantasía de la diferenciación. Sin embargo, todos
juntos, pese a la heterogeneidad, no somos más que
manifestaciones de una misma clase media que dispone de y
apela a diversos recursos económicos y formales. Por supuesto
hay diferencias en el talento, en la ética, en los lenguajes,
en la coherencia entre discursos y productos, en la
honestidad, en el grado de pasión, en los móviles, en la
entrega. También hay excepciones que son justamente eso. Me
refiero a generalidades y a tendencias, consciente de que las
pluralizaciones tienen el inconveniente de aplanar y ocultar
lo singular y lo incipiente. Pero creo no equivocarme cuando
concluyo que la mayoría de los teatristas estamos dando
cuenta sólo de una realidad muy parcial dentro del conjunto
de conmociones de nuestra gente. Y uno de los desafíos del
creador es alcanzar el centro mismo de su espacio y de su
tiempo.
Creo que la dictadura y el plan
permanente de arrasamiento de las fuerzas de lucha y de las
voluntades de cambio ha tenido un penoso éxito no sólo
socialmente sino (y lo que es peor) adentro de nuestras
cabezas y nuestros corazones. Nos golpearon duro y hemos
quedado maltrechos en zonas vitales de nuestra condición
humana en general y de creadores en particular. La defensa de
lo colectivo, la solidaridad, la renuncia, la verdadera
humildad, el compromiso con los demás se volvieron bienes en
baja en la bolsa de valores del mundo. Nos hicimos mucho más
individualistas, menos solidarios, menos generosos, más
indiferentes, menos compasivos, más cobardes. Lo descubro en
mí con espanto.
Repasé lo actuado desde los
tiempos de la derrota. Y comprobé que había hecho demasiado
poco -casi nada-. La pérdida de la esperanza me había
llenado de cinismo y la necesidad de no sentirme tan vil me
arrastró a ciertos malentendidos, como creer que formaba algo
así como “hermandades del bien” (el desprestigio de lo
colectivo hace cada vez más difícil dar nombre a las
asociaciones) porque nos juntábamos entre quienes alguna vez
habíamos intentado la felicidad de las patrias y todavía nos
hacíamos guiños desde discursos volátiles, que –como
plantas aéreas– habían perdido noticia del trayecto de sus
raíces. Es necesario aclarar que en el campo de lo personal,
dentro del teatro, hice –y mantengo- amigos entrañables,
aprendí de maestros generosos y me enriquecí compartiendo
experiencias de trabajo con gente de talento. Considero que
como dramaturga, he recibido más de lo que he dado. Mi
disgusto no es personal, en tanto individualidad. Me refiero
al teatro y a sus integrantes como lugar y agentes de la
acción artística y profesional en relación a nuestra
comunidad y a nuestro momento histórico. Comencé por tratar
de analizar los hechos en mí. Admití que lo que me empeñaba
en creer que era la apasionada persecución de la creación y
sus misterios, era en gran medida la mezquina tarea de
intentar construir mi “carrera”, mi pobre carrerita hacia
ninguna parte (porque sólo el volverse más generoso es
llegar a algún lugar), mi inútil esfuerzo por armar una
versión culturalmente aceptable de mí misma. Y sentí a la
vez vergüenza por mi miseria, culpa por mi egoísmo y
remordimiento por haber caído bajo la seducción de
lamentables cuentos del tío como “el éxito profesional”,
“la seguridad material”, “la especificidad del artista”.
Necesité revisar dónde estaba parada y averiguar qué estaba
haciendo en concreto. ¿Por qué no emprendía algo real por
esos niños (también hijos míos) cobijados en cunas de
cartón sobre los duros escalones del subte? ¿Por qué si me
conmovía tanto ante el dolor de los despojados mi literatura
no se hacía cargo? Supuse lo más obvio: porque no andaba con
ellos. Porque la organización socio-cultural que padecemos y
mi egoísmo los habían excluido de mi cotidianeidad. Porque
fueron un compromiso negado durante los años en que el esmero
por ahuyentar las culpas silenció las responsabilidades. Mi
actividad desde el teatro no me proyectaba hacia la
imprescindible acción solidaria que la realidad apremiante
pide a voces. ¿Y cómo modificarlo? Nunca tuve condiciones
para ser generadora de proyectos colectivos ni talento para
convocar y tampoco encontré dentro del teatro lugares donde
arrimarme a trabajar guiada por otros más esclarecidos, más
valientes. Entendí que el primer territorio a modificar para
hacer estos tiempos menos injustos y más humanos es mi propia
individualidad. A la luz de la fe mis limitaciones y miserias
resaltan más. Era (y sigue siendo) imprescindible trabajar mi
exacerbado narcisismo y sus secuaces: la soberbia, el
egoísmo, la cobardía, la competencia, la ambición. Y el
teatro no me resultaba un lugar muy propicio para emprender la
ardua tarea.
No se precisa que haya grandes
movimientos históricos para definir de qué lado se está.
Aunque tienen poca prensa, existen los que todavía luchan en
estos días de desaliento. Son los imprescindibles de Brecht.
Sentí que aún estaba a tiempo de buscarlos y juntarme con
ellos para aprender y hacer. Tuve la suerte de encontrarlos y
que me aceptaran a su lado. Me uní a un conjunto de niños,
jóvenes y adultos que trabajan colectivamente para “que los
chicos tengan un destino más justo que la calle”. Allí
siento que mi accionar tiene un fin y un sentido. Y aprendo.
Aprendo de los educadores con su admirable capacidad de
entrega, de lucha, de reflexión, de esperanza, de ternura.
Aprendo de los jóvenes, de los adolescentes y de los niños
con su increíble fuerza de vida. Es un aprendizaje muchas
veces difícil porque va a contrapelo de los discursos
oficiales, de la cultura bienpensante, de la aparente lógica
del mundo y de mi deformación de años de miopía e
individualismo.
Todas las mañanas atravieso el
Puente Uriburu hacia Avellaneda, rumbo a la esperanza. Durante
el viaje voy leyendo a Santa Teresa. Por ahora no estoy
escribiendo teatro. No por eso creo haber abandonado mi
condición de teatrista. El oficio es el mismo, pero la
estrategia es otra. Dejé de acosarme con la presión de
producir, la preocupación de ser estrenada, de tener
difusión y reconocimiento. Mi búsqueda como dramaturga
continúa aunque no indague específicamente en las fuentes
teatrales. Confío en que por este camino voy a comenzar a
lograr la ansiada fusión entre literatura, amor y servicio.
Ese día (dentro de algunos años o esta misma noche) volveré
a escribir. A mí sólo me toca disponerme. El resto es tarea
del devenir y de Dios.
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