El teatro no
existe
por Juan Carlos De
Petre El
teatro no existe sin el hombre que lo realice.
Nada,
absolutamente nada existe sin el hombre que le otorga al acto
o a la acción un nombre propio, aquél por el cual diferencia
ese hacer de otros.
Hablar del
teatro histórica... mente,
semántica... mente,
estética... mente,
social... mente,
psicológica... mente,
antropológica... mente,
cultural... mente,
puede ser nada más que eso: mente.
No se trata de
invalidar el pensamiento y su especulación, sí de ponerlo en
su lugar. El gran peligro del intelecto, cuando funciona
separado de
otros mecanismos humanos, es que termina construyendo
realidades incorpóreas, produciendo teorías o
conceptualizaciones difíciles de adaptar al régimen
viviente. De allí el fracaso, la impotencia de la creación;
de allí el vacío del actor, la burocracia de los directores,
el oficio mecánico de los dramaturgos.
Cuando se habla
de teatro, se habla de hombres que lo hicieron o que lo hacen,
y ha quedado históricamente comprobado que cuánto más
ligado a sus vidas, cuánto más comprometido con sus
existencias, más valioso y esencial es o ha sido su arte. La
fidelidad no debe verse como un canon moral restrictivo, sino
como uno de los procedimientos efectivos para conquistar la
unión. La coherencia entre boca y palabra, entre cuerpo y
energía, entre lenguaje y significado, entre percepción y
mirada, entre sensibilidad y alma, entre espíritu y amor, es
el resultado de la victoria alquímica sobre la separación
para conseguir la unidad. La obra cristaliza cuando sus
elementos unidos se han volatizado y han ascendido poniéndose
en contacto con otras calidades de materia, descendiendo luego
hasta fijarse en el polvo. La transmutación depende de la
tenacidad, de la paciencia, del conocimiento y al fin del
milagro al que sólo pueden aspirar quienes -por dedicación
leal, por compromiso inalterable- lo merecen.
Dicha
transformación (transformación es dicha) deviene uno de los
destinos humanos más elevados: hacer un esfuerzo voluntario
para dejar de ser una forma y vestirse de otra más
evolucionada, termina siendo sin duda, una de las grandes
misiones humanas. Morir definitivamente a la muerte rutinaria,
natural y repetida, para habitar en una vida más respirable
es -aunque no todos puedan formularlo racionalmente- una
aspiración latente en cualquiera: la angustia, la
desesperación, la infelicidad, la destrucción, el
desconsuelo, tienen su causa en la imposibilidad de conseguir
esta conversión.
Analógicamente:
cada hombre auténticamente teatral, es decir, aquellos que
han asumido como camino y conducta de sus existencias este
ejercicio, han producido siempre el mismo fenómeno: han
transformado el teatro, lo han "mutado", le han
descubierto otra manera de vivir. Cada creador real vuelve a
nombrar el teatro, lo designa por primera vez.
El teatro no se
puede salvar ni ser redimido, el teatro no puede defenderse ni
ser protegido, el teatro no es bueno ni malo, el teatro no
está en decadencia ni se ha revitalizado, el teatro no educa
ni instruye, el teatro no piensa ni sufre... el teatro
simplemente no existe, no es. Existe el hombre que lo hace y
cuánto más desarrollado este hombre más desarrollado su
teatro: podrá mostrar que el cambio es posible o que la
posibilidad es el cambio, antes que nada del mismo teatro.
La teatrología
o la ideología del teatro, cualquiera sea ella, ha causado
los mismos estragos que la ideología política. Militantes
anulados, inservibles, estériles, desilusionados,
comprendieron el error suicida que implica poner una idea por
encima de la vida, los plexos axiológicos mutilan: los
líderes verdaderos son la misma doctrina. Después de ellos
solamente quedan libros, estatuas, discursos, banderas.
Stanislavsky, Craig, Brecht, Grotowski, Kantor, son nombres
teatrales; sin hombres como éstos, teatro es una palabra
hueca, en el mejor de los casos signo de representación, en
el peor: sinónimo de ficción.
Eternamente la
existencia será el misterio, descifrar el enigma ontológico
es la práctica trascendente irrecusable de toda entidad
consciente: así como todos los días y a cada momento la
persona se pregunta y se responde sobre su vida, del mismo
modo quien hace o pretende hacer el teatro, debe obligarse a
contestar idénticos interrogantes. El ser y su obra o la obra
del ser están en permanente movimiento, en constante
realización; no habrá peor mal que condenarlos a una
estructura anticipada, el pecado imperdonable será negarles
el desarrollo al que tienen derecho como criaturas
independientes y únicas que son.
El teatro no
existe, sólo es posible en el hombre dispuesto a concebirlo.
Toda concepción espera en la virtualidad el beso del
príncipe que la despierte y le obligue a vivir, dando
testimonio una vez más, del portento de la manifestación y
de la gracia creadora.
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