HACER TEATRO HOY. MONÓLOGOS
España
Por Rodolf Sirera
A menudo pienso, cuando asisto a la representación de
algún monólogo –hecho cada vez más frecuente:
los monólogos dominan insidiosamente las carteleras de nuestras
ciudades– que esta tendencia no es sino un fruto más de los
profundos cambios a los que se vio sometido el teatro en las últimas
décadas del siglo XX. Y me asalta la duda de si una parte importante
de estos cambios son verdaderamente consecuencia de la evolución
estética de nuestro arte y del esfuerzo del dramaturgo por mantenerse
en permanente sintonía con el espectador (lo cual, operando por
reducción, podría querer decir algo tan simple como que
el espectador contemporáneo “entiende mejor” el discurso
de quien habla solo que de quien comparte; y que se ve reflejado con mayor
propiedad en el personaje solitario que desde el escenario nos hace partícipes
de su experiencia, nos inquiere o nos interpela, que no en aquel otro
que “convive” con los demás personajes, y es de esta
convivencia de la que nosotros, espectadores, extraemos lección
o placer).
Quizá la explicación de dichos cambios sea otra,
probablemente más compleja, y en la que se mezclan las opciones
estéticas con determinados requerimientos y limitaciones muy concretas,
consecuencia en gran medida de la evolución de las condiciones
de producción en los últimos tiempos. Quiero decir que el
constante incremento de los costes del teatro, sensible a partir de los
años 70, unido a la progresiva desactivación de las compañías
tradicionales estables; la aparición, enfrentado al teatro conformista
y burgués, de un teatro de agitación y compromiso, de corte
vocacional, al menos en sus inicios, y la retracción del repertorio
–consecuencia de los factores antes enunciados–, todo ello,
en fin, ha acabado favoreciendo propuestas escénicas que, independientemente
del camino estético elegido, coinciden todas ellas en contar con
una presencia actoral cada vez más reducida.
No sólo las piezas se hacen más cortas –lo
cual no quiere decir forzosamente más intensas– y en virtud
de esa reducción van perdiendo actos y entreactos, para desesperación
de los espectadores amigos del tabaco y las relaciones sociales, hasta
ofrecerse hoy mayoritariamente sin interrupción, sino que el número
de actores va disminuyendo aceleradamente, y en la actualidad resulta
suicida para un dramaturgo desarrollar un texto en el que el número
de personaje exceda de la media docena más bien corta (es decir,
cinco mejor que seis; cuatro resulta un buen punto de partida; con tres,
las posibilidades de puesta en escena crecen considerablemente...)
En estas condiciones, el monólogo parece venir a resolver
parte del problema. Digo parte y creo que digo bien, porque no siempre
lo que se nos ofrece es un texto pensado desde la soledad de un personaje,
o concebido para romper esa soledad enfrentándola a “los
otros”, cuya presencia se reconoce y se integra en la acción
(cuando el actor habla directamente a los espectadores). A veces un espectáculo
deviene monólogo no por una exigencia estética, sino por
una simple necesidad de producción. Y, así, he visto algunas
grandes obras del teatro universal adaptadas –“reducidas”–
para un solo actor. Pero no nos engañemos: aunque un pasaje del
“Don Giovanni” pueda ser punteado en la guitarra, en aquella
melodía “no estará” Mozart en toda su genial
plenitud, tan sólo un trasunto.
El monólogo cansa, a mí me cansa como espectador,
sobre todo porque la mayor parte de las veces lo siento como algo incompleto,
algo que es así porque las circunstancias no le permiten ser de
otra manera: sólo en condiciones muy excepcionales (un texto de
potencia inusual, un personaje intenso y lleno de matices, un buen artificio
que justifique la soledad escénica de dicho personaje y, sobre
todo, un actor que sea capaz de encarnarlo con plena autoridad) doy mi
brazo a torcer. Y, por supuesto, no tengo nada que objetar al monólogo
que sirve fundamentalmente –y a veces casi exclusivamente–
de soporte para desarrollar una brillante exhibición actoral, llámese
el actor Darío Fo o Rafael Álvarez “El Brujo”.
Dicho todo lo cual resulta contradictorio reconocer que, para
quien esto escribe, su último trabajo escénico haya consistido
precisamente en adaptar para el teatro la novela de Albert Camus “La
caída..”. que, incluso en su forma original, no es otra cosa
que un largo monólogo. Valiéndose de dicho recurso, Jean-Baptiste
Clamence, su protagonista, realiza una desengañada y lúcida
revisión de lo que ha sido su vida hasta entonces, y confiesa sus
culpas para obtener así el derecho a juzgar a los otros –a
juzgarnos–. Confesión que ejecuta, sin transgredir nunca
la convención de la cuarta pared, ante un invisible acompañante.
Es decir, recurriendo a un artificio teatral.
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