Editorial. LA CRÍTICA EN TELA DE JUICIO: ¿QUIÉN NECESITA AL CRÍTICO?
Por Josette Féral

“Los críticos juzgan la obra y no saben que son juzgados por ella”
Jean Cocteau

Domingo 12 de julio de 1998. Francia y Brasil se enfrentan por la Copa Mundial de Fútbol. Francia va ganando tres a cero. En algunos minutos terminará el partido. Contra todos los pronósticos, contra todos los críticos deportivos, por primera vez en su historia Francia gana el partido, entrando así en el selecto grupo de ganadores de las copas mundiales. La alegría popular no tiene precedentes: más de un millón de personas se reúne en los Campos Elíseos. Toda Francia se reconoce en ese equipo: azul, blanco, árabe, negro.

Pero apenas terminado el partido, las cadenas de televisión difunden la imagen de un colérico Aimé Jacquet, entrenador del equipo francés. Su cólera no se debe al hecho de haber ganado, de eso está encantado; su cólera se desencadena contra los críticos, en particular contra los del diario L’Equipe, el cotidiano deportivo que leen todos los aficionados. Durante los dos años que duró el entrenamiento, los críticos deportivos no dejaron de cuestionar cada uno de sus actos. Denunciaron su incompetencia, lo mal que seleccionaba a los jugadores, sus técnicas de entrenamiento... en resumen, para los críticos y los periodistas, en particular los del diario L’Equipe, Aimé Jacquet no tenía el nivel requerido. “Una pandilla de rufianes”, rugirá Jacquet la noche de la victoria, al referirse a los críticos. Algunos días después reiterará su opinión en términos igualmente fuertes: La Copa del Mundo “debe ser la recompensa para quienes han trabajado duro y no para quienes se aprovechan, esa gente que gravita alrededor del fútbol profesional y que va a seguir aprovechándose” (1)

Por supuesto, “los que se aprovechan” son los críticos y los periodistas. Durante dos años, Aimé Jacquet trató de mantenerse alejado de ellos y durante los dos meses de juegos –en octavos, cuartos de final, en semifinales y en la final- se negó a leer lo que escribían. Corrió un tupido velo sobre los medios de difusión, alejado de la prensa escrita. Y finalmente, el equipo de Francia ganó y esa victoria le dio la razón al entrenador, a su trabajo, a sus selecciones. Invalidó lo que pudieron pensar los críticos durante todos los entrenamientos preliminares y los primeros partidos. Los hizo callar. Final de esta historia.

Este pequeño desvío hacia el deporte nos presenta por el camino más corto y de manera muy diáfana las posiciones habituales de todo artista enfrentado a la crítica. El paralelo acerca el deporte al arte. Afirma, o reafirma varios puntos: la convicción de artistas (y deportistas) de que la acción (“quienes han trabajado”) es superior al comentario parásito de los comentaristas (“los que van a seguir aprovechándose”); la distancia que opone a veces, por no decir con frecuencia, a los críticos y al público; (2) y por último, vuelve a plantear la cuestión del papel del crítico: ¿debe comentar, analizar, juzgar lo que somete a su mirada? ¿debe tener empatía por el trabajo del artista (o del deportista)? Por el contrario, ¿debe mantenerse ajeno a la empresa sin tratar de comprender las etapas que se van desarrollando? ¿Se debe contentar con analizar los resultados manteniéndose alejado de la pelea, ser esa mirada “objetiva” que reivindica? o ¿debe tomar partido y arriesgarse a dar una opinión forzosamente subjetiva? ¿Qué parte debe darle al análisis detallado, preciso y qué parte a la crítica apasionada y parcial?

Como ejemplo, la narración anterior es demasiado particular y no puede aplicarse al mundo de las artes. En efecto, lo que hace que las posiciones sean tan contrastadas es que en el caso del deporte, al final, la victoria o la derrota deciden. Aimé Jacquet pudo ser tan virulento porque el equipo de Francia ganó. Su victoria le dio la razón, justificó sus métodos, sus estrategias. Pudo hacer callar a la crítica porque ganó.

Sabemos que en el mundo del arte eso nunca ocurre: un director de teatro nunca gana de manera tan espectacular. Incluso si el público ovaciona de pie y sale entusiasmado del espectáculo, el crítico no se emociona. Puede encontrar sospechosa esa adhesión sin reservas, ese alborozo popular y explicarlo. Eso no le impide pensar de otra manera. Un éxito popular no invalida nunca la crítica, y Aimé Jacquet, incluso ganador en la esfera artística, podría equivocarse. Por otra parte, un fracaso rotundo no impide un éxito de crítica. Después de todo, el público en general no suele conocer a los críticos... Por lo tanto, tenemos derecho a preguntarnos ¿cuál es el papel del crítico en la actualidad y qué papel puede desempeñar todavía?

EL MEDIO ARTÍSTICO CONTRA LA CRÍTICA

El 16 de septiembre de 1983 apareció en el diario Le Devoir una crítica de Robert Lévesque, periodista a cargo de la sección de teatro, sobre “Visite Libre”, de Michel Faure, un espectáculo presentado en el Théâtre de Quat’sous. El medio, siempre crítico con la crítica, se ofusca por el artículo que considera violento e injustificado. Decide boicotear el diario negándose a divulgar cualquier tipo de publicidad en sus páginas, negándose a dar entradas gratuitas al crítico y a conceder entrevistas. Ciento cincuenta y seis artistas y artesanos de la escena firman una petición en la que denuncian las exacciones del crítico, su tono con frecuencia virulento, sus críticas acerbas. El debate se torna hostil. Todo el medio reacciona. El público interviene en el debate y envía cartas de denuncia, en las que con frecuencia critica duramente a los artistas. Algunos periodistas aprovechan la ocasión para ajustar cuentas y la emprenden contra el medio teatral. Denuncian la inseguridad visceral de los artistas, hablan de una “banda de fanáticos”, incluso denuncian la complacencia de los críticos al dar una publicidad gratuita considerable, y en ocasiones injustificada a los artistas, esos malcriados que no vacilan en pedir ayuda pública pero no quieren rendir cuentas. El debate alcanza a todos los críticos. Una de ellos, que acababa de hacer una crítica de “Las brujas de Salem”, recibe por correo una muñeca vudú atravesada de agujas.

El asunto terminaría por calmarse. En los teatros volvieron a aparecer mejores sentimientos hacia los críticos, quienes, por su parte, recuperaron un poco de su serenidad en ese debate donde las pasiones se caldearon. (3)

Lo que pone de manifiesto esta crisis, cercana a un acting out colectivo es, una vez más, el malestar general del medio artístico ante la crítica teatral, tolerada pero no verdaderamente aceptada, sobre todo cuando es negativa. El medio acepta a regañadientes que el crítico se arrogue el derecho no sólo de juzgar, sino de denunciar. En el fondo, alaba la crítica cuando es positiva; la tolera cuando es neutra y la rechaza fuertemente cuando es negativa.

TODO JUICIO SOBRE EL TEATRO NO ES CONCLUYENTE

Estos ejemplos ponen de manifiesto que todo juicio sobre el teatro –y sobre las artes en general- no es concluyente. En el fondo se trata de dos cuestiones fundamentales: ¿Con qué derecho habla el crítico de la obra artística? ¿a título de qué? ¿en nombre de quien o de qué?; y ¿cómo hablar de la obra artística? ¿qué decir? ¿cómo traducir en palabras lo que compete a la acción?

Esto presupone una concordancia de definiciones sobre lo que se debe entender por “crítica”. Ahora bien, esa concordancia es ilusoria. Abarca dos realidades diferentes según se hable de la crítica como horizonte de espera o como práctica de la vida cotidiana.

Digamos ante todo que la práctica artística, la práctica de la crítica, al igual que la práctica de la teoría son fundamentalmente tres modos de interpretación del mundo. El artista traduce en su arte su visión del mundo, el crítico traduce en palabras su visión del arte, y el teórico traduce en palabras su visión de la práctica. Si decimos que el arte es traducir las cosas estamos afirmando que toda forma de arte es crítica, que da que pensar. Esta era la opinión de Antoine Vitez cuando afirmaba que el director de teatro hacía ante todo trabajo de traducción... Y era también la visión de Aristóteles cuando afirmaba en “La Poética” que el poeta “traduce las cosas en palabras”.

Como en toda traducción, el problema que se plantea a la crítica se refiere a la índole de la traducción que realiza. ¿Se tratará de una traducción fiel de la obra de arte en forma de testimonio o de comentario sobre el quehacer del artista? ¿El crítico trabajará entonces por empatía con el artista, entrará en su universo, explorará su proceso de trabajo, sus intenciones, subrayará sus objetivos con independencia del resultado obtenido? El crítico hará entonces un trabajo que se asemeja a una lectura tautológica de la obra, presentará un espejo apenas deformante y sólo será un eslabón más en la cadena que lleva la obra de arte al público, prolongando los relevos de esa trayectoria que va del artista al espectador.

Como cumple una función de cronista, comentarista o escriba, se contentará con hacerse eco de las obras artísticas, probablemente de manera esclarecedora pero por fuerza insuficiente. (4) Convertido en vocero, su personalidad, su identidad se perderá en la sombra de la actividad creadora que ha tratado de esclarecer. Aunque necesario, ese trabajo del crítico no es por ello menos limitado y podemos preguntarnos si esa es su verdadera función.

La segunda forma de traducir la obra de arte es la de una mirada crítica más analítica y, por ende, necesariamente deformante. ¿Acaso podemos traducir sin traicionar?, se preguntan los especialistas de la traducción. El problema se plantea por fuerza en el ámbito de la crítica. Toda crítica es traición. Pero, ¿puede ser de otra forma? En el mundo de hoy, el crítico no se puede contentar con recibir la obra de manera inocente. Para darle sentido, la debe hacer funcionar en un todo más amplio: debe hacer referencia a la evolución general del artista, inscribirla en un movimiento estético, marcar su trayectoria en relación con las corrientes dominantes. Debe rescribir la obra a su forma pero mostrando su originalidad (o la ausencia de esta), haciéndola dialogar con las demás obras, volviéndola a situar en el desarrollo de la historia. Todo trabajo crítico que no lleve a cabo esa labor de construcción analítica y teórica se contenta con ser un reflejo bastante pálido de la realidad artística. No cumple con su función.

Si la llevamos más lejos, como ocurre con mayor frecuencia en la esfera de las artes plásticas que en la del teatro, esto hace que el crítico imprima en el ámbito cultural que ha decidido recorrer, las huellas correspondientes a movimientos, tendencias, corrientes artísticas que trata de identificar y en ocasiones nombrar, dándoles existencia a veces por las lecturas y las observaciones que hace: pensamos en los escritos sobre la pintura de Clément Greenberg, Rosenberg, e incluso en los de Baudelaire o Diderot. Supieron, a su manera, hacer ver lo que los artistas no reconocían en su propia práctica, situándolos en los grandes movimientos estéticos que agitaban el mundo, revelando corrientes que la historia recuperó después como puntos de referencia para pensar en términos de historia del arte. (5)

En la esfera del teatro, algunos investigadores han realizado ese trabajo, aunque con menos amplitud que los dedicados a las artes plásticas. Max Herman en Alemania, Jan Kott en Polonia, Martin Esslin en los Estados Unidos y sobre todo Bernard Dort en Francia, son algunos ejemplos de quienes han realizado ese trabajo de referencia y decodificación de las obras teatrales, que permite leer la historia del teatro de su tiempo, al percibir las novedades y al analizar todas las prácticas de su época, integrándolas en la perspectiva más amplia de un arte en particular: teatro, artes plásticas, música, cine. Bernard Dort sigue siendo un modelo en su género: supo unir agudeza de análisis, conocimientos profundos sobre teatro y el deseo de pensar en función de la historia del arte y la escritura. Sus análisis críticos, publicados a la vez en periódicos y revistas especializadas, siguen siendo referencia obligada. Esta victoria de la crítica sobre el tiempo es el principal signo de su pertinencia.

De manera más modesta, otros críticos como Bonnie Marranca o Theodore Shank supieron dar, cada uno por su parte, un nombre a ciertas corrientes artísticas señalando ejes que fueron retomados después para diseñar el mapa del teatro de hoy: teatro de imágenes, teatro alternativo... Ese trabajo de identificación permite elaborar la cartografía de la práctica de nuestra época. Sin él, esta seguiría siendo un mosaico donde la práctica de cada cual se yuxtapondría a la de otros sin que surja de esa multiplicidad una lectura generalizadora y necesaria en la que cada obra artística cobraría sentido dentro un conjunto más amplio. Por lo tanto, es necesario que el crítico de hoy piense en función del arte contemporáneo, haga surgir conceptos nuevos, corrientes que permitirán que todos tengan puntos de referencia y fabriquen la historia de una manifestación artística.

De ello se desprende que para cumplir con esa trayectoria, las habilidades del crítico de hoy difieren necesariamente de las de antes. Requieren de un conocimiento teórico, estético y artístico importantes. Por supuesto, también requieren que las aptitudes del crítico difieran de las que se le suelen pedir. Tiene que ser un analista y tener conocimientos especializados de la materia de su elección. (6) Dotado de una visión más amplia que la del artista, preso en las redes de su propia forma, debe poder elevarse por encima del ámbito cultural para poder analizarlo con la debida distancia. Por ende, tiene que tener una visión. “El crítico vivo es aquel que ya ha encontrado por sí mismo lo que podría ser el teatro, observa Peter Brook, y que tiene la audacia de impugnar esta fórmula cada vez que participa en un acontecimiento”. (7)

Esas nuevas necesidades de la crítica explican las razones por las que hoy son más fáciles de cruzar los puentes entre crítica periodística y crítica erudita. En efecto, muchos investigadores se dedican a una u otra según las necesidades de los órganos donde publican. La crítica erudita ha perdido su soberbia y se ha vuelto menos esotérica; y, por su parte, la crítica periodística aspira a ser menos superficial. Esa es la imagen del crítico que se pudiera desear. La realidad de la profesión es completamente diferente.

DESCRIBIR, INTERPRETAR, JUZGAR

En efecto, en la acepción común, un crítico es aquella persona de quien se pretende que la lectura de las obras sea, en principio, “iluminada”, en el sentido que se le daba a ese término en el siglo XVIII. No se trata de brindar una lectura para cualquier ocasión, sino de dar una lectura documentada, analítica, informada. Al actuar como primer filtro del espectáculo, informa al espectador, aclara la obra, vuelve a situar rápidamente el texto si fuera necesario, dice algunas palabras sobre la puesta en escena, la interpretación de los actores, la escenografía. De modo que realiza un primer trabajo de filtro. Para realizar esa tarea tiene que tener discernimiento y posibilidad para especificar, para nombrar las cosas. Por ello mismo, designa las obras que merecen atención. Su trabajo suele detenerse ahí. Son raros los casos en que profundiza más en el análisis, indicando pistas, situando más detalladamente la obra en un contexto histórico y estético más amplio.

Al escribir sobre su oficio de crítico, Solange Lévesque observa que para ella se trataba de “recibir y analizar la obra teatral utilizándose a sí misma como primer instrumento, y dejándose vibrar de la manera más justa posible”. (8) La expresión parece bastante atinada según la opinión más extendida. La autora subraya el principal peligro de la crítica (y también su grandeza): hacer que sea tributaria de la personalidad del crítico.

Concebida así, la crítica parece a veces inocua y de una duración ilimitada. Como se consume rápidamente, deja pocas huellas. Sólo es útil como reacción epidérmica a un espectáculo en cartelera. El crítico aparece ahí como el “perro guardián” de la sociedad, encargado de manifestar su agrado o su desagrado, y por ende, de servir indirectamente de diapasón para el resto del público.

Pero puede hacer más. Si en la actualidad ya no hay que responder a la pregunta “¿qué es el arte?”, antaño fundamental, puede abordar obras que se salgan del marco de lo conocido, como enigmas, en las que siente que su análisis no agota el sentido. Puede tratar de mostrarlas como obras abiertas, de abrirles las puertas.

Al evitar los dos peligros que le acechan –dogmatismo e impresionismo- puede aspirar a aprehender la causalidad entre la forma y el efecto producido, entre la sensación, la emoción y lo que la causa. Al hacerlo, la trayectoria del artista permite que el crítico haga la suya, dejando marcas en la obra artística sin ocupar su lugar u ocultarla. Tiene que encontrar un equilibrio difícil entre la originalidad de su propia actividad de reflexión y el respeto al trabajo del artista, esforzándose por dejar ver la obra a través de sus palabras sin ocultarla u ocupar su lugar. (9)

Esto exige tener un “pensamiento atlético” para que el sentido aflore, hacer que las obras tengan significado más allá de su primer e inmediato sentido, nombrar las formas para que se les pueda “reconocer”. En otras palabras, su actividad puede y debe ser creadora al igual que la del artista. Los mejores críticos son aquellos que ejercen un pensamiento personal, que son creadores, investigadores, ensayistas. Al respecto, estoy de acuerdo con Peter Brook.

Lamentablemente, esta visión idílica a menudo es falseada por una realidad diferente y un ejercicio del poder que supera a la vez al artista y al crítico.

UNA VARIADA GAMA DE PRÁCTICAS E IDEAS

En efecto, la realidad de la práctica es otra cosa. Es bueno señalar que la profesión de crítico oscila a menudo entre el discurso complaciente y tautológico sobre la obra de arte en el que se pone en escena el discurso “de esa obra” y un discurso en el cual el crítico se erige juez y muestra su opinión como un espectáculo, poniéndola en escena, justificándola a veces en un proceso un poco apurado.

Pueden encontrarse varias razones para esto. Una de ellas, la más importante, es que la crítica padece hoy en día de una falta flagrante de referencias. Como no es una ciencia, no se ha podido dotar de un mecanismo científico adecuado. Sigue siendo un arte tributario del arte de escribir. Además, por lo general se hace a imagen de los medios de difusión para los que va destinada, los que no sólo le imponen su forma, su elección, sino también sus contenido. Se adapta al mínimo común denominador.

Esta forma de funcionamiento justifica la incompetencia artística del crítico, y en tal condición se convierte en el espectador básico al que supuestamente se dirige. Así, los medios de difusión promueven a voluntad la indigencia de la crítica. Por el poco espacio que se le concede, por los plazos breves que se le imponen, se incita al crítico a no retrasarse en relación con las obras, a evitar cualquier argumentación verdadera para sustentar sus opiniones. De modo que se deja llevar por opiniones emotivas (le gustó o no le gustó). No es nada sorprendente que muchos críticos terminen por sustituir sus propios gustos, sentimientos, emociones, por ponerse ante la obra a riesgo de ocultarla completamente. Terminamos por verlos detrás de la crítica en vez de a la obra. El crítico acaba siendo el espectáculo, feliz por la ocasión que le brinda la obra artística para ponerse en escena a sí mismo. Para comenzar, su popularidad no la debe a su talento sino al medio que lo proyecta a la luz cada vez que toma la palabra para hablar de una obra. Con mucha frecuencia se arriesga poco en ese largo proceso.(10)

LA CRÍTICA COMO PODER

A esto se añade otro problema importante que no podemos ignorar. La crítica es poder. El crítico disfruta, quiéralo o no, de una posición de autoridad de la que al parecer abusa en ocasiones. En efecto, si la crítica es intolerable para el artista (sobre todo cuando es negativa), ello se debe a que forma parte de un juego de poder cuyas fuerzas suelen ser desiguales. Si directores como Robert Wilson, Peter Brook, Peter Sellars o Ariane Mnouchkine pueden burlarse de la crítica, eso se debe a que la dominan con todo el peso de su arte. Pueden ignorarla olímpicamente sin que eso afecte su creación o su talento. Pero ese no es el caso de la mayoría de los artistas. La crítica y el crítico tienen una incidencia importante en la asistencia del público, el financiamiento y las subvenciones de que disfrutan, el reconocimiento del medio, hechos que nadie puede pasar por alto.

A esto se añade una correlación de fuerzas en la que el artista está en desventaja y que afecta al número de individuos a que llegan la crítica y el espectáculo. Si algunos montajes de Mnouchkine alcanzan la cifra de casi doscientos cincuenta mil espectadores (“Los atridas”, sus versiones de Shakespeare), pocos artistas pueden decir lo mismo. En el mejor de los casos, esos artistas llegan a unas cuantas decenas de miles de espectadores, en lo que el crítico, por el poder de su órgano de difusión, llega de entrada a varios cientos de miles de personas (diarios, televisión, radio). En número de personas a las que llega el mensaje, el peso del escrito es muchísimo mayor que el del espectáculo. Ahora bien, ¿qué tiempo ha invertido el crítico para hacer una crítica? Apenas unas horas, mientras que el artista ha trabajado durante meses, incluso años. Es cierto que el “tiempo no guarda relación con el trabajo”, pero es evidente que esta diferencia plantea un problema de ética.

Por otra parte, cuando la crítica no se concibe de forma creativa, como tratamos de presentar anteriormente, se convierte en un ejercicio superficial de digestión rápida de la obra artística. A ese trabajo superficial nos convida nuestra sociedad, en particular los medios de difusión que se han apoderado de las obras artísticas como si fueran bienes de consumo, tan ávidos de acontecimientos culturales como lo están de acontecimientos sociológicos o políticos, para transformarlo todo en “espectáculo”. La función crítica también ha cedido el lugar a la función espectacular, convirtiéndose en espectáculo en sí. Ya no se valorizan las obras, sino el propio crítico, quien a menudo se sirve de ese terreno para ponerse en escena a sí mismo. La propia obra de arte se pierde tras su valor como acontecimiento.

El último punto relacionado con el desequilibrio que se establece entre el artista y el crítico es que este último no tiene que rendir cuentas a nadie, aunque en ocasiones la parcialidad de sus juicios autorizaría, incluso necesitaría, de un derecho de réplica del que está privado el artista. El crítico goza de cierta impunidad, con independencia de la índole (o la violencia) de sus palabras.

Añadamos por último que la incidencia de la crítica sobre la asistencia a espectáculos es más o menos grande según los países, ciudades y casos. Es relativamente débil cuando apunta a directores conocidos y poco disuasiva en las ciudades donde hay una diversidad de órganos de prensa que rara vez son de la misma opinión, se vuelve importante cuando se refiere a compañías jóvenes o a directores poco conocidos de la opinión pública. En estos últimos casos la responsabilidad del crítico es grande.

UN ARTE AMENAZADO

A pesar del notable impacto que la crítica puede tener sobre un espectáculo dado, hay que reconocer que sólo tiene incidencia limitada sobre la evolución del arte, y con mayor razón sobre la sociedad. De modo que su incidencia es limitada. En nuestro mundo el espacio crítico se vuelve escaso. En efecto, el arte de la crítica está amenazado por toda nuestra cultura de masas, que la rechaza. Está amenazado por la era de los medios de difusión en la medida en que sólo tiene un impacto menor ante lo que esos medios pueden transmitir. Por otra parte, la publicidad le hace competencia, (11) al multiplicar las copias de promoción en los diarios o por las entrevistas concedidas por los artistas para anunciar y explicar sus actividades. Su campo de acción se restringe considerablemente. De ahí la necesidad de encontrarle un sentido nuevo, a falta de encontrarle nuevas formas.

Además, ante la fragmentación, la parcelación de las prácticas, la multiplicación que le impide al crítico verlo todo, la crítica ha perdido la función política y social que le daba sentido: la de formar el gusto del público, de orientarlo, de canalizarlo. Como perdió también su objetivo inicial –el que reivindicaban Diderot o Baudelaire- de formar el gusto o incluso la opinión, de enseñar a discernir, como pudiera pensarse que se hacía antaño, la crítica se contenta hoy con añadir una individualidad adicional, la del crítico, a todas las demás individualidades que constituyen la trama de nuestras sociedades. De manera que concede indebidamente un lugar exorbitante a la opinión de uno solo.

¿Qué le queda? En el mejor de los casos, añade una solidaridad con el medio, con el público, con la sociedad (Lucie Robert); convierte al crítico en el “cómplice de la aventura teatral, el socio de la creación” (Pierre Lavoie), induciendo a una “formación de la mirada”. Ese papel no es nada despreciable.

Lo que es más importante, la crítica añade espacio a la obra, una distancia entre el espectáculo y el espectador, entre la recepción y su elaboración conceptual. El crítico analiza ese recorrido que va de la reacción epidérmica (gusta o no gusta) a impresiones más profundas. Traza caminos, hace vínculos. Inscribe “la separación” en el seno de la experiencia estética. Afirma que toda obra artística requiere reflexión, que no es simplemente un bien de consumo inmediato y sin consecuencias, que forma parte de un conjunto social y estético y de una colectividad. La actividad individual del artista se une al colectivo. Vuelve colectivo lo que atañe a lo particular. Aunque es producto de un individuo, se destina a todos. La posición crítica se justifica porque va destinada a la colectividad, quien le otorga al crítico autoridad para que la represente, y este debe informar a la colectividad. Sin esa misión social, la función del crítico sería obscena, intolerable.

¿Hay crítica justa? Probablemente no. Gilles Sandier reivindicaba el “derecho a la indignación”. ¿Qué hacer para que ese derecho no sea abusivo? Desde el punto de vista del público, Sandier tiene razón. El crítico debe desempeñar ese papel. Incluso es el único que puede realizarlo. Desde el punto de vista del artista, esto es más duro de aceptar. El artista tiene necesariamente que sentirse lesionado por el procedimiento.

La dificultad estriba en las exigencias contradictorias que se imponen al crítico, Ante todo, su arte es un “arte de combate”, según la expresión de Sandier, pero es también un “arte de la solidaridad” con el medio artístico amenazado en nuestras sociedades, un arte que siempre debe dar pruebas de su necesidad. Es también un “arte del diálogo” con la obra, con el artista, con el público. Es lo que permite hacer colectivo lo que atañe a lo particular.

Aunque amenazado, el arte de la crítica no es por ello menos esencial. Si continuamos realizándolo como lo hacemos en los medios de difusión, pronto será una mera supervivencia del pasado sin urgencia ni necesidad. A falta de encontrar nuevas referencias en el mundo de hoy, estará llamado a desaparecer o a sobrevivir como esos vestigios de otro mundo. Por ende, es necesario que el crítico vuelva a asumir con urgencia su responsabilidad social y su función estética. Al tiempo que utiliza con circunspección su subjetividad y explora todo el espectro del saber, que va de la reacción epidérmica frente a los espectáculos hasta análisis más profundos, es necesario que establezca el vínculo entre emoción y conocimiento, con plena conciencia de que escribe la historia a la vez que esboza el futuro.

Traducción: Miryam López Suárez
Revista Conjunto N° 125


Notas

(1) Le Monde, sábado 18 de julio de 1998. Volver

(2) En el caso de la Copa Mundial, parece claro que el público siempre tuvo fe en SU equipo, que fue la misma fe que tuvieron los jugadores. Si el público está a favor y los críticos están en contra, ¿en nombre de quién hablan los críticos? ¿Acaso son apenas los representantes de ellos mismos o hablan en nombre del público, ellos, quienes se supone sean los “guardianes de la sociedad”? Volver

(3) Para una narración detallada de este acontecimiento, véase Pierre Lavoie, “Aimer se faire haïr ou haïr se faire aimer”, in JEU, n. 31, 1984, pp. 5-13. Volver

(4) Esa era la política editorial de The Drama Review en tiempos de Michael Kirby. Se eliminaba cualquier análisis de los espectáculos, con el deseo ilusorio de estar lo más cerca de la obra artística sin el filtro personal y deformante de la mirada del analista. Volver

(5) También se equivocaron, por supuesto. Los escritos de Baudelaire sobre ciertos pintores academicistas de su época, cuyos méritos alababa (Bouguereau) no resistieron al tiempo. Sin embargo, el trabajo de reflexión crítica que realizó Baudelaire es un ejemplo notable de análisis y de lucidez críticos. En la actualidad, la polémica iniciada por Jean Clair sobre el arte contemporáneo es otro ejemplo del papel fundamental que puede desempeñar el crítico a pesar de la parcialidad que entraña ese tipo de combate. Volver

(6) En la esfera de los deportes, por ejemplo, los comentaristas son ex atletas. Sin querer que los críticos de teatro sean artistas retirados, es importante que sus conocimientos de la práctica artística se apoyen en otra cosa diferente de su competencia como espectador: necesitan tener buenos conocimientos de la dramaturgia, de la práctica teatral en su conjunto y no sólo de manera local sino fuera de las fronteras... Volver

(7) Peter Brook: L’espace vide, Seuil, París, (1968) 1977, p. 53. Volver

(8) Solange Lévesque: “Portrait du critique en créateur”, JEU, n. 40, 1986, pp. 61-65. Volver

(9) Duchamp nos recuerda que el cuadro lo hacen quienes lo miran. Volver

(10) Aquí también debemos diferenciar matices y variaciones. Si al parecer todos los críticos se agrupan bajo una sola bandera, la realidad de lo que realizan difiere profundamente de uno a otro según la personalidad de cada cual y sobre todo, según el órgano de prensa para el que escriben. ¿Qué relación hay entre los críticos de la televisión y la radio y los que escriben en los diarios? Ninguna. Los primeros suelen ser comentaristas pasivos de la actualidad teatral, los segundos –según sea el caso-- tratan de buscar en el paisaje teatral las actividades dignas de interés, las comentan y las analizan tratando de informar al público. De modo que habría que comenzar por diversificar un vocabulario que daba la ilusoria impresión que todos los críticos hacen el mismo trabajo con independencia del órgano de prensa para el que se destina. Ahora bien, el crítico que escribe en los diarios de gran circulación, el cronista que anima un programa cultural en la televisión o la radio, el analista que publica en revistas especializadas, el que se contenta con repetir o brindar sus opiniones sobre la actividad cultural y artística no tienen los mismos imperativos ni las mismas exigencias. Volver

(11) Véase al respecto lo que ha dicho Ariane Mnouchkine, quien constata que cuando los críticos no hacen su trabajo y no hablan rápidamente de un espectáculo, la compañía tiene que realizar una campaña publicitaria que no había previsto. Al parecer, ese fue el caso de su espectáculo titulado Et soudain, des nuits d’éveil. Volver