HACER TEATRO HOY. FIT DE CÁDIZ: CON ALBERTI EN EL RECUERDO
España

Por Nel Diago
Universitat de València

Para quienes desde España nos interesamos por el teatro latinoamericano (es mi caso, como crítico, docente e investigador) el Festival Iberoamericano de Teatro de Cádiz constituye una cita ineludible, una de esas raras y escasas ocasiones que tenemos para contemplar un poco del arte escénico que se crea al otro lado del Atlántico. Por supuesto, soy consciente de que lo exhibido en el marco del festival no es exactamente representativo de la realidad teatral americana, que en la confección del programa anual influyen múltiples aspectos: limitaciones presupuestarias, dificultades de traslados, adecuación de fechas, intereses varios… Es decir, que la programación resultante nunca es la deseable (me pregunto si lo será en cualquier otro festival), sino la posible. Pero, en todo caso, hay que reconocer que su director, José Bablé, sigue esforzándose por ofrecer una muestra significativa de las diversas tendencias teatrales de ambas orillas. Y recalco esto último, pues no hay que olvidar que entre los objetivos del FIT está también el brindar a los artistas latinoamericanos la oportunidad de conocer algo de lo que teatralmente se cuece en España (y habría que añadir Portugal, pero lamentablemente hace muchos años que este país –tan cerca, tan lejos- no está presente en el FIT), de ahí que casi el 50% de los espectáculos programados sean españoles.

Y dentro de estos suelen haber dos líneas principales: los montajes de centros públicos y los callejeros. En esta edición se arrancó precisamente con la participación del Centro Andaluz de Teatro que nos trajo “La lozana andaluza” de Francisco Delicado, en versión escénica de Rafael Alberti (a la Fundación que lleva el nombre del poeta gaditano se le otorgó el premio Atahualpa del Cioppo, distinción que fue recogida por su viuda, la profesora valenciana María Asunción Mateo). Un montaje controvertido y que produjo algún rechazo, no ya por la crudeza de algunas escénicas eróticas (en algún caso también por eso), sino por la innecesaria actualización (en trajes y escenografía) y por su falta de tensión dramática. Mucha mejor suerte corrió la lopesca “Fuenteovejuna”, transformada en primoroso ballet por el coreógrafo valenciano Antonio Esteve, conocido universalmente por Antonio Gades (la ciudad cuyo nombre adoptó artísticamente le rindió un sentido homenaje, aunque una enfermedad impidió que estuviera presente), e interpretada brillantemente por el Ballet Nacional de España. Entre un espectáculo y otro tuvimos al Centro Dramático Nacional que, con dirección de Juan Carlos Pérez de la Fuente, nos ofreció un insólito espectáculo: “Carta de amor (como un suplicio chino)” de Fernando Arrabal. Insólito desde el punto de vista dramatúrgico, pues el escritor español rompe aquí con sus formas vanguardistas para darnos un monólogo intenso y sentido, que es, a su vez, un ajuste de cuentas consigo mismo (el texto tiene mucho de autobiográfico). Pero insólito también en cuanto a su escenificación, ya que el director ha apostado por convertir la obra en un oratorio convirtiendo todo el espacio, el de la escena y el del público, en un recinto sagrado. E insólito, finalmente, porque el personaje ha sido encarnado con voz y alma por María Jesús Valdés, una de las mejores actrices del teatro español (sin ella, posiblemente, el resultado estético sería otro).

Claro que mucho más insólito que todo esto fue el estreno absoluto de un espectáculo que el FIT programó sin verlo, fiado seguramente por la temática y por el renombre de algunos de sus artífices. Me refiero a “Memoria y olvido. Argentina 76, nunca más”, una obra que produjo notables decepciones y que dio pie a un vivo debate en los foros conducidos con mano maestra por Juan Villegas (uno de los principales alicientes del FIT son estos encuentros de los teatristas con el equipo de investigación que coordina el prestigioso crítico chileno afincado en California; encuentros, además, abiertos al público y bastante participativos). Cargado de muy buenas intenciones, el texto firmado por Arturo Roldán, Luis Lorente y Eduardo Galán pretende recrear el horror de la dictadura argentina del 76 centrando su mirada en una de sus armas más execrables: la tortura. Sin embargo, la propuesta no logra del todo sus objetivos ya que, salvo algunos detalles de la puesta en escena (Ferrán Madico), todo en ella es demasiado explícito, previsible y convencional.

La otra línea de teatro español presente en el FIT, la del teatro callejero, es una constante en el festival. Se trata de ocupar los espacios públicos y llevar el teatro a unos espectadores muchas veces involuntarios y desprevenidos, pero siempre agradecidos por lo que esta práctica escénica les suele aportar: música, colorido, fuegos de artificio, humor, sorpresas y, sobre todo, la posibilidad de participar activamente en la fiesta del teatro, sean niños o adultos. Por ahí van los montajes de Markeliñe (“DSO”), Deabru Beltzac (“Les tambours de feu”), la Compañía Rolabola Circo (“Charivari”), Hortzmuga Teatroa (“Rekolore”) o ese increíble bululú llamado Pedro J. Nafría (“Gzarkuk, el misterioso hombre orquesta”). Mención aparte merece “La bombonera” de Producciones Imperdibles, un divertido experimento que provoca la curiosidad de los viandantes y los mete de cabeza (literalmente) en la contemplación de una breve coreografía de danza contemporánea.

A todo ello habría que sumar, pues radica en España, la actuación del dúo argentino Tangorditos (“Ponele onda”), dos cómicos malevos de arrabal que supieron granjearse la simpatía del público de calle gracias a su peculiar humor y su facilidad para la improvisación.

Pero la delegación argentina estuvo formada por otros nombres de gran peso. En primer lugar por la voz y la presencia de esa gran dama del tango, Susana Rinaldi (“El ayer, el hoy, el todavía”) que conmovió, como cabía esperar, al auditorio con su buen hacer y su elegancia escénica. Y otro tanto podemos afirmar de Eduardo Pavlovsky (“La muerte de Marguerite Duras”) quien, de la mano de Daniel Veronese, nos ofreció un bellísimo monólogo magistralmente interpretado. Un festín teatral para los paladares más exigentes.

No puede afirmarse lo mismo, por desgracia, de otro monólogo, menos feliz en su estructura, “Gracias por todo”, de Julio César Castro, a pesar de los denodados esfuerzos de la estupenda actriz uruguaya Nidia Telles. Y otro tanto cabe decir de la última aportación argentina: “Extinción”. Un texto del español Iñigo Ramírez de Haro, persona responsable de la programación teatral de la Casa de América y hombre enamoradísimo del teatro argentino, puesto en escena por Rubén Szuchmacher desde una concepción plástica y actoral (ésta, deliberadamente hiperbólica) que quizá no se correspondiera enteramente con lo que propone la obra (algo de esto se dejó entrever en el foro de discusión, al que Szuchmacher acudió un tanto erizado y susceptible, sin que los presentes supiéramos por qué).

De Chile nos llegó “Historias de familia”, de Biljiana Srbljanovic, autora yugoslava que en esta obra se mueve en la órbita de un teatro grotesco y ritual, rasgos muy marcados, tal vez en exceso, por la puesta de Guillermo Calderón. De Venezuela nos vino Río Teatro Caribe con “Terra Nostra”, un montaje visual, muy libremente inspirado en la novela homónima de Carlos Fuentes, que gustó principalmente a aquellos espectadores poco habituados a los espectáculos de imagen. Y de Brasil, un delirante dúo, Sbornia Records, que inició la andadura de este entretenido divertimento musical, “Tangos e tragedias”, en Porto Alegre, en fecha tan lejana como 1984, y que sigue siendo efectivo hoy día.

Colombia estuvo brillantemente representada por el grupo Índice Teatro, que nos trajo “¿Quién dijo miedo?”, una inteligente obra escrita y dirigida por José Domingo Garzón. Una pieza que, con gran economía de medios y un buen quehacer actoral, nos ofrece una mirada crítica de la dura realidad colombiana (la violencia sistematizada, la corrupción política, el problema de los desplazados, etc.) al tiempo que reflexiona sobre el papel social del teatro y la responsabilidad del artista ante su tiempo. Sin duda, uno de los mejores trabajos exhibidos en el FIT. Frase ésta aplicable también a “Chorus perpetus”, del grupo cubano Danzabierta; una magnífica creación de Marianela Boán que, sin más apoyo que unos estupendos intérpretes, que cantan y bailan al tiempo, y unas emblemáticas ligaduras rojas, nos traza una sutil y estética reflexión sobre el individuo y la colectividad; reflexión que concluye con la ruptura simbólica de las ataduras y con la conclusión lógica de que se puede y se debe crear lo colectivo, el coro, sin renunciar a las diferencias.

Y nos queda hablar de México, que estuvo presente con dos montajes muy diferentes entre sí, pero igualmente importantes. El primero de ellos era una deuda, pues tenía que haberse presentado en el FIT en la edición anterior y se cayó a última hora por causas que no vienen al caso comentar ahora. Hablo de “Feliz nuevo siglo, Doktor Freud”, un texto de Sabina Berman muy bien armado y muy eficazmente puesto en escena por Sandra Félix. Una de esas obras intensas, con argumentos de peso (la incapacidad intelectual del padre del psicoanálisis para entender las legítimas aspiraciones de la mujer, ejemplificado todo ello en un caso real: el de la joven Dora) y que forzosamente exigen una escenificación cómplice y bien resuelta, como la que consigue Félix con el grupo Los Inconscientes.

El otro montaje mexicano, presentado bajo la etiqueta de la Compañía Nacional de Teatro, trajo consigo una estéril discusión sobre su género de adscripción, cine o teatro, pues con las dos artes comulga. En realidad se trata de una interesante teatralización de un hecho cinematográfico. Lo que Claudio Valdés Kuri, el director del espectáculo, nos propone es que contemplemos un mítico film, “El automóvil gris”, de Enrique Rosas, la primera película mexicana conocida; pero que la contemplemos como si asistiéramos a una función de la época muda. Es decir, con un pianista que va ilustrando musicalmente lo que vemos en la pantalla y, como exige la tradición nipona de la que parte la propuesta, un benshi, o sea un narrador que comenta, explica y pone voz a los personajes (aquí son dos narradoras; una de ellas, Irene Akiko Iida, de ascendencia japonesa, para rizar el rizo). Meticuloso en su confección, conceptualmente interdisciplinar y multicultural, “El automóvil gris” fue sin lugar a dudas el montaje más original de todo lo exhibido en la decimoséptima edición del festival gaditano.

Eso es todo en cuanto a la programación. Ahora bien, hay que recordar que el FIT no se reduce a los espectáculos. Cuentan también otras actividades paralelas, como el VI Encuentro de Mujeres de Iberoamérica en las Artes Escénicas, las exposiciones (este año dedicadas a títeres y máscaras), los homenajes y los debates ya referidos, las presentaciones de publicaciones teatrales, etc. Y es que el FIT siempre ha sido y sigue siendo un lugar de encuentro, de intercambio de ideas y proyectos; un espacio irrenunciable para los teatristas de las dos orillas. Como se evidenció muy bien en el Foro de Reflexión que, bajo el lema El teatro iberoamericano en España, hoy, congregó a un importante y significativo número de participantes de América y Europa para pensar conjuntamente la problemática del teatro latinoamericano y su proyección internacional. Lo tratado allí daría pie a otro artículo bien extenso. En todo caso, una cosa es innegable: Cádiz es la puerta de España y Europa para el teatro de América Latina; pero todos desearíamos ir más allá de esa puerta, que no sea, como en el título de un espectáculo de La Zaranda, “La puerta estrecha”, sino un inmenso portalón que nos dé acceso ilimitado a los escenarios del Viejo Mundo. El teatro latinoamericano lo merece; el público español y el europeo en general, también.