HACER TEATRO HOY. EL INEXORABLE CONTRAPESO DE LA
IDENTIDAD NACIONAL EN EL TEATRO PUERTORRIQUEÑO
Puerto Rico
Por José Luis Ramos Escobar
Decía el líder nacionalista puertorriqueño
Pedro Albizu Campos: "Me dediqué a la política porque
nací en un país esclavizado. De haber nacido en un país
libre, hubiera dedicado mi vida a las artes, a las ciencias..." Es
decir que uno adquiere unas responsabilidades y unos compromisos a partir
del lugar y el tiempo en que uno nace. Claro que dichas responsabilidades
y compromisos se honran en la medida que uno desarrolla una conciencia
de identificación con el destino final de su país. Si eso
es cierto para los que se involucran en la vida política del país,
resulta apabullante para los que escribimos y mucho más demoledor
si nuestra escritura es dramática. Debido al contacto directo entre
espectadores y la obra que el teatro exige y provee, la escritura dramática
tiene una repercusión inmediata, aunque por lo mismo más
perecedera, en el receptor. De ahí que el contexto en el cual se
inscribe el receptor resulte inevitable para el escritor dramático.
Ese contexto puede confluir de manera decisiva en la estructuración
de la obra, adquiriendo un papel preponderante frente a los demás
elementos intertextuales y extratextuales. A menudo se exige que dicho
contexto sea el elemento definidor de la obra dramática y lo que
es peor, uno mismo llega a autocensurarse cuando nuestro imaginario deambula
por senderos que se bifurcan lejos de la realidad contextual.
Esta situación parece anacrónica en estos tiempos
de la deconstrucción y el posmodernismo. Ya muchos doblan campanas
por la muerte de los nacionalismos y proclaman, con aires de neoliberalismo
trasnochado, que vivimos en la famosa aldea global en la que la historia
ha llegado a su fin, convirtiendo a las identidades nacionales en fósiles
de épocas pretéritas. Claro que en el caso de Puerto Rico,
la propia situación política del país es anacrónica.
¿Quién podría imaginarse que en el comienzo de un
nuevo milenio todavía existiese una colonia como la nuestra y lo
que es aún más sorprendente, que existan seres como un conocido
legislador que proclama que es ciudadano estadounidense residente en Puerto
Rico y que si residiera en Tejas, sería tejano y si residiese en
Salt Lake City, sería un hijo de la gran Utah? La particularidad
del estatus político y el controvertible estado anímico
y emocional de los puertorriqueños es la razón para que
todavía la identidad sea un problema ineludible para los escritores
puertorriqueños.
Desde la invasión norteamericana hace 104 años,
y de manera particular desde la imposición de la ciudadanía
estadounidense en 1917, se inició en nuestro país un proceso
político, económico y social que ha alterado nuestro concepto
de nación y por ende, nuestro concepto de identidad nacional. La
esquizofrenia entre nacionalidad y ciudadanía (nacionales puertorriqueños,
ciudadanos estadounidenses) nos ha llevado a situaciones que bordean lo
ridículo, como ejemplifica la propaganda que sectores del país
desarrollaron para demostrar que San Juan es la ciudad más antigua
de los Estados Unidos. O peor aún que un centro de salud de la
ciudad capital se denomine como San Juan Wellness Center y a la policía
de la ciudad de Guaynabo se le llame Guaynabo City Police. Frente a esta
situación, nuestra escritura dramática se ve impelida a
tomar partido, a comprometerse con la afirmación de una nacionalidad
y una identidad perseguidas. Las diversas posturas ante el problema del
futuro de la nación y de nuestra identidad se nos filtran en las
situaciones familiares que planteamos, en la sicología de nuestros
personajes y hasta en la concepción dramática misma. Cada
vez que me propongo escribir una obra, por la provocación de un
recuerdo, de una imagen o de una melodía, trato de evitar caer
en el tema de la identidad nacional porque después de todo, uno
sólo es lo que es y nadie puede discutirlo, pero el contrapeso
de la realidad política del país me devuelve al suelo, igual
que hace el contrapeso con el telón de boca en el teatro. En una
ocasión se me pidió que escribiera una obra sobre un pirata
del siglo XIX y gustoso accedí porque el aura de leyenda que rodeaba
a Roberto Cofresí y Ramírez de Arellano me hacía
apetecible zambullirme en la literatura romántica y crear un nuevo
exponente de la Canción del Pirata de José de Espronceda
y del eterno rebelde preconizado por los escritores del crepúsculo,
como se llamaron a sí mismos los románticos. Sin embargo,
tan pronto me puse a investigar la vida de Cofresí noté
que la trampa estaba tendida: Roberto había sido capturado por
la acción conjunta de los ejércitos de España y Estados
Unidos. Un signo de interrogación se me colgó de los párpados
y ya no pude resistirme al inexorable conflicto ideológico.
Sin llegar a los extremos del dramaturgo puertorriqueño
René Marqués, quien declaró que en los escritos puertorriqueños
no debería aparecer ningún personaje extranjero, excepto
aquellos que afectasen nuestra situación política, mis obras
han gravitado hacia el problema nacional y nuestra identidad, aun a pesar
de esfuerzos conscientes por buscar nuevas posibilidades dramáticas.
Si una noticia sobre un jefe mafioso del condado del Bronx en la ciudad
de Nueva York me llamaba la atención por su evidente personalidad
contradictoria, y me impulsaba a investigar la mentalidad del delincuente,
pronto me descubría en el mismo callejón sin salida: el
individuo era puertorriqueño y su comportamiento estaba íntimamente
ligado a su ser y a su identidad esquizofrénica. Si una melodía
de Chico Buarque me subyugaba por la rica parábola que significaba
la llegada de una nave espacial a un pueblo, la disposición del
pueblo de entregarle todo al recién llegado no era otra cosa que
nuestra sumisión ante el poder imperial. Y si me perdía
por los acordes de un pianista extraviado que terminó tocando en
un bar vetusto a pesar de haber soñado con ser concertista, un
dichoso soldado que entra al bar me devuelve de lleno a la inevitable
realidad de mi Puerto Rico, país que ha aportado la mayor cantidad
porcentual de soldados para las guerras de los Estados Unidos. ¿Qué
hacer ante tal contrapeso que me impedía tomar vuelo?
Decidí tomar el toro por los cuernos. Tenía que
hacerme un exorcismo. Así que cuando en 1998 la actriz puertorriqueña
Idalia Pérez Garay me propuso que escribiera una obra que ella
había soñado y cuyo título sería “Puertorriqueños”
no lo dudé ni un instante. Tenía que salir de la encerrona,
así que me metí hasta los codos en el problema de la identidad,
de los vaivenes de nuestro pueblo en esos 100 años de colonialismo
estadounidense, de las contradicciones que arrastramos, y escribí
la obra, aunque le varié el título para pasar de la afirmación
rotunda de Puertorriqueños a la encrucijada que plantea la admiración
interrogante: “¡Puertorriqueños?” Para vencer
al contrapeso nada mejor que añadir más peso. Claro que
al sumergirme en las aguas profundas de la identidad nacional traté
de evitar las corrientes traicioneras que proponen una identidad nacional
monolítica y estática. Por el contrario, exploré
con fruición los diversos estratos del ser puertorriqueño,
el discurso dominante construido en virtud de una identidad tradicional
basada en los criterios de raza, lengua y religión, la ineludible
realidad de tener casi la mitad de la población que se ha formado
en otro idioma y a partir de nuevos esquemas culturales en los Estados
Unidos, los retos que supone la estratificación social para dicha
identidad y las enormes contradicciones que exhibe el comportamiento de
los puertorriqueños a través del tiempo. Por eso le añadí
al título un signo de admiración al inicio y uno de interrogación
al final, “¡Puertorriqueños?”, como representación
iconográfica de la inquietante propuesta de la obra, plural, múltiple,
plurivalente y evidentemente paradójica. Tanto fue así,
que al terminar una de las representaciones, se me acercaron varios compañeros
universitarios, partidarios incondicionales de un nacionalismo acrítico,
para señalarme que el final era insatisfactorio en la medida en
que no planteaba las formas de llegar a la batalla final por nuestra nacionalidad
y se contentaba con plasmar imágenes, hermosas por cierto, que
emanaban de la incertidumbre y la indecisión. Otra vez la realidad
hundía a la imaginación con sus exigencias y sometía
al escenario a los dictámenes de la lucha política.
No sé que pasará en el futuro, pero espero que
el estreno de “¡Puertorriqueños?” y su publicación
en el 2001 me haya servido de despojo, y evocando a las fuerzas telúricas
de mi tierra, afro-indo-hispanoamericanas, pueda seguir buscando nuevas
posibilidades dramáticas, sin que el contrapeso de la identidad
me mantenga atado a la realidad cotidiana de mi país. O quizás
tenga que esperar a que la situación política del país
se resuelva definitivamente para que a mi escritura dramática no
se le exija (ni me lo exija yo mismo) que refleje las luchas por decantar
al ser nacional de la turbulencia imperial. O tal vez no haya salida y
quede condenado al vaivén de la historia, ya resucitada un 11 de
septiembre, al igual que el telón sube y baja en un movimiento
de eterno retorno gracias a o por culpa del dichoso contrapeso.
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