HACER TEATRO HOY. EXPERIENCIA
Por Juan Mayorga

"Volvieron mudos del campo de batalla". Lo escribió Walter Benjamin hace muchos años. Se refería a los soldados de la Primera Guerra Mundial: hombres que habían participado en uno de los más enormes acontecimientos de la historia universal y que, sin embargo, retornaron a sus casas sin nada que contar. "Volvieron mudos del campo de batalla -escribe Benjamin-. No enriquecidos, sino más pobres en experiencia comunicable".

Benjamin vio en aquellos soldados el horizonte del hombre moderno, cuyo mundo de experiencia es progresivamente colonizado por la técnica. El hombre moderno adecua su vida al ritmo de la producción. Como trabajador, como transeúnte de la metrópoli mecanizada, como consumidor de la industria del tiempo libre, el hombre moderno se adhiere al ritmo de la máquina: al tempo del shock.

La Primera Guerra Mundial fue la primera apoteosis del shock. El soldado de las batallas de material, el primer hombre expuesto masivamente al shock. Volvió a casa enmudecido. No tenía nada que contar, no era capaz de comunicar su experiencia. En realidad, no había hecho experiencia alguna. Se había encontrado, de pronto, en un paisaje "en cuyo centro, en un campo de fuerzas de explosiones y corrientes destructivas, estaba el mínimo, quebradizo cuerpo humano". La guerra no había sido para él una experiencia que pudiese comunicar, sino una enmudecedora tormenta de shocks. Era como si, súbitamente, hubiese sido devuelto al mundo mítico, en que rige el destino. Y ante el destino, sólo cabe el silencio.

Muchos años después de aquella guerra, el shock ocupa el mundo del trabajador/consumidor contemporáneo. Cuya vida se deshace en una cadena de impactos que suspenden su conciencia, de descargas ante las que sólo puede reaccionar como un mecanismo de pulsiones.

En nada es tan visible el triunfo del shock como en el extrañamiento mutuo de los seres humanos y en su pérdida de la historia. Porque del shock no es posible hacer ni sociedad ni memoria. El shock no liga al hombre a una tradición ni a una comunidad, sino que lo encierra en el aquí y en el ahora del individuo aislado.

Como el shock no es ya un recurso estilístico entre otros, sino la forma y el fondo de los modos de expresión hegemónicos, ningún artista puede hoy dejar de preguntarse: ¿Cómo responder al shock? Ningún hombre de teatro puede dejar de preguntárselo.

Desde que existe, el mejor teatro ha recogido y dado experiencia. Del mejor teatro, los hombres han salido más ricos en experiencia.

Sin embargo ¿cuántas veces salen hoy los espectadores de una sala teatral más ricos en experiencia de como entraron? ¿Qué teatro crea hoy comunidad y memoria? El teatro ¿es hoy refugio de la experiencia o, por el contrario, participa en su acoso? ¿Qué teatro hacer, si la experiencia está en peligro?

Qué tentación trabajar para un teatro dominado por la técnica. Ésta ya hace posibles voces que ninguna garganta humana podría emitir, músicas que ningún hombre podría interpretar, formas que sólo una máquina podría construir. La técnica ya está a punto de producir cuerpos frente a los que los actores humanos parecerán demasiado torpes, demasiado falibles. La máquina, eso sí es algo en lo que podemos confiar. Qué tentación, escribir para máquinas. Para marionetas perfectas. Para objetos actores.

Si un teatro dominado por la máquina llegase a imponerse, entonces, en la escena, como en una vivienda de cristal, no habría huellas del hombre. La escena no desprendería ningún aliento humano. Ninguna experiencia.

En sus obras maestras, ese teatro mostraría la fuerza de la Técnica, ante la cual el hombre sólo podría reconocer, en silencio, su humillación. Ese teatro vendría a ser como una primera guerra mundial a escala. Sería un teatro del que, como de aquella guerra, no se podría hacer experiencia. Un teatro del que el espectador saldría enmudecido, sin nada que comunicar a otros. Sin nada de lo que hacer comunidad y memoria.

Cabe, sin embargo, comprometerse con un teatro que haga experiencia.

No hablo de romper las máquinas, al modo de aquellos artesanos en los albores de la Revolución Industrial. Hablo de un teatro capaz de integrar la técnica como su órgano. Un teatro que construya comunidad y memoria. Hablo de un compromiso moral y político, previo a cualquier otro y de más alcance que ningún otro.

Pero la fuerza de ese compromiso no puede nacer de la nostalgia de un mundo en que el shock no era todavía la norma. Quizá un teatro de la experiencia esté condenado a ser un teatro a contracorriente, intempestivo, dialectal frente al lenguaje imperial de la técnica. Quizá un teatro de la experiencia haya de renunciar a ser un teatro popular. Quizá haya de limitarse a interferir con voces humanas el monólogo de la técnica. Quizá haya de negociar con el shock.

O quizá haya hombres de teatro capaces de construir, en escena, una experiencia tan intensa como el shock.