HACER TEATRO HOY. ANDADURAS DIFÍCILES PARA UN ZAPATO SUCIO
Cuba

Por Vivian Martínez Tabares

Mi colega Amado del Pino había sido hasta ahora solo un ocasional dramaturgo, autor de “Tren hacia la dicha”,(1) el texto en el que un joven entusiasta y recién casado, con una mujer que nunca aparece, contagia a todos los pasajeros de su vagón de esperanza y de fe para encontrar la felicidad. Después de dedicarse sobre todo al ejercicio crítico a través de reseñas en las páginas del periódico Granma y en la revista Revolución y Cultura, y a colaboraciones especializadas en otras publicaciones cubanas, Amado ha vuelto a las andadas de la ficción teatral con una pieza que navegó con suerte desde su propio nacimiento, “El zapato sucio”, merecedora del Premio de Dramaturgia Virgilio Piñera 2002, en su primera edición, y estrenada por Julio César Ramírez y el Teatro D’Dos el pasado 22 de enero en la sala Covarrubias del Teatro Nacional, para celebrar el Día del Teatro Cubano.

La circunstancia feliz de la subida a escena de esta obra, al año de haberse dado a conocer el Premio, y la próxima aparición del libro, abren una esperanza acerca de la posibilidad de un diálogo regular entre la práctica viva de la representación y la obra de los nuevos autores, por demás escasos en los últimos años y, como se sabe, siempre urgidos del aprendizaje que significa la escenificación de un texto, a la larga, el destino primordial para el que fuera concebido. Se trata de un fenómeno cíclico, en el que la serpiente se muerde la cola, y que ha provocado un aparente vacío o impasse en el relevo dramatúrgico, con muy pocas excepciones,(2) y a pesar de la concurrencia a concurso por el Premio Virgilio Piñera de más de cuarenta nuevas obras.

El estreno de “El zapato sucio” marca también la presencia en el escenario de temas relacionados con la actualidad nacional desde la trama y la construcción de los caracteres, otra faceta también casi ausente en los últimos tiempos, en los cuales la mayor parte de los directores -y casi siempre los más reconocidos- han optado por la relectura de clásicos o la rescritura escénica de obras de la dramaturgia internacional, no siempre en un diálogo fecundo y vivo, suficientemente articulado con las contradicciones del espectador de estos tiempos.

“El zapato sucio” está estructurada en tres actos y dos delirios, en los que dos personajes protagónicos y una galería de seres evocados, conforman un profuso mosaico en torno a la vida de un hombre a quien su padre llama Muchacho, aunque pasa de los 35 años, y que a esas alturas descubre que ha perdido el rumbo o quizás, que nunca lo ha tenido muy claro, porque más que su voluntad consciente lo han regido presiones y reclamos familiares y del medio social en el diario avatar de la vida.
El hombre regresa a la casa campesina donde nació, en busca del padre, con justificaciones pueriles que arman una falsa intriga de sucesivas razones en las que uno termina por no creer –el auto roto, una maleta en la primero dice cargar un muerto y luego las pruebas documentales de sus fracasos, la historia de una mujer accidentada a la que no puede socorrer porque ha cometido adulterio con él-, pues en realidad regresa a cumplir una escala necesaria en el proceso de búsqueda y encuentro de sí mismo, un encuentro que sólo podrá consumar cuando en el plano íntimo de su vieja casa descargue con el padre sus insatisfacciones y reproches, y cuando compruebe que el afecto del padre hacia él está vivo, aun ligado al pragmatismo con que el Viejo ha sobrevivido la prisión y los avatares de una vida social que no entiende bien, a pesar del autoritarismo sexista con que lo educara y a pesar de que ahora, también implacable, le impide quedarse cómodamente con él a llorar sus penas y sabe defender el pequeño espacio íntimo de realización que le queda por delante.

La obra combina con acierto un discurso confesional lleno de autenticidad y una aguda reflexión sobre contradicciones de la vida social cubana, vistas desde el ámbito íntimo de las fallidas relaciones de pareja del protagonista, los afectos filiares condicionados por prejuicios y trastocados en autoritarismos incomunicantes, y los imperativos del medio que, empeñado en hacer avanzar la obra colectiva, relegan la subjetividad y no dejan espacio para la elección ni tiempo para sopesar la duda y asimilar los reveses que tal propósito supone.

Tópicos como la educación recibida según patrones machistas, el despertar del sexo, relaciones en las que invirtió ternura y de las sólo recibió reclamos animales; la partida a la ciudad como estudiante becario y el desarraigo emocional lejos de los suyos; los amigos perdidos que sólo le recuerdan frente a una cerveza en un día de fiestas; los familiares que se han ido de la Isla en busca de mejores condiciones; las incongruencias entre el discurso doméstico y el discurso oficial, el dogmatismo que en los años duros discriminó creencias religiosas y la posibilidad de relacionarse con familiares y amigos en el exterior del país, y los sinsabores de una generación formada para conquistar el futuro que es despojada de sus enormes expectativas, son abordados sin estereotipos, en su contradictoriedad y, mejor aun, sin pretensiones conclusivas.

Las razones del hijo son matizadas por argumentos del Viejo que defienden, desde su óptica práctica de campesino que ha seguido pegado al surco, también lo que de bueno ha tenido para el Muchacho la sacudida del proceso de transformaciones que en todos los órdenes implicó la Revolución, la posibilidad de ser lo que él nunca fue, de crecer, llegar a la universidad, viajar por el mundo. Y, como en la vida real, donde los seres humanos exhiben virtudes y defectos, simpatías y lados oscuros, ninguno de los dos tiene toda la razón ni ninguno “vence” al otro. El Viejo que está de vuelta de golpes, viudo y solo, es un tanto acomodaticio y utilitario, como cuando le aconseja al hijo que deje “que los demás se defiendan, que cada uno haga lo suyo” y elude juzgar lo que otros hacen mal, pero le da un buen consejo, en aras de que sea capaz de superar el bache emocional, cuando añade: “...y ponte más para dentro de ti mismo”. Y del otro lado, el hijo, que se engaña a conciencia cuando dice que “lo único que puede aliviarme es meter la cabeza en el río, hablar con una trucha debajo del agua, dejar que un mango bien maduro me chorree la barriga y mojarme hasta los huevos...”, porque la salvación no está en el regreso a la tierra y a un mundo campesino bucólico que ya no existe más que en su nostalgia fantasiosa, y él en el fondo lo sabe, sino en recomenzar el camino con pies propios. Y el mismo Muchacho tan exigente y crítico con el entorno en que se ha formado, se declara incapaz de retener a su hija, frente al reclamo de la madre para que le permita llevársela al extranjero, porque, inmerso también en la crisis de valores, se escuda en que “Su madre tiene una familia llena de dinero. Si la dejaba aquí, qué le digo mañana, con qué respondo yo...”

El texto se articula también con referentes diversos de la dramaturgia cubana precedente. “El zapato sucio” es deudor de toda la obra de Abelardo Estorino en los diálogos que aúnan sintaxis coloquial y riqueza del lenguaje, en la vuelta al machismo provinciano, a la afición por los gallos, que recuerdan a los Cristóbal de “El peine y el espejo” y “El robo del cochino”, y al Sendo de “Morir del cuento”; en la obsesiva búsqueda de la verdad del personaje protagónico, que nos acerca al Tavito suicida de “Morir del cuento” y al Esteban de “La casa vieja”, este último otro hijo que regresa a su casa natal. Se enlaza también con un texto como “Dos viejos pánicos”, de Virgilio Piñera, en la referencia a los funcionarios inquisitoriales que indagan en la vida privada y recuerdan los planilleros evocados con pavor por Tota y Tabo. Retoma de “Los hijos”, de Lázaro Rodríguez, la problemática del campesino joven que enfrenta la disyuntiva de irse o quedarse, vistas ambas como alternativas positivas para el crecimiento humano y social. Y de “Caballo negro”, de Alberto Pedro, la mirada crítica al desenlace del socialismo “real”, cuando alude a la antigua Unión Soviética –que siempre fue Rusia para el padre-, donde estudió, como un país que ya no existe, como aquella lo hiciera con la también extinta República Democrática Alemana.

Amado del Pino logra una fecunda red de inteligentes apropiaciones tributarias a un discurso propio, rico en elementos autobiográficos, que dan fuerza vital y complejidad a las contradicciones, y que debe también a su texto anterior, “Tren hacia la dicha”, cuyo recién casado en viaje de tren con dirección equivocada pudiera muy bien ser ahora, a la vuelta de quince años, este ingeniero agrónomo que nunca se ha enfrentado a un surco, que no extraña las noches del Bolshoi pero aún se emociona cuando piensa en Vladimir Visotski, y que necesita de una vez, más allá de las expectativas ajenas, aprender a hacer y hacer lo que le dictan sus propios impulsos.

Desde el punto de vista estructural, los delirios establecen puentes entre los actos y proponen una ruptura en la aparente linealidad del intercambio con el Viejo, con la superposición de planos y perspectivas, que se enlazanno cronológicamente sino siguiendo una especie de encadenamiento conceptual que pasa por motivos temáticos: madre-mujer(es)-sexo-juegos sexuales juveniles-amistad-afecto filial (hija)-exilio-falsa amistad-amargura-prejuicios y presión social-viaje-nostalgia-revolución vs. rutina-cuestionamiento del discurso oficial-desencanto, en el primero; y en el segundo: fracasos amorosos-alcoholismo-reprimenda-miedo a lo desconocido y miedo la vida-vuelta a la presión social-espiritualidad sumergida-vuelta a los fracasos amorosos-mujer(es)-madre, para cerrar el círculo, y salida del delirio con la aparición del padre.

La puesta de Julio César Ramírez y el Teatro d’Dos revisa el texto y al eliminar algunos pasajes delirantes resta hondura al trazado del personaje de Muchacho y complejidad a la hora de entender su motivación esencial. La policroma disección del personaje, contradictorio y falible, que exhibe el texto pierde algunas de las aristas más íntimas y sobre todo en el cuerpo a cuerpo padre-hijo, con acento en el debate de carácter sociopolítico. Así desaparecen o se difuminan personajes, ahora simplificados en el desempeño de dos actores como una suerte de comodines, y se obvian importantes subtemas de la esfera existencial y amorosa del hombre que, en su crudeza, revelan por contraste la cara más tierna y vulnerable del personaje. Los parlamentos soeces de las Mujeres 1 y 2 son necesarios para caracterizar con elocuencia la falta de plenitud del protagonista. Esa suerte de simplificación, unida a un trazado poco orgánico de los movimientos, dificulta el seguro desempeño del actor que interpreta a Muchacho, Gilberto Subiaurt, un tanto excesivo en las risas y en gestos de apoyo que no tienen una clara justificación conceptual. A su lado, Héctor Echemendía, un actor de vasta experiencia teatral y últimamente de frecuentes apariciones televisivas, lo resuelve mejor con oficio y construye un Viejo creíble en su humano pragmatismo, aunque también sobran algunas de las tantas escenas de intercambio con el gallo, vivo e impredecible, al punto de a veces distraer al público de la acción principal. Los dos actores que personifican los Delirios quedan en el esbozo esquemático y circunstancial, y se desaprovecha la efectiva presencia de una actriz novel como Yakeline Yera.

El montaje elige un ámbito de cámara, un tanto forzado en la amplitud del escenario de la Sala Covarrubias, de amplísima embocadura y alejada de la platea –y aquí pudo más el entusiasmo por el lucimiento de la celebración del estreno que la consecuencia con un lenguaje expresivo mucho más apegado a la intensidad de lo íntimo, afín a la obra de Amado del Pino y a la trayectoria anterior del Teatro D’Dos. El director emplea como elemento central un recurso ya visto en otra propuesta del colectivo, la torre de taburetes que se arma y se desarma probada en “La casa vieja”, y una visualidad idílica y anacrónica en el vestuario de los campesinos que contradice el enunciado conflictivo del texto.

La música de Sergio Vitier –un consagrado compositor e intérprete, de larga experiencia en la labor para el escenario y la pantalla cinematográfica- fue compuesta especialmente para este montaje y consigue crear momentos de intensa atmósfera, anunciar clímax y distensiones y embellecer el ámbito sonoro de la propuesta. De similar eficacia es el diseño de luces de Saskia Cruz, que más allá de iluminar el espacio con sentido dramático, sugiere tonos y refuerza estados de ánimo.

Vale la representación escénica de “El zapato sucio” como espacio de vida, carne y voz para que un texto que rezuma contemporaneidad y urgencia haya podido iniciar el dialogar con sus espectadores. Lástima que la rica subjetividad de su antihéroe, que sintetiza tensiones esenciales tan caras a su contexto, no haya podido consumarse a plenitud.


Notas

(1) Aunque la primera obra de Amado fue El fósforo sobre la paja seca, que constituyera su tesis de graduación del Instituto Superior de Arte en 1982, es Tren hacia la dicha la primera en darlo a conocer. Publicada en la revista Tablas (2/87), elegida en la primera edición de la Colección Pinos Nuevos (Letras Cubanas, La Habana, 1994), e incluida en la antología Morir del texto, diez obras teatrales (Unión, La Habana, 1996), tuvo dos montajes teatrales y fue llevada a la televisión. Volver
(2) Hasta ahora, más allá de los autores incluido en Morir del texto... la antología de 1996, no había surgido ningún otro, además de Norge Espinosa y Raúl Alfonso --con varias obras publicadas y estrenadas--, Elvira Van Brakle, Elaine Centeno y Ulises Cala, dados a conocer en otra convocatoria de la Colección Pinos Nuevos. Volver