INVESTIGAR EL TEATRO. EL TEATRO DE LA VIOLENCIA
Colombia

Por Carlos José Reyes

Cuando el presidente López Pumarejo establece la Revolución en Marcha en 1936, justo en la mitad de su primer gobierno, notables cambios se estaban produciendo en el mundo en forma simultánea. En el oriente, Mao había iniciado su Gran Marcha hacia Pekín y la república española había entrado en una profunda crisis, debida a la radicalización de las fuerzas políticas de parte y parte, hasta colapsar en la guerra civil que a la postre daría el triunfo a las derechas. Fue en esta guerra cuando los alemanes ensayaron su aviación destructiva sobre la aldea vasca de Guernica, que jamás podrá olvidarse gracias al cuadro de Picasso, un testimonio sobre el horror de la guerra desde el territorio excelso del arte. Una simbiosis de lo sublime con lo miserable, que nos recuerda que el arte es la suprema forma para no caer en la culpable oscuridad del olvido.

Pasada la guerra civil en España e instaurado un gobierno militar que daría al traste con las instituciones tanto monárquicas como republicanas, el nacionalismo excluyente de derechas comenzó a hacer estragos en Europa: mientras Hitler avanzaba hacia el centro, Mussolini (1883-1945), en Italia, invadía territorios del norte de Africa. La alianza de estos imperios con nostalgias de la antigüedad clásica, en su obsesión por dominar el mundo, abrió las puertas a la segunda guerra mundial: la herida estaba abierta y sangrante, y ya no era posible permanecer impasible o neutral en ninguna parte del mundo.

La guerra caliente termina en 1945, pero entonces se inicia una guerra fría, cuyo influjo se proyectará como un telón de fondo sobre el resto del siglo. Colombia tampoco puede sustraerse a este influjo de los conflictos internacionales, y esta sombra recae no sólo sobre la vida política, social y económica, sino también sobre las mentalidades, lo que hogaño se denomina como “el imaginario colectivo”.

La literatura y el teatro habían iniciado en la primera mitad del siglo un lento viraje del costumbrismo pintoresco y anecdótico, de carácter aldeano y campesino, hacia formas iniciáticas de literatura urbana. Las novelas de José Antonio Osorio Lizarazo (1900-1964), son un claro ejemplo de esta transición. De historias campesinas o mineras, como “La cosecha” o “El hombre bajo la tierra”, pasa a escribir novelas urbanas, de estilo seco y periodístico, como es el caso de “La casa de vecindad”, “El criminal”, “La casa de la miseria” o “El día del odio”, esta última ya influida por la violencia social desarrollada y ampliada a partir del 9 de abril de 1948, época a la cual nos referiremos en estas notas.

Desde luego, la violencia no se inicia, en términos absolutos, con la muerte de Gaitán. La confrontación había adquirido un carácter dramático desde años anteriores y el propio Gaitán, con su famosa Marcha del Silencio, de 1947, denunció su alarmante crecimiento.

En plena guerra mundial, los trastornos de Europa se habían reflejado sobre la política colombiana: en el intento de golpe en Pasto, contra el presidente López Pumarejo en su segundo mandato (Julio de 1944), en un movimiento liderado, entre otros oficiales de rango medio por el coronel Diógenes Gil, en las calles de Pasto se escuchan voces en contra del gobierno liberal y de apoyo al Nacionalsocialismo y al Eje. El mismo Gaitán, que había estudiado en la Italia de Mussolini, no pudo sustraerse a la magia del dictador fascista, caricatura de los viejos emperadores romanos, cuyo magnetismo influía de un modo hipnótico sobre las masas populares, como lo prueban las imponentes manifestaciones llevadas a cabo en distintas ciudades italianas.

Desde luego, esto no permite concluir que Gaitán hubiera adoptado un credo fascista, de derechas, pero sin duda, la magia de las masas enardecidas por el caudillo nacionalista no dejaron de influir de un modo decisivo en su devenir político.

Estas consideraciones de orden histórico y político resultan inevitables para comprender su influjo sobre la creación literaria, la narrativa y el teatro. Hemos hablado de Osorio Lizarazo, que por una extraña coincidencia enalteció al dictador Trujillo en su obra “La isla iluminada”, desliz que no le fue perdonado por la prensa liberal, y al mismo tiempo escribió sobre Gaitán y sobre el desastre del 9 de abril, en su ya mencionada novela “El día del odio”.

El teatro que se escribía y representaba por aquel entonces, tenía en Bogotá dos escenarios que, de algún modo, representaban a las tendencias antagónicas de la vida política: el Teatro Municipal, desde donde López Pumarejo había anunciado en 1929 que había llegado el momento para que el partido liberal recuperara el poder, después de más de 40 años de hegemonía conservadora, y al mismo tiempo, el escenario donde Gaitán pronunciaba sus vehementes discursos populistas, en los llamados Viernes Culturales, y por otra parte, el Teatro Colón, más elitista, en el cual se presentaban las compañías extranjeras con óperas y obras de alta comedia.

Los dos escenarios capitalinos marcaban notables diferencias en relación con la actividad escénica. Durante los años posteriores a la guerra mundial, en el Colón se presentaron compañías españolas, francesas o argentinas de paso, como fue el caso de la compañía Lope de Vega, con Carlos Lemos en los primeros papeles y la dirección de José Tamayo, con un repertorio de obras clásicas o bien piezas del siglo XX como “Los intereses creados”, de Jacinto Benavente, y de un modo excepcional, una pieza colombiana –bastante insólita para el repertorio tradicional de este elenco-, como “El gran Guiñol”, de Arturo Laguado, ganadora de un concurso promovido por la misma compañía en 1950. También se presentaron las compañías de José Cibrián, Enrique Rambal, Alejandro Ulloa, Camila y luego su hija Nélida Quiroga, argentinas, la compañía de Francisco Petrone, también del teatro rioplatense, que presentó “La muerte de un agente viajero”, de Arthur Miller, una de las primeras funciones de teatro moderno norteamericano en Colombia y un poco más adelante, la Comedie Francaise, con obras de Moliere, Corneille y Mirabeau, así como la compañía teatral de Jean Louis Barrault y Madeleine Renault. Estos y otros grupos de la misma naturaleza tenían un adecuado escenario en el teatro Colón.

El Municipal, en cambio, estaba destinado a compañías y representaciones más populares o populistas, y allí desarrollaron su repertorio comediógrafos como Luis Enrique Osorio o Emilio Campos, “Campitos”.

El caso de Campitos es muy diciente e ilustrativo como expresión de esta época. Su aventura escénica tuvo un comienzo, en realidad, en un café de su propiedad, que quedaba en pleno centro de Bogotá, cerca de la Iglesia de Las Nieves, bautizado con el explosivo nombre de Café Stalingrado. Un lugar de tertulia y bohemia, en el cual su propietario mostraba su habilidad para imitar las voces y expresiones de los políticos del momento, como el propio Gaitán, Alfonso López, Ospina Pérez o Laureano Gómez. Más tarde desarrollaría además la caricatura de Guillermo León Valencia, el general Rojas Pinilla y otros personajes de talla nacional en sus comedias satíricas.

Campitos aclaró en un reportaje, que le había puesto el nombre de Stalingrado a su café, para que sus amigos “no se lo tomaran”.(1) Un apunte característico de su humor cáustico y repentista. De este café pasó a la recién fundada Radio Nacional.(2), y de allí al teatro como actor, donde participó en obras como “Prohibido suicidarse en primavera”, de Alejandro Casona, o “Luna de arena”, de Arturo Camacho Ramírez. Sin embargo, pronto formó su propia compañía, desarrollando sus propias creaciones en un género de revista musical de carácter satírico-político, con espectáculos como: “Campitos Presidente” (1950); “Marcelino vino y ¡pum!” (1961); “La familia presidencial” (sobre el gobierno del general Rojas Pinilla); “Los tres Reyes Vagos” (sobre los dictadores suramericanos Perón, Pérez Jiménez y Rojas Pinilla); “Los hijos de Anarkos” (sobre el gobierno de Guillermo León Valencia)(3), etc.

Este teatro festivo y populista, concebido en medio de una época difícil, de grandes convulsiones sociales, se caracterizaba por su humor grueso y caricaturesco, subrayado por máscaras carnavalescas y chistes de ocasión, relacionados con la actualidad política. Un tipo de teatro que atrajo un abundante público al escenario del Municipal, en un comienzo, y luego a teatros como el Caldas o el San Jorge, ya desaparecidos, que servían como sustitutos del Municipal después de su demolición alrededor de 1951, durante el gobierno de Laureano Gómez, quizá por ser un espacio muy popular, y por lo tanto asociado a la figura de Gaitán, el caudillo asesinado.

En la época dorada del Municipal también se presentaron las comedias de Luis Enrique Osorio (1896-1966), de un estilo costumbrista, satírico y jocoso, como es el caso de sus piezas: “Adentro los de corrosca”, “Ay sos, camisón rosao”; “El rajá de Pasturacha”, “El zar de precios”; “La familia política”, “El loco de moda”; “Los espíritus andan sueltos” o “Al son que me toquen bailo”.

Osorio logró cautivar un amplio público popular y de clases medias, con un estilo de comedia influido de algún modo por los autores españoles de la época, como Benavente, los hermanos Alvarez Quintero o Eduardo Casona, pero buscando ante todo retratar la realidad nacional, un teatro de situaciones y conflictos reconocibles, colocando en escena personajes que permitieran una rápida identificación con el público y un lenguaje directo, sin subterfugios ni metáforas, que recreara en lo posible el habla cotidiana. Comedia popular, cercana al sainete, la revista o la zarzuela, el teatro de Osorio, junto con el de Campitos, logró llevar un amplio público a sus representaciones. Sin embargo, este teatro cambia de naturaleza y de atmósfera con la radicalización de los conflictos políticos y sobre todo, con el corte sangriento de los sucesos del 9 de abril de 1948.

En el primer caso, aparecen algunas de sus obras más significativas, como “El doctor Manzanillo” y “Manzanillo en el poder”, personaje paradigmático de la fauna política colombiana, heredero de piezas satíricas como “El Diputado Mártir”, de Angel Cuervo, escrita a mediados del siglo XIX.

Manzanillo representa un prototipo del intrigante, el “lagarto”, que deambula por los pasillos ministeriales y las antesalas del Congreso, que medra en los vericuetos del poder, con el objeto de escalar posiciones y obtener dividendos. Un personaje que llegó a convertirse en símbolo y emblema del politiquero, como expresión de una actitud denominada “manzanillismo”.

Tras el asesinato de Gaitán y los sangrientos acontecimiento del 9 de abril y los días siguientes, se inicia el período llamado “de la violencia”, y es allí cuando el teatro de Osorio cambia de carácter, su comedia se torna sombría, o por lo menos de un humor negro, alusivo a las circunstancias, en piezas cuyos solos títulos nos dan una idea clara de sus contenidos: “Toque de queda”; “Pájaros grises”; “El rancho ardiendo”, “Bombas a domicilio”; “Sed de Justicia o: El amor de los escombros”.

Esta primera aproximación a las nuevas relaciones sociales generadas por la violencia, como fueron la radicalización de las luchas políticas partidistas y los cambios en la propiedad de la tierra, debidos a esta misma polarización, tuvieron en la literatura y el teatro, en una primera instancia, un reflejo documental, casi periodístico, pues los temas y las nuevas realidades se trataban con las viejas herramientas de la comedia familiar, aldeana y costumbrista.

Así sucede no sólo con el teatro de Luis Enrique Osorio, el más conocido y prolífico autor de la época, sino también con el de otros autores, como es el caso de Oswaldo Díaz Díaz, historiador y pedagogo, que a la lista de obras didácticas sobre personajes y hechos de nuestra historia, agregó algunos títulos para incorporar su punto de vista sobre el tema de la violencia, que acaparaba las páginas de periódicos y revistas. Entre ellos cabe citar algunos como: “La señal de Caín” (4); “La sopa del soldado ó Callejón sin salida”.

También cabe señalar el teatro de carácter sociológico, con temas tanto urbanos como de la vida campesina, escritos por Antonio García Nossa (1912-1982). Abogado, economista, sociólogo, profesor universitario y escritor de varios géneros. Este pensador de la corriente socialista se acercó al teatro con piezas como: “Lucha contra el despojo”; “El resguardo” y “El policía rural”; piezas que, aunque no se representaron, evidencian una nueva preocupación y un cambio tanto en la temática como en las situaciones y personajes de la escena.

Algo semejante ocurre con el teatro de Rafael Guizado, nacido en Corozal, Bolívar, en 1913. Se trata de un autor de interés, vinculado a la escena con varias comedias y dramas, varias de las cuales fueron divulgadas en el radioteatro de la Radiodifusora Nacional de Colombia. En especial, se destaca su drama: “Brazos caídos”, uno de los primeros en plantear el tema de una huelga obrera en el teatro colombiano.

Sobre el tema específico de la paz aparecen algunas obras, en el período crítico de la violencia, durante el gobierno de Laureano Gómez y en los primeros tiempos del gobierno militar de Rojas Pinilla. Entre ellas mencionamos títulos como: “Hay que vivir en paz”, de Carlos Arturo Truque (Condoto, Chocó, 1927, Buenaventura, 1970), el sainete “El predominio de la paz”, escrito en 1953 por Efraín Gómez Leal (1917-1954) ó el drama de estilo expresionista “La jaula”, escrito por Arturo Laguado (Cúcuta, 1919), quien obtuvo el Primer Premio en el concurso de autores de la Compañía Lope de Vega por su obra “El gran Guiñol”.(5)

En “La jaula”, pieza de carácter narrativo, se desarrollan largos monólogos de Juan Elías, el protagonista, donde relata los hechos de la violencia, vistos desde la soledad de su refugio personal.

En esta primera etapa, que pudiéramos llamar testimonial, también hay que hacer mención del teatro del médico, folclorólogo y narrador Manuel Zapata Olivella. Se trata de un teatro con preocupaciones sociales, donde coloca en un primer plano los conflictos de etnias, característicos de la diversidad cultural colombiana. Los problemas de la cultura negra, los indios, mulatos y mestizos, aparecen en sus obras, aunque tratados de un modo ilustrativo y esquemático.

Zapata Olivella ganó el premio de la Revista Espiral, en 1954, por su obra “Hotel de vagabundos”, una pieza de difícil representación, por la cantidad de personajes que intervienen, pero muy interesante en cuanto trata temas de carácter urbano en una ciudad como Bogotá, tan difícil y compleja, y donde la violencia en las relaciones es el pan de cada día.

Las otras piezas de Zapata Olivella están directamente relacionadas con los temas de la violencia y las luchas sociales, como son: “Caronte liberado”; “Los pasos del indio”; “El retorno de Caín” o “Tres veces la libertad”.

Los distintos autores nombrados hasta en momento escribieron bajo el impacto directo de los acontecimientos y, por lo tanto, sus obras plantearon el registro de situaciones de violencia, de un modo casi periodístico y testimonial, sobre todo por el hecho de ser escritores que concebían sus piezas en la soledad de su trabajo personal, sin un contacto práctico y directo con la vida teatral desde el propio escenario, como lo hicieron Shakespeare o Moliere.

El teatro en Colombia no contaba con escenarios ni grupos estables para adelantar un trabajo permanente, formar un público y desarrollar una actividad profesional en forma continua. A esto se sumaba el hecho de la demolición del Teatro Municipal, en 1951, y por lo tanto sólo quedaban el Teatro Colón o algunas salas convertidas en espacios para el cine, como los Teatros Caldas, Faenza o San Jorge. Tales salas, por su régimen comercial sólo podían ser alquiladas en ocasiones excepcionales, como ocurrió, por ejemplo, con las revistas de sátira política de Campitos. Estas obras, de humor y diversión, fueron concebidas con el propósito de lograr una jugosa taquilla, lo cual no siempre sucedió, pues poco a poco el público de clases medias y altas, o sea, el que podía pagar las entradas, fue dejando a un lado el teatro populista, de humor grueso, caricaturesco y un tanto chabacano, para buscar los espectáculos de compañías extranjeras de “alta comedia”, como hemos dicho.

Sin embargo, la aparición de los festivales nacionales de teatro llevados a cabo en el Teatro Colón desde finales de la década de los años 50, permitió dar un nuevo dinamismo a la actividad escénica y a los elencos colombianos, lo que a la larga permitió desarrollar una actividad más constante en salas estables, de carácter experimental, al modo del movimiento independiente de Buenos Aires, liderado por Leonidas Barletta. Estos grupos experimentales y renovadores, que exploraban novedosas propuestas de avant-garde, intentaron desarrollar un teatro al margen de los grandes escenarios comerciales, habilitando pequeñas salas, como empresas quijotescas de los propios grupos, directores y actores.

La primera de estas salas independientes de Bogotá fue el Teatro El Búho, cuyas actividades se iniciaron en 1958 en el sótano de un edificio ubicado en la avenida Jiménez, abajo de la carrera 10ª. En este conjunto participaron en la primera época hombres de teatro como Fausto Cabrera, Santiago García, Joaquín Casadiego, Mónica Silva y otros. Aparte de obras de autores de vanguardia, europeos y norteamericanos, se llevaron a escena algunas piezas de autores colombianos, como “H.K.111”, de Gonzalo Arango (1959) o “Los pasos del indio”, de Manuel Zapata Olivella, dirigidas por Fausto Cabrera.

Pronto las salas independientes aumentaron su número, hasta consolidar un importante movimiento, en ciudades como Bogotá, Cali y Medellín. En la capital se abrieron más salas de teatro que cines fueron desapareciendo. Al Teatro El Búho siguieron la Casa de la Cultura (1966), que más tarde se convirtió en el Teatro La Candelaria y luego vinieron La Mama, El Local y el Teatro Popular de Bogotá, T.P.B.

A la creación de estos grupos se añadió una casi inmediata producción de dramaturgia nacional, en algunos casos vinculada con el moderno desarrollo de la narrativa, la novela y el cuento posteriores a los acontecimientos de 1948 y a la llamada “violencia en Colombia”.

Pasada la época de las guerrillas del llano, de Guadalupe Salcedo y Juan de la Cruz Varela, entre otros, así como la época más crítica de los llamados “pájaros”, como Sangre Negra, León María Lozano, “El Cóndor”, o Efraín González, tras la paz promovida en 1954 por el general Rojas Pinilla, la violencia de los partidos tradicionales cede un poco, de tal modo que resulta posible fechar un período (1948-1953) llamado “de la violencia” e iniciar su respectiva historización, de la cual el trabajo insignia es el libro “La violencia en Colombia”, de Orlando Fals Borda y monseñor Germán Guzmán, con la colaboración del sacerdote Camilo Torres Restrepo.

Otras luchas insurreccionales y otras historias vendrían luego, de las cuales surgiría tanto una literatura como otro tipo de teatro. En el orden literario podemos citar a figuras mayores, como Alvaro Cepeda Samudio y Gabriel García Márquez, que no se limitaron al simple testimonio periodístico, sino que elaboraron una narrativa novedosa, de alta calidad literaria, inspirada en cierta forma en autores como William Faulkner o Ernest Hemingway, pero que pronto adquirió una fisonomía propia, sobre todo en el caso de García Márquez, cuya obra ha alcanzado un notable renombre universal, hasta recibir el Premio Nobel de Literatura en 1982.

Sin duda, esta generación de escritores, así como otros autores destacados, del movimiento de la revista Mito, dirigida por Jorge Gaitán Durán, influyó sobre la dramaturgia de mediados de los años 60, que abordaba el tema de la violencia con otras herramientas lingüísticas y dramatúrgicas. Es el caso, por ejemplo, de la versión teatral de Soldados, basada en capítulos de la novela de Alvaro Cepeda Samudio “La Casa Grande”, realizada por el que escribe.

“La Casa Grande” se inspiró en los acontecimientos de la huelga de la zona bananera de 1928, acaecidos en la ciudad costera de Ciénaga, en el departamento del Magdalena. Los mismos hechos sirvieron de marco a la primera novela de García Márquez: “La hojarasca”, y hacen parte de otras de sus novelas, en especial de “Cien años de soledad”, que hoy se considera una obra clásica de la literatura castellana de todos los tiempos.(6)

Los acontecimientos de 1928 en la zona bananera de la Costa Atlántica colombiana sirvieron al dirigente liberal Jorge Eliécer Gaitán para llevar a cabo su primer gran debate parlamentario, en el Congreso de 1929, en las postrimerías de la hegemonía conservadora que había permanecido en el poder durante más de 40 años.

Este acontecimiento vino a constituirse, después de la presentación de “Soldados”, en 1966, en uno de los temas recurrentes del teatro colombiano de los años siguientes. Fue el caso de la obra “Bananeras”, de Jaime Barbín, presentada por el Teatro Acción de Bogotá, alrededor de 1971, así como “La denuncia”, de Enrique Buenaventura, que tuvo como tema precisamente la mencionada denuncia de Gaitán sobre los sucesos de la zona bananera.

A estas obras siguieron otras, sobre la misma época y acontecimientos, como “El sol subterráneo”, de Jairo Aníbal Niño y la más reciente: “Fantasmas de amor que rondaron el veintiocho”(7), de Esteban Navajas.

La trama de esta pieza de Navajas parte de la anécdota de “La Casa Grande”, de Cepeda Samudio (Retomada en la versión de “Soldados”) sobre el soldado que no participa en la matanza de la estación de Ciénaga, por haber pasado la noche en un prostíbulo. La paradoja de los dos soldados consiste en que el soldado más consciente, que se interroga sobre si los huelguistas pueden tener o no razón, es el que dispara, mientras el otro, que ha asumido una posición machista y agresiva, a la postre ha ido a parar donde las putas y por lo tanto, se ha salvado de participar en la balacera.

En la obra de Navajas, el prostíbulo se presenta como una “academia de baile”, y la obra se desarrolla como una especie de opereta esperpéntica, con un lenguaje barroco que recuerda a don Ramón del Valle Inclán. Otras obras de Navajas, caracterizadas por un feroz y sardónico humor negro, también desarrollan temas de violencia urbana y campesina, como es el caso de “La agonía del difunto”, presentada por el Teatro Libre de Bogotá bajo la dirección de Jorge Plata o “Difuntos Express”, cuya acción sucede en una funeraria y que aún no se ha llevado a escena.

El caso más notable de la dramaturgia desprendida del fenómeno de la violencia, es el de Enrique Buenaventura (Cali, 1925). Tras un periplo viajero por las Antillas y América del Sur, durante el cual pudo conocer el movimiento teatral de países como Brasil, Argentina o Chile, más avanzado que el de Colombia por aquellos días, Buenaventura regresó a su ciudad natal como profesor de la Escuela Departamental de Teatro de Cali, alrededor de 1957, de la cual surgió el Teatro de Cali, TEC, el grupo más antiguo de Colombia que aún existe, tras más de cuarenta años de actividad teatral ininterrumpida, bajo la dirección de Buenaventura.

Después de una etapa de formación de actores y de público, con obras de autores clásicos como Shakespeare, Sófocles o Lope de Vega, Buenaventura dio los primeros pasos en la dramaturgia con su propia obra “El monumento”, así como con la versión escénica del cuento de Tomás Carrasquilla: “A la diestra de Dios Padre”, de la cual ha realizado cinco diferentes versiones a lo largo de cuarenta años.

El tema específico de la violencia aparece a comienzos de los años 60, en el teatro de Buenaventura, con la colección de piezas cortas recogidas bajo el nombre genérico de “Los papeles del Infierno”.

La idea de esta obra parte, sin duda, del ciclo de obras cortas de Bertolt Brecht sobre el nazismo alemán, titulado: “Terror y miserias durante el III Reich”. Tanto en la obra de Brecht como en la de Buenaventura, se traza un fresco sobre las respectivas épocas, a partir de situaciones de la vida cotidiana de personajes anónimos, de clases medias y populares, afectados por los acontecimientos políticos.

Entre estas obras se destaca “La Orgía”, pieza de carácter esperpéntico, que se desprendió del conjunto de “Los papeles del Infierno” para convertirse en una obra independiente. En ella se estudian las relaciones de violencia de un grupo de marginales que viven en extrema pobreza, y son contratados por una dama que en otros tiempos se codeó con figuras de la vida social, religiosa, política y militar. La vieja les presta vestidos que guarda en un baúl, para que representen a los personajes que encarnan sus recuerdos, hasta que el hambre, la necesidad imperiosa de comer, destruye la ilusión escénica y la comedia se torna en tragedia. En esta pieza se evocan obras clásicas como “La Celestina”, de Fernando de Rojas, o “Divinas palabras”, considerada como “tragicomedia” (al modo de la famosa de Calixto y Melibea), por don Ramón del Valle Inclán.

Las otras piezas de “Los papeles del Infierno” constituyen un rico fresco sobre los orígenes, consecuencias y ramificaciones de la violencia en Colombia. Entre ellas se observa la violencia del campo en “La maestra”, un poema escénico en el cual la acción es narrada por una maestra muerta. (Lo cual evoca al clásico Teatro Noh, del Japón, cuya representación es la remembranza de la vida de un difunto. En ambos casos, se trata de un teatro de la memoria, en el cual el recuerdo tiene un carácter de denuncia.

Los temas urbanos aparecen en obras como “La tortura”, en la cual un agente secreto, un torturador, termina interrogando a su propia mujer, como una deformación profesional, hasta matarla, en apariencia, por sufrir un ataque de celos. También se incluye “La autopsia”, obra en un acto que reflexiona sobre el mismo tema, pero visto desde la óptica contraria: un médico que hace autopsias a las víctimas de la tortura oficial, se ve abocado a realizar la autopsia de su propio hijo, muerto en extrañas circunstancias por la policía. Aunque al final el médico es eximido de esta obligación, la escena tiene un hondo dramatismo, por tratarse del diálogo de marido y mujer cuando el médico se prepara para dirigirse al anfiteatro. La llamada telefónica que lo salva de tan doloroso compromiso, lejos de ser un final feliz, deja un saber amargo y siniestro en los espectadores. En efecto, estos personajes no son héroes, sino seres sencillos, como la mayoría de los espectadores, abocados a circunstancias y dilemas excepcionales, que destruyen el equilibrio de su vida ordinaria. A estas piezas breves se agrega “La requisa”, en la cual se involucra a una inocente mujer en la investigación de las actividades clandestinas de su joven esposo, quien no ha permitido que ella haga parte de su actividad conspirativa.

“Los papeles del Infierno”, de Enrique Buenaventura, tienen una decisiva influencia de Bertolt Brecht, no sólo porque el proyecto tenga afinidades con la mencionada pieza del autor alemán, sino por la forma misma de usar el distanciamiento y el teatro épico de la vida cotidiana, tal como lo planteaba Brecht en el post-facio de “Mahagonny”, y en otros de sus escritos sobre teatro.

Con esta misma influencia se desarrolla el teatro de Gilberto Martínez Arango, de Medellín. Deportista, médico cardiólogo, dramaturgo y animador teatral, desde su pieza “Los Mofetudos” asumió una posición crítica frente a la sociedad y el teatro. Su pieza “¡Justicia, señor Gobernador!” está inspirada en la obra de Bertolt Brecht “La condena de Luculus”. Por otra parte, Martínez ha escrito diversos ensayos sobre el teatro dialéctico y la obra de Brecht.

Los temas de la agresión, la soledad y los conflictos en las relaciones personales y de pareja, signadas por el ambiente de violencia del entorno, han marcado la obra de los nuevos autores de Bogotá y Medellín, ciudades en las cuales el movimiento teatral ha mantenido un desarrollo constante.

En Bogotá se destaca la obra de Fabio Rubiano Orjuela, dramaturgo, director y autor, quien con su grupo el Pequeño Teatro Petra ha estrenado una buena parte de sus obras. La primera de ellas, “El negro perfecto”, se inspiraba en una pieza del venezolano Román Chalbaud, aunque desarrollando su propio lenguaje y personajes. Más tarde vinieron piezas de carácter urbano, en las cuales Rubiano buscaba más la interiorización de los conflictos y la atmósfera de violencia, latente en el aire, que su recuento periodístico o testimonial. Un teatro más íntimo y existencial de la violencia en las relaciones familiares y de pareja, en obras como “Desencuentros”, “Amores simultáneos” o “Hienas, chacales y otros animales carnívoros”. Rubiano también es autor de una versión escénica de la novela de Rafael Chaparro Madiedo “Opio en las nubes”.(8)

La última pieza de Rubiano, titulada “Cada vez que ladran los perros”, también obtuvo el Premio Nacional de Cultura en el género de teatro(9).

En cuanto a la nueva dramaturgia creada en Medellín en las últimas dos décadas, es indudable que un nuevo tipo de violencia, generada por el narcotráfico y el sicariato, ha transformado la imagen de la ciudad y la vida cotidiana de sus gentes. Es importante anotar, sin embargo, que la dramaturgia surgida con posterioridad a estos hechos, no repite en modo alguno el carácter testimonial y periodístico que tuvo en Bogotá en los años 50. Más bien puede hablarse de una reacción contra el esquematismo y contra un teatro de tipo naturalista. Los tres autores más destacados de esta última época son José Manuel Freydel, Henry Díaz Vargas y Víctor Viviescas.

José Manuel Freydel, nació en Medellín en 1951 y fue asesinado en extrañas circunstancias en la misma ciudad, en septiembre de 1990. Freydel constituye un caso de excepción en la dramaturgia de las últimas décadas. Su obra se sitúa en medio de la violencia y el lirismo, entre un espíritu crítico y atormentado y un lenguaje de una alta calidad poética. Su experiencia escénica se desarrolló en el grupo La Fanfarria, más tarde llamado ExFanfarria, con el cual estrenó algunas de sus obras. Entre los títulos más destacados de su producción se cuentan: “Las medallas del general”; “Desenredando”; “Amantina o la historia de un desamor”; “Las arpías”; “Romance del Bacán y la Maleva”; “Los infortunios de la Bella Otero y otras desdichas”; “Las burguesas de la calle menor”; “¡Ay! Días”, “Chiqui”, “Contratiempos” y “Monólogo de una actriz triste”.

Sin duda hay huellas de Jean Genet, o aún más recientes de Bernard Marie Koltès, pero se trata más de afinidades existenciales que de imitaciones o plagios. Más bien, lo que existe es una coincidencia con la visión de un mundo nocturnal, desesperado, ambiguo, que se desarrolla en un ambiente de peligrosa bohemia, como el que llevó por caminos distintos a Koltès y al propio Freydel a su aniquilación final. De algún modo puede decirse que Freydel recibió la muerte de manos de uno de sus propios personajes.

El caso de Henry Díaz Vargas es muy diferente, a grandes rasgos, aunque en algunas de sus piezas encuentre puntos de confluencia con el anterior. Díaz Vargas ha tratado temas míticos y temas históricos en obras como “José Antonio Galán, o de cómo se sublevó el común”, ó en “La encerrona”, así como en la obra de atmósfera surrealista “Mas allá de la ejecución”, donde la cabeza cortada del conquistador Jorge Robledo persigue al autor de su muerte, Sebastián de Belalcazar, en el escenario virtual de la historia, más allá del tiempo y el espacio.

La violencia en las relaciones personales también se da en “El cumpleaños de Alicia”(10) . En esta obra, los conflictos dramáticos nacen de las tensas relaciones de dos lesbianas, Alicia y Dévora, cuando ha pasado la época del frenesí pasional y sólo quedan el rencor y la violencia en la vida cotidiana.

La pieza de Henry Díaz que toca en forma directa al mundo de la violencia que ha asolado a Medellín, sobre todo en los días de la lucha contra el cartel de Pablo Escobar se titula: “La sangre más transparente”.(11)

Esta obra se acerca en cierta forma a la poética desgarrada del teatro de Freydel, así como a una novela reciente que también sucede en Medellín, “La Virgen de los sicarios”, de Fernando Vallejo. En ella se conjugan amor y muerte, Eros y Tánatos, en una danza en la que un joven sicario es capaz de llegar al crimen por amor, en un ambiente turbio, en el que encuentra el amor de la madre en medio del fuego hiriente de la violencia.

El otro autor es Víctor Viviescas, cuya dramaturgia fuerte y muy personal se destaca como una de las más importantes y significativas de la producción escénica contemporánea.

Desde “Crisanta sola, soledad Crisanta” (12), el teatro de Viviescas adquiere fisonomía propia. Ante la violencia dominante en la ciudad, y que aparece como un telón de fondo en el sonido y las alusiones a disparos y explosiones que se escuchan fuera de escena, el mundo de la rumba y la bohemia nocturna asume el protagonismo, en un primer plano delirante, en el cual el ritmo frenético del baile y el licor intenta borrar, olvidar o desplazar a otro ámbito esa violencia asesina que se manifiesta en las calles.

En las obras siguientes de Viviescas, la violencia adquiere una atmósfera más personal e íntima, o si se quiere, más existencial. Los conflictos se dan en una interioridad que de algún modo recuerda a Beckett y a Koltés. También un tipo singular de teatro del absurdo, absurdo existencial, tal como lo imaginaba Albert Camus.

Entre estas obras se insinúan relaciones fragmentarias, momentos y sensaciones, corrientazos de energía psíquica, en títulos como: “Prométeme que no gritaré”; “Melania equivocada”; “Veneno”; “El tríptico del dolor” ó “Lo obsceno”. En esta última retoma el ambiente de rumba sórdida de “Crisanta sola”.

La última pieza escrita, publicada y llevada a escena por Viviescas es “Ruleta rusa” (13), una historia que acontece en un lugar solitario, en un espacio neutro, quizá un galpón, en las márgenes de la ciudad, en los bordes mismos de la vida social.

En esta pieza dura, donde danzan a un mismo tiempo el amor y el desamor, Viviescas plantea un fragmentario tejido de relaciones triangulares frente al juego azaroso de la ruleta rusa. Un juego, como la vida en última instancia, en el cual se decide la suerte de dos hombres y una mujer, en medio del agitado vaivén de sus sentimientos y dolorosos recuerdos.

Este panorama general del teatro frente a la violencia no estaría completo si no mencionáramos la obra creada por sus autores desde el mismo escenario, con el concurso de sus actores, mediante improvisaciones y propuestas de creación colectiva, pero conservando una dirección orgánica, con el objeto de consolidar una estructura dramatúrgica válida. Entre las experiencias más logradas y representativas podemos mencionar las llevadas a cabo por los grupos La Candelaria, La Mama y El Local.

En el caso del Teatro La Candelaria, puede hablarse de una coherencia interna, ya que una buena parte del elenco ha permanecido a lo largo de años, durante el desarrollo de gran parte de los trabajos mencionados. La primera experiencia al respecto fue “Nosotros los comunes”, una obra basada en improvisaciones efectuadas sobre el estudio del movimiento comunero de 1781. A esta primera tentativa le siguió “Guadalupe años sin cuenta”, basada en el estudio de las guerrillas del llano, comandadas por Guadalupe Salcedo. En esta pieza, al modo del “Salvattore Giuliano” de Francesco Rossi, el protagonista no aparecía en escena, sino evocado por anónimos personajes populares, que constituían la base de la historia épica. En “Guadalupe...” también se observa la confrontación política entre liberales y conservadores, por parte de la clase dirigente, representada con gestos amplios y grandilocuentes, un estilo operístico y caricaturesco.

Más tarde vinieron otras obras que aportarían nuevos datos y otras atmósferas, para contar la gesta del desplazamiento campesino hacia la ciudad, en “La ciudad dorada”, o la nueva forma de la violencia con la irrupción del narcotráfico, en obras de creación colectiva como “Golpe de suerte” y “El Paso”.

En el caso del Teatro La Mama, dirigido por Eddy Armando, la violencia urbana aparece con toda su fuerza en una obra en la cual se destaca ante todo el juego de imágenes siniestras y surreales de la puesta en escena, titulada “Los tiempos del ruido”. Las relaciones amorosas y de pareja, también marcadas por la violencia urbana, son la columna vertebral de nuevos montajes de La Mama, titulados: “La incertidumbre del amor” y “Arrebatos de mujeres”, piezas que indagan sobre la frágil envoltura de la convivencia, la amistad y el amor, en tiempos de crisis donde se pierde la fe en el futuro y en las utopías de cualquier naturaleza.

También el Teatro El Local, dirigido por Miguel Torres, ha indagado sobre la temática de la violencia urbana y social, desde uno de sus primeros trabajos, basado en una idea de Alejandro Jodorowsky y Pablo Picasso: “El túnel que se come por la boca”, y que se refiere a casos de represión y tortura de distintos momentos de la historia (como si la historia de la violencia no tuviera fin), hasta llegar a los campos de concentración de los nazis. El trabajo más logrado de los últimos tiempos del Teatro El Local es “La Siempreviva”, inspirado en el caso de una muchacha desaparecida durante los acontecimientos de la toma del Palacio de Justicia, al final del gobierno de Belisario Betancur, en el año de 1988.

Los distintos ejemplos de piezas teatrales que hemos mencionado en estas páginas, así como muchos otros casos de grupos de teatro callejero o conjuntos experimentales, han desarrollado una dramaturgia con diversos niveles de calidad, sobre el tema de la violencia. Una violencia que rompió para siempre la imagen bucólica de la aldea, característica del teatro costumbrista del siglo XIX y una buena parte del XX, para revelar el parto doloroso de la modernidad, en medio del crecimiento delirante de las grandes metrópolis, sin adecuados planes urbanísticos que como consecuencia, presentan profundos contrastes en los cuales aparecen los cinturones de miseria que se ciernen, como una espada de Damocles, sobre amplios sectores de la ciudad, generando desafíos y tensiones en forma permanente.

Este teatro, de una u otra manera, ha dejado al descubierto los mecanismos de agresión y defensa que la sociedad emplea para lograr una relativa y siempre azarosa supervivencia. Como espacio de crítica ha conseguido ventilar situaciones y problemas, esbozando una estética que oscila entre el expresionismo y el esperpento, el teatro épico brechtiano y un nuevo estilo de realismo existencial, ambiguo y sugerente, como el que se halla en la obra de los últimos autores.

Desde luego, visto desde hoy, este teatro ha sostenido un delicado equilibrio entre el esquematismo y las buenas intenciones de cambiar el mundo y un salto al vacío, al escepticismo y la negatividad, que aparecen como los designios de la tragedia griega: premoniciones de hechos infaustos, como es el caso de “La Orestíada” de Esquilo, trilogía en la que tras una larga lucha de clanes se vislumbra a la postre la posibilidad de la justicia y el equilibrio social. Sin embargo, el recrudecimiento de los conflictos y el incremento de la violencia, en una guerra sin cuartel, donde cada sector busca afirmarse por medio de la fuerza, ha producido en el campo del teatro un estupor, un viraje, en busca de otras alternativas para pensar las historia y comprender los hechos. Las últimas obras de Fabio Rubiano Orjuela, por ejemplo, así lo muestran. Tal es el caso de “Mosca”, pieza inspirada en “Titus Andronicus”, de Shakespeare, en la cual la violencia aparece como un mecanismo que destruye, borrando cualquier posible humanismo o justificación humana. La gran pregunta, más allá de las voces, las pinturas, las representaciones teatrales, es: ¿Cuánto va a durar esta pesadilla que parece no tener fin?


Notas

(1) Rev. Sábado, junio 5 de 1950. Volver
(2) En 1940, durante el gobierno de Eduardo Santos. Volver
(3) Anarkos es el título del poema más famoso de Guillermo Valencia, padre del presidente Guillermo León. Volver
(4) Editorial Kelly, 1963. Volver
(5) Arturo Laguado : " El gran guiñol " y " La Jaula ". Ed. De la Empresa licorera del Norte de Santander y el Instituto Colombiano de Cultura. Bogotá, 1983. Volver
(6) La primera edición de " Cien años de Soledad " fue la publicada por Suramericana, de Buenos Aires, en 1968, y que hoy constituye una rarera y un tesoro bibliográfico. Volver
(7) Fantasmas de amor que rondaron el ventiocho, de Esteban Navajas, obtuvo en Premio Nacional de Cultura de 1994, en el campo de la dramaturgia. Ed. De Coltultura, Tercer Mundo Editores, Bogotá, 1995. Volver
(8) "Opio en las nubes", de Rafael Chaparro Madiedo, obtuvo el Premio Nacional de Novela en 1992. Ed. Colcultura, Premio Nacional de Literatura 1992. Chaparro Madiedo, nacido en 1967,murió en forma temprana, poco tiempo después de recibir el premio, antes de haber cumplido los 30 años de edad. Volver
(9) Fabio Rubiano Orjuela : "Cada vez que ladran los Perros ", Premio Nacional de Cultura. Ministerio de Cultura, Bogotá, 1998. También obtuvo el Premio de Dramaturgia del Instituto Distrital de Cultura, por su obra : " Gracias por haber venido". Volver
(10) Primer Premio en el Concurso de Obras Dramáticas de la Universidad de Medllín, publicada en la revista de laUniversidad en el nº 48, correspondiente al mes de diciembre de 1985. Volver
(11) Henry Diaz Vargas: "La sangre más transparente". Premio Nacional de Literatura, 1992. Ed. Colcultura, 1992. Volver
(12) Primer Premio en el Concurso de Dramaturgia celebrado con ocasión de cumplirse el 450 aniversario de la Fundación de Bogotá. Volver
(13) Primer Premio de dramaturgia en los Premios Nacionales de Colcultura, 1993. Volver