HACER TEATRO HOY. SER DRAMATURGO EN COSTA RICA
Costa Rica
Por Ana Istarú
A finales de los años 70 el teatro josefino estaba en
ebullición. Había varias salas abiertas en permanencia,
las cuales daban función seis veces por semana, con obras de alta
calidad tanto a nivel de los textos como de las puestas en escena. Actores
y directores extranjeros, exiliados políticos en su mayoría,
habían profesionalizado un quehacer teatral empírico, abriendo
escuelas y formando a las nuevas generaciones con rigor y mística.
Este teatro basado en la exigencia y en la excelencia dio
sus frutos: se generó un público ávido, cada vez
menos ingenuo, con mayor discernimiento, que comenzó a llenar las
salas. De ser una actividad elitista, pasó el teatro a ser de consumo
popular y se inició su descentralización de la capital.
Gracias a la labor pionera del Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes
de aquel entonces, se empezaron a enviar las obras de teatro en gira por
las provincias y se propiciaron y apoyaron grupos regionales "amateurs".
Sin embargo, esta evolución se vio frenada por varios
aspectos. Un factor que ha influido en el deterioro de la calidad del
teatro nacional ha sido el retorno de muchos de los profesionales extranjeros
a sus países de origen, en razón del restauramiento de las
democracias del Cono Sur, lo cual ha empobrecido notablemente la actividad
docente y la oferta teatral.
Pero el peor problema que afecta nuestra actividad teatral,
paradójicamente, ha sido su éxito. Luego de muchos años
durante los cuales un grupo independiente se veía forzado a montar
cuatro obras al año para subsistir, ocurre que los montajes empiezan
a permanecer en cartelera, gracias a la nutrida afluencia de público,
durante meses, un año y hasta dos años o más.
El teatro se vuelve una actividad altamente lucrativa, no tanto
para los actores como para lospropietarios de los teatros, quienes fungen,
también, como directores artísticos. Esto incidió
en el escogimiento de los textos dramáticos, cada vez más
complacientes, y en el de los actores, cada vez más aficionados
(y, por lo tanto, con menores exigencias salariales).
Actualmente la cartelera está inundada de obras de corte
comercial y son pocos los clásicos u obras de vanguardia que subsisten.
Frente a este panorama teatral surge una generación de dramaturgos
a la que pertenezco, ubicados entre los 35 y los 45 años, y que
ahora toma el relevo de los tres dramaturgos pioneros, quienes durante
varias décadas fueron los únicos exponentes de la moderna
dramaturgia nacional, a saber: Alberto Cañas, Samuel Rovinski y
Daniel Gallegos, los dos primeros reconocidos narradores, el último
dedicado por mucho tiempo exclusivamente al texto teatral. Deben mencionarse,
también, aunque más esporádicas, las incursiones
en el género hechas por Antonio Yglesias.
A diferencia de esta generación anterior (de la que
curiosamente estamos alejados en el tiempo por la ausencia de una generación
puente entre ambas), los jóvenes dramaturgos no hemos podido escribir
con la misma libertad y despreocupación que nuestros predecesores.
Estos disponían de la posibilidad de ver montadas sus obras, se
tratara del género que fuera o de un osado trabajo de experimentación,
en tanto que hoy pesa sobre el dramaturgo la obligación de presentar
al empresario un éxito de taquilla, lo cual condiciona, en gran
medida, las características del texto. (Debemos reconocer que esta
condición no es exclusiva del dramaturgo nacional, sino que lo
afecta como a los creadores de las grandes metrópolis culturales).
Si bien es cierto que existen salas respaldadas por el Estado, en las
cuales se propicia el montaje de obras nacionales, sus temporadas tienen
una duración muy limitada por sus múltiples compromisos.
A pesar de eso, una docena holgada de teatreros formados en
el oficio (actores, directores, técnicos), no ya literatos, se
ha dedicado exclusivamente a la dramaturgia. La reciente antología
de Carolyn Bell y Patricia Fumero ("Drama contemporáneo costarricense",
Editorial de la Universidad de Costa Rica, 2000), establece definitivamente
su existencia como generación. A los distintos nombres que allí
aparecen (Guillermo Arriaga, Jorge Arroyo, Roxana Campos, Leda Cavallini,
Walter Fernández, Ana Istarú, Melvin Méndez, Arnoldo
Ramos, Miguel Rojas y Víctor Valdelomar), entre los cuales el porcentaje
de autoras mujeres empieza a ser considerable, agregaría yo el
de Claudia Barrionuevo y Linda Berrón.
Venimos, pues, a consolidar un verdadero movimiento teatral
nacional, ya que sin la presencia de autores que traten temas y situaciones
meramente costarricenses (en un país con escasa o nula tradición
dramatúrgica), la actividad teatral está incompleta, a pesar
de la cantidad de salas abiertas en permanencia (14 en una ciudad de un
millón de habitantes, la afluencia de público, la calidad
de los intérpretes y la continuidad de los montajes.
Tenemos, como principal escollo, la obligación de producir
textos para montajes de bajo costo y alto rendimiento económico;
como ventajas, la fidelidad y benevolencia del público hacia los
textos nacionales y el apoyo estatal; como reto, la creación de
obras que desentrañen la identidad costarricense con una alta calidad
artística y que, partiendo de lo local, alcancen una dimensión
universal. El tiempo dirá cuánto de estas metas podrá
ser cumplido. Por el momento, se constatan como logros obtenidos la copiosa
producción de obras, la creciente confianza del empresario teatral
en el texto nacional, el surgimiento de una galería de personajes
urbanos contemporáneos y la incipiente difusión de nuestra
producción dramatúrgica en el extranjero, incluyendo versiones
a otras lenguas.
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