HACER TEATRO HOY. DE DRAMATURGO A DRAMATURGO: CARTA POSTUMA A MANUEL MÉNDEZ BALLESTER
Puerto Rico

Por Roberto Ramos-Perea

Mi querido Manolo:

Ese simposio que en tu nombre realizó la Universidad Interamericana de Aguadilla y el Departamento de Educación, tan pertinente como necesario y merecido, me ofrece una hermosa oportunidad de reflexionar contigo sobre tantas cosas comunes y sobre otras en las que siempre estuvimos en desacuerdo.

Se siente extraño hablarte con esta franqueza, ahora que te has ido a ese hermoso lugar del más allá... sí, me siento extraño, pero cómodo, sobre todo porque siempre mi tono al hablarte viajaba entre la intolerancia juvenil y el asombro ingenuo. Para un dramaturgo -de 40 y tantos años como yo ahora-, hablarte como te hablaba, a ti, un dramaturgo de 80 y tantos, era un acto de alebrestada inocencia que yo disfrutaba sobremanera.

Hablamos muchas veces, peleamos otras tantas, porque de eso se trataba este oleaje de ideas que nos forma en el mismo oficio y en la misma pasión. Porque entendimos que ser dramaturgos puertorriqueños era algo más que un oficio, era una forma de vivir y de ver el mundo.

Ahora que estás sentado por aquí en algún sitio escuchándome, con tu espalda muy derecha y tu mirada severa, con tu sombrero como si hubieras nacido con él, tu corbata y tu gabán siempre impecable y en los labios esa sonrisa pícara de adolescente con que siempre rebatías cualquier argumento político... voy a hablarte de algunas cosas que se me quedaron en el tintero, y de otras que comencé a dialogar contigo y que por la mala pata del tiempo y el agite, nunca pudimos terminar.

Mi historia contigo empieza a mis 12 años. Cuando leo por primera vez “Tiempo muerto”. Ya hacía algún tiempo que había decidido ser escritor de teatro, y leer “Tiempo muerto” una y otra vez, era como una lección de dramaturgia aprendida a reglazos.

¡Cuán perfecta me parecía esta tragedia nuestra!

Perfecta de todo, de tema, de estructura, de visión del país, y luego, años más tarde, cuando escuché al severo crítico dramático Ramón Figueroa Chapel hablar de “la perfección” de tu obra, me felicité por haber acertado en encontrar aquella palabra que mejor definía esa, la más importante tragedia de todo nuestro teatro. Más adelante te contaré cómo poco a poco mi visión adolescente y universitaria, se tornó en un cuestionamiento doloroso sobre tu trágica visión de mundo.

La vida me llevó a conocerte y estrecharte la mano, allá por el 1982, cuando en el agite de mi formación literaria, me honraste con tu presencia -tú junto a Paco Arriví, ¡qué paredón de fusilamiento!- en el estreno de mi obra “Revolución en el Infierno” en el Teatro Universitario. Allí tus ojos se posaron sobre mí con asombro, con cariño casi, con esa complacencia de que algo bueno habías visto. Y tu sonrisa fue un homenaje sincero que hizo explotar mi entusiasmo por la dramaturgia. Nada más imagina que uno de los Tres Reyes Magos del teatro nacional te diga que tu primera obra grande le pareció “muy buena”. Me parece oírte decirme con tu tono remordido por la seriedad de un padre: “Oiga Perea -porque así me llamaste siempre- usted ha empezado este oficio nadando en aguas profundas”.

Así las cosas, desde ese momento se dio el interesante reconocimiento de tu franco saludo y tus alentadoras palabras, cada vez que nos veíamos -Carlos Canales y yo- con Paco y tú, en uno que otro restaurante de Santurce en los que hablábamos por largas horas de todos los temas, desde nuestras esposas hasta nuestros gobiernos.

Fue esa época, una muy hermosa en mi vida. No fueron pocas las veces y aquellas veces, me sirvieron para condenar con violencia la ausencia del estimulo de otros que como nosotros se llamaron dramaturgos puertorriqueños pero que jamás siquiera viraron su mirada a las nuevas generaciones. Tú y Paco fueron abuelos y padres de mi generación violenta y apasionada. Fueron guías de nuestra formación dramática: nos presentaron autores que no conocíamos, nos hablaron de procesos intensos, nos abrieron las puertas al miedo de ser y vivir aquí. Tú y Paco nos escucharon. Luis Rafael Sánchez por ejemplo, no sé cuántas veces nos condenó, no sé cuántas más nos temió y sí sé cuántas veces nos viró la cara, a lo que tú y Paco siempre nos decían: “No hagan caso de él, sigan en lo suyo”.

Y crecimos con ese entusiasmo tuyo, y con el fuete cariñoso de Paco... Abuelos, amigos, hermanos, que jamás sintieron miedo de que nuestra carrera algún día, o algún día nuestras obras, tomaran ese falso y elusivo lugar hegemónico del teatro nacional. Porque ustedes sabían que nada podríamos disputarles. Y esa confianza, de dramaturgo viejo a dramaturgo joven, fue una de los más hermosos incentivos de mi vida como artista. Y desde aquí te doy las gracias por el tiempo que me dedicaste y yo sé que me das las gracias por las muchas veces que te di pon hasta tu casa y seguíamos la charla en tu oficinita llena de periódicos viejos.

Más tarde, las luchas del teatro nos llevaron al IV Seminario de Dramaturgia que auspició la Sociedad Nacional de Autores Dramáticos (SONAD). Allí sostuvimos una de nuestras primeras peleas que hoy sigue inconclusa y que al parecer, dado el hondo grado de división política de nuestro país, seguirá inconclusa por mucho más.

Todo empezó así: Estuve defendiendo durante algún rato, la posición del dramaturgo como cuestionador y fiscal de los gobiernos y las sociedades. Me apoyaba en el nulo estímulo y la abierta censura que permeó en el gobierno de Carlos Romero Barceló contra la dramaturgia contemporánea, sobretodo durante la dirección del actor Raúl Carbonell Padre, en la Oficina de Fomento Teatral del Instituto de Cultura Puertorriqueña. Allí dejamos claro, con amplia evidencia, que la censura del gobierno de Romero fue abierta, sin disimulo y agresiva contra todo el cuerpo de los que conformamos la nueva dramaturgia de entonces: por ejemplo, a Zora Moreno se le negó el Teatro del Patio para representar su obra sobre el asesinato de Adolfina Villanueva, en la Universidad de Puerto Rico se censuró la obra de Teresa Marichal por ser alegadamente “pornográfica”, la Primera Muestra de Joven Dramaturgia Universitaria de 1981 fue vigilada e intervenida por agentes encubiertos de la Policía, al Teatro del Ateneo se le negó subsidio cuando solicitó ayuda económica al ICPR para montar mi obra “Módulo 104”, porque según dijo Carbonell y cito: “la obra hablaba pestes de Carlos Romero Barceló”.

Luego de escucharme con atención, te dirigiste a mí, con voz entrecortada por la incredulidad y me dijiste, “Pero Perea, el Gobierno no puede subvencionar obras de teatro donde lo estás criticando. Es muy ingenuo de tu parte pretender que te den dinero para que luego les des por la cabeza”.

Y aquí nace una de las más importantes polémicas generacionales que aún estamos discutiendo: en primer lugar, el rol de la dramaturgia ante la sociedad en que vive y se manifiesta y segundo, el rol de los gobiernos ante esas dramaturgias.

Y para ilustrar este jugoso conflicto, me voy a referir a tu propia obra: cosa que hice aquella vez, y que aún dándome parte de la razón, insististe en mi equivocación.

Dime tú, y que me conteste tu obra, si no es “Tiempo muerto” la más severa critica que puede hacerse a los comienzos de la revolución industrial.

Tú comenzaste como socialista, en un momento en que el socialismo, aliado a las estructuras sindicales norteamericanas, trataban de organizarse para atajar los abusos latifundistas. Incluso fundaste grupos de teatro obrero con el propósito de aleccionar a los trabajadores en el reclamo de sus beneficios. Es decir, que desde mucho antes de “El clamor de los surcos”, tú, más que Arocho del Toro o Sierra Berdecía, o JIménez Sicardó, o Raúl Gándara, que eran dramaturgos de tu generación... entendieron que el teatro podría levantar los más severos juicios que hubieran podido hacerse contra este proceso de industrialización y sus crueles efectos secundarios. Usaste el teatro para ser fiscal de tu tiempo. Y tú me dirás... “pero en aquel entonces no lo hice con dinero del pueblo”. Perfecto.

Pero llevemos un poco más adelante la rueda. Los dramaturgos muñocistas como Eusebio Pratts, Gándara, Gustavo Jiménez Sicardó, y Sierra Berdecía... si bien afrontaron la crisis social, sirvieron a Muñoz. Le dedicaron obras, martillaron el ideario del Partido Popular entre las líneas de su personajes... tú no lo hiciste. Y aún cuando tu estrecha amistad con Muñoz era por todos conocida y tu trabajo como legislador popular harto elocuente, tu obra no sirvió a ningún partido, porque quisiste que tu obra gozara del albedrío del juicio social.

En 1959 el macetazo cuestionador de una obra política como “Encrucijada”, inicia el Primer Festival de Teatro del ICPR. Es decir, que tu obra, que enjuiciaba el peor efecto de la industrialización que fue la herida de la emigración, se llevó a escena con dinero del pueblo. Y así, Manolo, todas las demás, “La feria”, “El milagro”, “Don Goyito”, “Arriba las mujeres”, todas... todas, -que se estrenaron con dinero del gobierno-, de alguna u otra manera formaron un severo, agrio y directo cuestionamiento a una sociedad que padecía bajo la mano severa y áspera del Muñoz decadente, encrucijado en la historia del país que vendió a los gringos. ¿Y tú me decías que yo no debo pedir dinero al gobierno para montar las obras con que hago los mismos bravos juicios que aprendí de mi época, de ti, de Paco y de René Marqués?

Detesto la autocensura, como la detestabas tú. Me sabe a cobardía. Y aquel Primer Festival de Teatro del ICPR fue el crisol donde ustedes, los primeros dramaturgos que lo estrenaron, tuvieron que probar el caldo amargo de la persecución. Tú sabes las movidas que hubo que hacer para que René no estrenara “La muerte no entrará en palacio” porque Muñoz estaba rabiando con la obra. Yo no sé como no rabió también con la tuya, que era, políticamente tan fuerte y comprometida como la de René. Pero tu obra se estrenó y René tuvo que acomodarse. Esta historia es más larga, pero tú sabes los detalles porque estuviste allí. Porque tú estabas claro que la misión del teatro puertorriqueño de ese entonces -1959- era precisamente cuestionar unas políticas sociales y económicas que habían dividido a este pueblo en dos orillas. Y tú no tuviste miedo. “Encrucijada” es una de las obras de teatro puertorriqueño más valientes que yo haya leído en mi vida.

En última instancia Manolo, ya basta de temer al Gobierno -y he aquí el sencillo argumento que te convenció en parte- el dinero que reparte el gobierno para la producción teatral nacional, es tu dinero, mi dinero y el dinero de los contribuyentes. Los politiqueros que dirigen el Instituto de Cultura sólo tienen el deber de administrarlo. No te olvides que son nuestros empleados. Creo que te equivocaste aquella vez y tu propia obra se encargó de desmentirte. El dinero que da un gobierno para sus artes no puede estar condicionado a los gustos y temores de quienes lo administran. Claro, esto es lo ideal, pero sabemos que Roselló y su gente nombró en los puestos culturales a mediocres sin patria, que convirtieron al Instituto de Cultura en una trinchera anexionista. Y que a partir de ese momento ninguna obra de teatro puertorriqueño estrenada en los festivales del ICPR, llegaría a los tobillos ni en calidad ni en valentía a las escritas por ustedes, porque las que eran sometidas, en un segundo eran censuradas. No quiero entrar en los horrores de lo que ha sido la política cultural teatral del gobierno anexionista porque soy un hipertenso profesional.

Pero sí recuerdo que aquella primera polémica mía y tuya me sirvió para afianzarme en el respeto que siento por tu obra. Ante todo, tu obra es valiente, y esto no es un elogio fácil. En Puerto Rico la censura oficial, la censura no oficial y la autocensura han destruido gran parte de nuestras mejores muestras de literatura dramática.

Tomemos por ejemplo al Méndez de los años 40.

Vemos “El clamor de los surcos” (1938), “Tiempo muerto” (1940) y “Hilarión” (1942) y en la obra perdida “Nuestros días” (1944) a un Méndez joven, ¿cuántos años tenías? Apenas salías del cascarón socialista. Y hablas con el cuchillo en la boca sobre la necesidad de proteger la tierra de los intereses latifundistas. Si te oyera en 1940, te llamaría antiamericano, o comunista. Con la voz de hoy te escucho y te llamo puertorriqueño. En aquellos momentos fueron obras peligrosas, porque el idealismo es peligroso. Como el idealismo de Luis del “El clamor...” o la severa amargura de Ignacio en “Tiempo muerto”...

Bien. Ha llegado el momento de hablar de “Tiempo muerto”. En otros escritos míos sobre ti he abundado mucho sobre lo que te voy a decir, y no quiero repetirme. Pero si reafirmarme que con “Tiempo muerto” comienza la individuación del problema de la explotación del obrero y con ella, ese terrible sentido de indefensión, de impotencia, de contradicción y de vacío que sobre la identidad nacional permeó en el teatro desde 1940 hasta el nacimiento de la nueva dramaturgia en 1968. En parte es culpa de la inconsistencia de tu generación, el que nuestra dramaturgia haya sufrido tanto en la búsqueda de su identidad. Pero vamos, no quiero ser cruel con un proceso natural de nuestra literatura. Sería como cuestionarle a un adolescente por qué habla mucho por teléfono.

Pero uso adrede la palabra “inconsistencia” porque sí, porque había una dramaturgia que se cuidaba de ser motejada de nacionalista. Y la identidad -en esto los críticos de ese momento como Josemilio González, Angelina Morfi, Matías Montes Huidobro y Jordan Phillips- han llegado a la sabia conclusión de que la identidad fue un proceso de búsqueda dificultoso, a lo que yo añado que también fue errático, pesimista -como le llamaría René- y que no concluyó por el continuo salto que de una obra a otra, daban sus autores en la exploración de formas, estructuras e influencias principalmente importadas de Estados Unidos y de Europa. Es decir que para ustedes, en ocasiones, la forma fue más importante que el contenido. ¿Quieres ejemplos? “La feria” y “El milagro”, tuyas, herencia del absurdo tardío, “El apartamiento” y “La casa sin reloj” de René, ídem, y “Cóctel de Don Nadie” de Paco, igual. Todas ellas, obras de méritos argumentables que fueron recibidas con gran frialdad, y por cierto con ese sentido de lejanía con que el público puertorriqueño despacha interesantes muestras de nuevo teatro que no entiende o que no se parecen a él. Algo de esto descubrí recién en mi lectura numero mil de “Tiempo muerto”.

Pero Manolo, es lo que haces con tu propia obra teatral lo que me abruma de preguntas. Vas de la voz solidaria, idealista, utópica, obrera, comunitaria, universal y reivindicadora de Luis en “El clamor de los surcos”, a una voz particular, sola, única, apagada, quebrada por el ultraje, vencida y sangrienta de Ignacio en “Tiempo muerto”. ¿Por qué el cambio? ¿Es que nos venció el dolor? ¿Fue eso lo que quisiste decir? “Tiempo muerto” es una obra contenida, agria, sin salida. Es la voz humillada de Ignacio cuando dice “esa gente siempre gana”. Particularizas la opción de la derrota. Porque “Tiempo muerto” podrá ser la obra más perfecta de nuestra dramaturgia, pero es la más desoladora, la más cruel, la más pesimista e irredimible, la obra donde “el malo” gana al final, “el bueno” sucumbe en una hecatómbica victimización, y la justicia poética queda reducida a la venganza sangrienta. Que Ignacio mate al capataz, me lanza a aquellos tiempos románticones y echegarianos donde la sangre lavaba las manchas de la honra. Resabio posromántico, me parece y perdona, porque lo heredó muy bien Raúl Gándara y los demás dramaturgos muñocistas...

El problema de Ignacio se particulariza, es un problema de su dignidad violada por la soberbia del Imperio de la Sugar Cane Co. ... sí, sabemos que los capataces eran unos bestias, pero Ignacio padece, padece siempre; en el final de 1940 Juana se mata -después lo cambiaste y sólo Dios sabe por qué.

Pero esta familia no se levanta, no enfrenta su realidad, no tiene la voluntad, no puede decir un buen “carajo” a voz en cuello a nombre de su raza o de su clase... lo dice apagado, lloroso, cobarde. Vuelvo y te pregunto ¿qué quisiste decir con esto? ¿Que así somos? ¿Que así habremos de ser a perpetuidad? ¿Y Lares, Manolo? Y las intentonas de Yauco, la resistencia en el 1898, las luchas obreras de principios de siglo, el nacionalismo romántico, la revolución del 50, el 11 de marzo del 1971 y toda la lucha de Vieques... no desmienten el eñangotamiento de Ignacio?

Si mis lecciones de literatura dramática no están mal, tragedia es la confrontación con lo inevitable. ¿Qué cosa inevitable nos profetizaste con esta obra? ¿No acusas la docilidad de René Marqués en este asunto? O te conformas con sólo decirme que “así fueron las cosas”.

“Tiempo muerto” es una obra problemática, lo sabías. Aunque para ti, la perfección estética, la maestría dramatúrgica fueran harto importantes, no sé si pasas por alto este asunto de la identidad y su búsqueda dramática en esta opción de lectura. Es decir: ¿cuánto hay de la identidad nacional en un jíbaro bruto y victimizado? Estoy de acuerdo en que representas una realidad objetivable. Pero cuando discutí contigo en Cádiz, cuando el Gobierno la estrenó en el Festival de esa ciudad en 1988, allí en la barra del hotel, yo entendí que dijiste algo como que “las obras buenas siempre tienen vigencia”. ¿Pero era cierto eso? Me alegré mucho por ti porque estrenaste en España y era un sueño que acariciabas hace tiempo. Pero tu obra en aquel entonces me pareció una buena muestra de nuestro pasado ya superado, o como dije en algún arranque de irrespeto soberbio e intolerante, “Tiempo muerto” me parecía “arqueología” y que por lo tanto, no tenía cabida en un festival donde se supone que se estrenasen las muestras más avanzadas del teatro iberoamericano. Hace poco cuando se estrenó, me pasó por la mente la misma idea, pero hacía poco habías muerto y me condené por mi pensamiento. Ya quisiera yo cuando muera que alguien represente mi obra, para poder verla desde allá. Pero el asunto de la vigencia es importante que se discuta, porque me dolería mucho que se celebrase a “Tiempo muerto” sólo porque es una obra bien escrita o es “perfecta”. Yo creo y tú también lo crees, que las obras teatrales son por lo que dicen, por lo que enjuician, por lo que proponen, por lo que preguntan. Si “Tiempo muerto” perdió o no vigencia, si es una obra de “resistencia” como la llamó acertadamente el crítico Edgar Quiles, o por el contrario, una obra que expresa como ninguna otra nuestra impotencia sempiterna. Yo no lo sé bien. No es un asunto retórico, es vital para mí, porque estamos hablando de una obra que es vórtice del canon dramático puertorriqueño. Es problemático, viejo, y “Perea” no lo puede resolver porque está muy involucrado. Pero “Tiempo muerto” sirvió bien al arte teatral del país. No quiero hacer juicios lapidarios como los que acostumbraba a hacer Figueroa Chapel, quiero sí, con todas mis fuerzas rescatar la belleza de esta obra magnificente. Porque un dramaturgo nacional encontró belleza en nuestro más hondo dolor. Y ese fuiste tú.

Tengo otro recuerdo muy amable tuyo. La noche de estreno de “Melodía salvaje”, mi obra que trata sobre los reseñistas teatrales. Tú y Paco estaban allí. En ella fui implacable con esa peste que se esparce por nuestros periódicos, juzgando sin saber, hablando sin conocer, haciéndose pasar por intelectuales cuando son plenos mediocres de una arte que no pueden practicar. En aquel momento repetí la famosa frase de que “un crítico es alguien que pretende enseñarle a Don Juan como hacer el amor”. Fue una obra exitosa a juzgar por los aplausos. Pero confirmé que lo fue cuando tú y Paco llegaron hasta mi tras bastidores, me abrazaron como se abraza a un hermano que llega de la guerra y me dijeron en medio de alegres y agradecidas sonrisas, “por fin alguien nos reivindica de esa ralea”. Tú particularmente me celebraste que había puesto el dedo en la llaga en un asunto importante sobre el teatro del país. Era obvio que todos sabían a quién se refería mi personaje de Avelino Mendoza. Y también lo fue obvio para ti, que sufriste en carne viva ese suplicio de la reseña mediocre, y qué decir de Paco, a quien esa misma reseña atacó inmisericordemente, al punto de que una vez esos reseñistas incitaron un abucheo a su obra, que él resistió como todo un gran general de batalla.

Poco tiempo después, Chavito Marrero inmortalizaría a “Don Goyito” en una actuación como nunca se habría visto en los escenarios puertorriqueños. Una de esas actuaciones iluminadas por las musas, magnificentes, llenas de vida, de luz, de magnanimidad, actuaciones como hemos visto tan pocas en toda nuestra historia en el teatro. Yo salté emocionado de la silla y corrí tras bastidores luego de la función y allí estabas tú con Chavito, discutiendo la reseña de aquel ser fatalmente recordado por la gente del teatro que se llama Ileana Cidoncha. Ella había destrozado la obra de manera cruel y viciosa... ella, que decía que los dramaturgos puertorriqueños no escribimos “como Aristóteles exige en su poética” y que nos bombardeó durante quince años con otras ridiculeces parecidas. Y me miraste fijamente, ansioso y esperando y yo te dije desde el fondo de mi corazón, que era de lo mejor que había visto en todo el teatro puertorriqueño en toda mi vida, y me abrazaste tan fuerte que por poco me partes de la alegría, y hasta Chavito me dio un beso en los cachetes. Y era cierto, ah, Manolito, cuán cierto que hoy te lo repito. Fue una de esas noches de teatro en la que uno dice, ¡gracias a la vida que soy dramaturgo puertorriqueño!

En el teatro de este país se han dado cosas... cada cosa que pondría a uno a temblar, o a desistir. Pero aprendimos de ustedes a no desistir, aprendimos a morder, sólo que ustedes lo hicieron con estilo y nosotros no. A muchos de mi generación les gustaba la sangre, nos gusta todavía, Manolo, como cuando aquel idiota, aquel simulacro de director teatral, arruinó tu última obra “Tambores en el Caribe”.

Llegaste a mi oficinita del Ateneo aquella tarde, con el libreto bajo el brazo y me dijiste, “Toma Perea, léela tú, y dime si lo que ha hecho ese bandido no es una canallada. Nunca me invitó a un ensayo, cortó las líneas que le dio la gana, llenó la obra de vulgaridades sexuales y...”. Y te quedaste callado, musitando bajito, ofendido en tu orgullo, en tu sagrada estima como autor. Y yo, que ya la había leído te dije, “tranquilo, Manolo, vamos a matarlo y ya”. “Matarlo” en la jerga teatral, quiere decir que lo quemas, lo descubres, haces pública su canallada para que todos sepan quién es y no lo contraten más. De hecho, luego de esa obra comenzó la larga caída teatral de este director que sin más remedio a su incapacidad se fue a subsistir en la televisión.

Y lo matamos ¿te acuerdas? Firmé un artículo de prensa cantándole al directorcito las cuatro verdades a mi estilo mayagüezano. Y luego me llamaste diciéndome: “Le diste duro, Perea”, y yo te contesté: “Yo hago las cosas de dignidad artística sin miedo y con sangre si hace falta”... y me dijiste, sonreído y agradecido, “Eres terrible, pero gracias, estuviste bien”.

Otra cosa que recuerdo es cuando cierto dramaturgo al que admirabas te llamó “artesano de las palabras”. Yo no entendí eso muy bien. Porque con las palabras no se puede hacer artesanía, se hace arte, hasta donde yo sé. La artesanía se vale de materiales naturales y en procesos de manufacturación repetida se crean objetos de uso u obras de arte. Un día te lo comenté y me pareció que te sentiste halagado por lo que creías era un elogio. No menosprecio bajo ningún concepto la belleza de la artesanía, pero no era de eso de lo que hablábamos. Yo siempre te creí artista y lo seguirás siendo siempre.

Después las mil veces que nos cruzamos en calles y plazas, siempre con tu bastón y tu sombrero como un Chaplin orgulloso de andar dándole palizas al tiempo. Diantre, ¡porque mira que eras viejo! Tu edad era un misterio. Y siempre bromeaba con los dramaturgos de mi generación, que ni tú ni Enrique Laguerre se morirían nunca. Que siempre estarían ahí para enseñarnos que esto es asunto de aguantarse, de mantenerse. Siempre que te veía caminando por la calle me decía, “Yo quiero llegar allí”.

De eso a la tempestuosa caída que te precipitó la muerte física, va algún tiempo en que te vi menos. Me excuso de no haberte visitado al hospital. Mil razones idiotas y entre ellas mi propio miedo a enfrentarme a lo implacable de la partida.

Ahora que te hablo reafirmo que tú constituyes el canon dramático puertorriqueño del siglo XX junto a Paco y a René. “Tiempo muerto”, “Los soles truncos” y “Vegigantes”, que han llegado a constituir, para desinformación de muchos, lo que se puede llamar “teatro puertorriqueño”. Sí, porque a la mención de esos tres títulos hay gente que aún piensa que ése es el único teatro puertorriqueño que existe. Y este garrafal error se prolonga en la academia y en la crítica que no toma en cuenta que han pasado más de medio siglo en el que tres generaciones de autores dramáticos nacionales se han manifestado con mucha más frecuencia y tenacidad que ustedes. Pero de eso tú no tienes culpa, tranquilo.

Ya sólo me queda aquí en este lado, Paco y la última vez que lo vi hace un mes más o menos, lo vi mal. Le dirigí “Vegigantes” hace poco y mi encuentro con él fue muy cariñoso y pude expresarle nuevamente la magnitud de mi cariño y admiración por su obra inmensa. Paco y tú siempre fueron grandes amigos, hermanos de siempre. Ahora, sé que ustedes -aunque lo nieguen- no soportaban a René y nada que ver con asuntos de calidad literaria, sino más bien de actitud. La arrogancia independentista de René, su poca sociabilidad literaria, su escandalosa y abrumante vida, su violencia autodestructiva, fueron atributos de René que Paco por ejemplo, resintió siempre. Tú tampoco me hablabas de René con mucho aprecio aunque reconocías su calidad. Un día les dije bromeando que ustedes -tú y Paco- no lo soportaban porque eran populares. Y se enojaron. Pero yo tenía razón. Mi ultimo reproche va a ti y a Paco. A veces defendían lo indefendible. Defender algunas de las políticas culturales de Hernández Colón me sacaba por el techo sin más. Paco y su perorata institucionalista “el estado benefactor, el estado tiene el deber”... y tú con tu solidaridad muñocista “cuidado con la anexión”... lograban enajenarme de ustedes lo suficiente como para que nuestras discusiones políticas terminaran en ocasiones con los gritos y resentimientos antisocialistas de Paco o tu silencio sonreído. Y no me digan que la política no les influyó en el pensar. No me digan que el proyecto de política cultural del ICPR fue un reloj suizo porque me seguiré riendo de su ingenuidad.

Tú y Paco saben que el Instituto de Cultura pasó a ser un refugio de activistas políticos favorecedores del gobierno de turno. Que ese misma agencia a la que ustedes dieron tanto de sí, hoy en día es una agencia que habría que poner en juicio si queremos ser honestos al sentido común.

Alguien dirá, ¿pero por qué te reprocho de política? ¿Por qué no pierdo mejor estas cuartillas hablando de tu obra? No nos olvidemos que los escritores puertorriqueños somos ante todos seres enjaulados en una severa condición colonial de la que ninguno puede escapar. Que tú mejor que nadie la interpretaste en tu genial cinismo, en tu vitriólico humor y en tu carcajada incrédula por las cosas que este Macondo viviente nuestro nos ofrecía día tras día. Que la política permea y late en toda tu obra, desde la primera a la última, sobre todo en “La polilla” que trata el tema de la corrupción. Obra que debería montarse ahora mismo para enseñarle a este país que ya estamos hartos de que “cualquier cosa sea un político y que un político sea cualquier cosa” como dije en mi más reciente obra.

Fuiste un ser político, que toca la política con inteligencia en la mejor tradición de Aristófanes y Moliere; juzgaste tu momento, tu gobierno y tu país. Y nos juzgaste a todos, amorosamente, sin dejar de alguna manera de compadecerte.

Lamento que haya obras tuyas perdidas y otras difíciles de conseguir. En el Archivo Nacional de Teatro del Ateneo tenemos la mayoría por si a alguien le interesa conocer el todo tú.

Finalmente Manolo... quiero decir algo sobre la herencia que me dejas. A mi me dejas una dramaturgia valiente, arriesgada, múltiple, por un lado sabrosa de conflicto y de paradojas, por otro la marca sobria y reseca del pasado. En tu obra teatral se extiende como damisela desnuda, todo el panorama de la belleza de nuestra máxima contradicción: o yanquis o puertorriqueños. Tú mejor herencia fue decirme, “Oye Perea, ya yo hice suficiente al plantear el problema... te toca a ti resolverlo”.

Y lo resolvimos, Manolo querido.

Ese fue tu mejor legado, dejarnos el problema establecido, sin ambages, sin intereses frugales, sino claro, preciso, al punto: ¿qué somos? Dejaste las claves de la respuesta en “Don Goyito”, en “Arriba las mujeres”, en “El clamor”... hermosas y profundas obras... y nosotros, los hijos-nietos, las recogimos y empezamos a armar una respuesta, la respuesta que te dije un día en uno de tantos encuentros que tuvimos en el Viejo San Juan. “Somos puertorriqueños, Manolo, ya no hay que preguntárselo más”. No más metáforas de vegigantes, carretitas, ni ceibas ni ninguno de esos símbolos del realismo poético que tanto gustaron a tu generación. Ahora, definir la puertorriqueñidad es algo más fácil y menos doloroso. Te lo anticipo, la identidad nacional es un asunto que se define caminando, viéndola moverse e influenciarse con todo cuanto le rodea, viéndola peleando y defendiéndose del obvio ataque extranjero. Identidad en Vieques, en las trincheras de la universidad, en la cultura de los jóvenes, en la contradicción hermosa de ser y seguir siendo...

No. No podemos detenernos para mirarnos. Nos tenemos que ver haciendo el viaje. Siempre he dicho que ir es más importante que llegar. Con la identidad me pasa lo mismo. La identidad se define en el acto de buscarla y esto que hoy yo afirmo con tanta facilidad, puedo hacerlo gracias a todos los personajes que tú, Paco y René mataron y vivieron a lo largo de más de 60 años de teatro nacional.

Te agradezco muchas cosas. Te agradezco esa herencia de humor maravilloso, esa vena inacabable de sátira, de supremo sentido común, de flagelo ingenioso y vivo, de chispazo feliz que despierta la emoción y el intelecto... porque en eso fuiste el mejor.

Te agradezco el resto de tu obra como la novela “Isla Cerrera”, la que he pensado adaptar a la escena si tu hijo me lo permite alguna vez. Te agradezco la herencia de tu prioridad por Puerto Rico. Privilegiar la nación, tener al día el pensamiento sobre la nación, que eso y no otra cosa, es ser un intelectual en tu país. Pensar el país, servirle bien en obra y palabra y dar a él cuanto quede de bueno en nosotros.

Admiro esa herencia de justicia eterna con que llenaste la boca de todos tus magnos personajes. Te admiro por lo que nos diste de bravo, de justo y de festivo, y esas tres cosas me parece que son más que suficientes para honrar a un hombre. Y ese hombre, que tú fuiste, lo llevo en mi memoria con el mismo amor que llevo la memoria de mis campos, de mis montañas, de mis dolores y de mi presente, porque como tú, soy puertorriqueño y eso hace que siempre llevemos la patria encima.

Espero verte, cuando me toque irme, para que me termines de contar algunos chistes sobre los piratas de libros que no cuento hoy porque ya esto se hace largo.

Viejo, recibe mi admiración siempre, mi respeto más hondo y mi más que nada, mi gratitud. Tu colega dramaturgo puertorriqueño, Perea.