Editorial. LA
CRÍTICA EN TELA DE JUICIO: ¿QUIÉN NECESITA AL CRÍTICO?
Por Josette Féral
“Los críticos juzgan la obra y no saben
que son juzgados por ella”
Jean Cocteau
Domingo 12 de julio de 1998. Francia y Brasil se enfrentan
por la Copa Mundial de Fútbol. Francia va ganando tres a cero.
En algunos minutos terminará el partido. Contra todos los pronósticos,
contra todos los críticos deportivos, por primera vez en su historia
Francia gana el partido, entrando así en el selecto grupo de ganadores
de las copas mundiales. La alegría popular no tiene precedentes:
más de un millón de personas se reúne en los Campos
Elíseos. Toda Francia se reconoce en ese equipo: azul, blanco,
árabe, negro.
Pero apenas terminado el partido, las cadenas de televisión
difunden la imagen de un colérico Aimé Jacquet, entrenador
del equipo francés. Su cólera no se debe al hecho de haber
ganado, de eso está encantado; su cólera se desencadena
contra los críticos, en particular contra los del diario L’Equipe,
el cotidiano deportivo que leen todos los aficionados. Durante los dos
años que duró el entrenamiento, los críticos deportivos
no dejaron de cuestionar cada uno de sus actos. Denunciaron su incompetencia,
lo mal que seleccionaba a los jugadores, sus técnicas de entrenamiento...
en resumen, para los críticos y los periodistas, en particular
los del diario L’Equipe, Aimé Jacquet no tenía el
nivel requerido. “Una pandilla de rufianes”, rugirá
Jacquet la noche de la victoria, al referirse a los críticos. Algunos
días después reiterará su opinión en términos
igualmente fuertes: La Copa del Mundo “debe ser la recompensa para
quienes han trabajado duro y no para quienes se aprovechan, esa gente
que gravita alrededor del fútbol profesional y que va a seguir
aprovechándose” (1)
Por supuesto, “los que se aprovechan” son los críticos
y los periodistas. Durante dos años, Aimé Jacquet trató
de mantenerse alejado de ellos y durante los dos meses de juegos –en
octavos, cuartos de final, en semifinales y en la final- se negó
a leer lo que escribían. Corrió un tupido velo sobre los
medios de difusión, alejado de la prensa escrita. Y finalmente,
el equipo de Francia ganó y esa victoria le dio la razón
al entrenador, a su trabajo, a sus selecciones. Invalidó lo que
pudieron pensar los críticos durante todos los entrenamientos preliminares
y los primeros partidos. Los hizo callar. Final de esta historia.
Este pequeño desvío hacia el deporte nos presenta
por el camino más corto y de manera muy diáfana las posiciones
habituales de todo artista enfrentado a la crítica. El paralelo
acerca el deporte al arte. Afirma, o reafirma varios puntos: la convicción
de artistas (y deportistas) de que la acción (“quienes han
trabajado”) es superior al comentario parásito de los comentaristas
(“los que van a seguir aprovechándose”); la distancia
que opone a veces, por no decir con frecuencia, a los críticos
y al público; (2) y por último,
vuelve a plantear la cuestión del papel del crítico: ¿debe
comentar, analizar, juzgar lo que somete a su mirada? ¿debe tener
empatía por el trabajo del artista (o del deportista)? Por el contrario,
¿debe mantenerse ajeno a la empresa sin tratar de comprender las
etapas que se van desarrollando? ¿Se debe contentar con analizar
los resultados manteniéndose alejado de la pelea, ser esa mirada
“objetiva” que reivindica? o ¿debe tomar partido y
arriesgarse a dar una opinión forzosamente subjetiva? ¿Qué
parte debe darle al análisis detallado, preciso y qué parte
a la crítica apasionada y parcial?
Como ejemplo, la narración anterior es demasiado particular
y no puede aplicarse al mundo de las artes. En efecto, lo que hace que
las posiciones sean tan contrastadas es que en el caso del deporte, al
final, la victoria o la derrota deciden. Aimé Jacquet pudo ser
tan virulento porque el equipo de Francia ganó. Su victoria le
dio la razón, justificó sus métodos, sus estrategias.
Pudo hacer callar a la crítica porque ganó.
Sabemos que en el mundo del arte eso nunca ocurre: un director
de teatro nunca gana de manera tan espectacular. Incluso si el público
ovaciona de pie y sale entusiasmado del espectáculo, el crítico
no se emociona. Puede encontrar sospechosa esa adhesión sin reservas,
ese alborozo popular y explicarlo. Eso no le impide pensar de otra manera.
Un éxito popular no invalida nunca la crítica, y Aimé
Jacquet, incluso ganador en la esfera artística, podría
equivocarse. Por otra parte, un fracaso rotundo no impide un éxito
de crítica. Después de todo, el público en general
no suele conocer a los críticos... Por lo tanto, tenemos derecho
a preguntarnos ¿cuál es el papel del crítico en la
actualidad y qué papel puede desempeñar todavía?
EL MEDIO ARTÍSTICO CONTRA LA CRÍTICA
El 16 de septiembre de 1983 apareció en el diario Le
Devoir una crítica de Robert Lévesque, periodista a cargo
de la sección de teatro, sobre “Visite Libre”, de Michel
Faure, un espectáculo presentado en el Théâtre de
Quat’sous. El medio, siempre crítico con la crítica,
se ofusca por el artículo que considera violento e injustificado.
Decide boicotear el diario negándose a divulgar cualquier tipo
de publicidad en sus páginas, negándose a dar entradas gratuitas
al crítico y a conceder entrevistas. Ciento cincuenta y seis artistas
y artesanos de la escena firman una petición en la que denuncian
las exacciones del crítico, su tono con frecuencia virulento, sus
críticas acerbas. El debate se torna hostil. Todo el medio reacciona.
El público interviene en el debate y envía cartas de denuncia,
en las que con frecuencia critica duramente a los artistas. Algunos periodistas
aprovechan la ocasión para ajustar cuentas y la emprenden contra
el medio teatral. Denuncian la inseguridad visceral de los artistas, hablan
de una “banda de fanáticos”, incluso denuncian la complacencia
de los críticos al dar una publicidad gratuita considerable, y
en ocasiones injustificada a los artistas, esos malcriados que no vacilan
en pedir ayuda pública pero no quieren rendir cuentas. El debate
alcanza a todos los críticos. Una de ellos, que acababa de hacer
una crítica de “Las brujas de Salem”, recibe por correo
una muñeca vudú atravesada de agujas.
El asunto terminaría por calmarse. En los teatros volvieron
a aparecer mejores sentimientos hacia los críticos, quienes, por
su parte, recuperaron un poco de su serenidad en ese debate donde las
pasiones se caldearon. (3)
Lo que pone de manifiesto esta crisis, cercana a un acting
out colectivo es, una vez más, el malestar general del medio artístico
ante la crítica teatral, tolerada pero no verdaderamente aceptada,
sobre todo cuando es negativa. El medio acepta a regañadientes
que el crítico se arrogue el derecho no sólo de juzgar,
sino de denunciar. En el fondo, alaba la crítica cuando es positiva;
la tolera cuando es neutra y la rechaza fuertemente cuando es negativa.
TODO JUICIO SOBRE EL TEATRO NO ES CONCLUYENTE
Estos ejemplos ponen de manifiesto que todo juicio sobre el
teatro –y sobre las artes en general- no es concluyente. En el fondo
se trata de dos cuestiones fundamentales: ¿Con qué derecho
habla el crítico de la obra artística? ¿a título
de qué? ¿en nombre de quien o de qué?; y ¿cómo
hablar de la obra artística? ¿qué decir? ¿cómo
traducir en palabras lo que compete a la acción?
Esto presupone una concordancia de definiciones sobre lo que
se debe entender por “crítica”. Ahora bien, esa concordancia
es ilusoria. Abarca dos realidades diferentes según se hable de
la crítica como horizonte de espera o como práctica de la
vida cotidiana.
Digamos ante todo que la práctica artística,
la práctica de la crítica, al igual que la práctica
de la teoría son fundamentalmente tres modos de interpretación
del mundo. El artista traduce en su arte su visión del mundo, el
crítico traduce en palabras su visión del arte, y el teórico
traduce en palabras su visión de la práctica. Si decimos
que el arte es traducir las cosas estamos afirmando que toda forma de
arte es crítica, que da que pensar. Esta era la opinión
de Antoine Vitez cuando afirmaba que el director de teatro hacía
ante todo trabajo de traducción... Y era también la visión
de Aristóteles cuando afirmaba en “La Poética”
que el poeta “traduce las cosas en palabras”.
Como en toda traducción, el problema que se plantea
a la crítica se refiere a la índole de la traducción
que realiza. ¿Se tratará de una traducción fiel de
la obra de arte en forma de testimonio o de comentario sobre el quehacer
del artista? ¿El crítico trabajará entonces por empatía
con el artista, entrará en su universo, explorará su proceso
de trabajo, sus intenciones, subrayará sus objetivos con independencia
del resultado obtenido? El crítico hará entonces un trabajo
que se asemeja a una lectura tautológica de la obra, presentará
un espejo apenas deformante y sólo será un eslabón
más en la cadena que lleva la obra de arte al público, prolongando
los relevos de esa trayectoria que va del artista al espectador.
Como cumple una función de cronista, comentarista o
escriba, se contentará con hacerse eco de las obras artísticas,
probablemente de manera esclarecedora pero por fuerza insuficiente. (4)
Convertido en vocero, su personalidad, su identidad se perderá
en la sombra de la actividad creadora que ha tratado de esclarecer. Aunque
necesario, ese trabajo del crítico no es por ello menos limitado
y podemos preguntarnos si esa es su verdadera función.
La segunda forma de traducir la obra de arte es la de una mirada
crítica más analítica y, por ende, necesariamente
deformante. ¿Acaso podemos traducir sin traicionar?, se preguntan
los especialistas de la traducción. El problema se plantea por
fuerza en el ámbito de la crítica. Toda crítica es
traición. Pero, ¿puede ser de otra forma? En el mundo de
hoy, el crítico no se puede contentar con recibir la obra de manera
inocente. Para darle sentido, la debe hacer funcionar en un todo más
amplio: debe hacer referencia a la evolución general del artista,
inscribirla en un movimiento estético, marcar su trayectoria en
relación con las corrientes dominantes. Debe rescribir la obra
a su forma pero mostrando su originalidad (o la ausencia de esta), haciéndola
dialogar con las demás obras, volviéndola a situar en el
desarrollo de la historia. Todo trabajo crítico que no lleve a
cabo esa labor de construcción analítica y teórica
se contenta con ser un reflejo bastante pálido de la realidad artística.
No cumple con su función.
Si la llevamos más lejos, como ocurre con mayor frecuencia
en la esfera de las artes plásticas que en la del teatro, esto
hace que el crítico imprima en el ámbito cultural que ha
decidido recorrer, las huellas correspondientes a movimientos, tendencias,
corrientes artísticas que trata de identificar y en ocasiones nombrar,
dándoles existencia a veces por las lecturas y las observaciones
que hace: pensamos en los escritos sobre la pintura de Clément
Greenberg, Rosenberg, e incluso en los de Baudelaire o Diderot. Supieron,
a su manera, hacer ver lo que los artistas no reconocían en su
propia práctica, situándolos en los grandes movimientos
estéticos que agitaban el mundo, revelando corrientes que la historia
recuperó después como puntos de referencia para pensar en
términos de historia del arte. (5)
En la esfera del teatro, algunos investigadores han realizado
ese trabajo, aunque con menos amplitud que los dedicados a las artes plásticas.
Max Herman en Alemania, Jan Kott en Polonia, Martin Esslin en los Estados
Unidos y sobre todo Bernard Dort en Francia, son algunos ejemplos de quienes
han realizado ese trabajo de referencia y decodificación de las
obras teatrales, que permite leer la historia del teatro de su tiempo,
al percibir las novedades y al analizar todas las prácticas de
su época, integrándolas en la perspectiva más amplia
de un arte en particular: teatro, artes plásticas, música,
cine. Bernard Dort sigue siendo un modelo en su género: supo unir
agudeza de análisis, conocimientos profundos sobre teatro y el
deseo de pensar en función de la historia del arte y la escritura.
Sus análisis críticos, publicados a la vez en periódicos
y revistas especializadas, siguen siendo referencia obligada. Esta victoria
de la crítica sobre el tiempo es el principal signo de su pertinencia.
De manera más modesta, otros críticos como Bonnie
Marranca o Theodore Shank supieron dar, cada uno por su parte, un nombre
a ciertas corrientes artísticas señalando ejes que fueron
retomados después para diseñar el mapa del teatro de hoy:
teatro de imágenes, teatro alternativo... Ese trabajo de identificación
permite elaborar la cartografía de la práctica de nuestra
época. Sin él, esta seguiría siendo un mosaico donde
la práctica de cada cual se yuxtapondría a la de otros sin
que surja de esa multiplicidad una lectura generalizadora y necesaria
en la que cada obra artística cobraría sentido dentro un
conjunto más amplio. Por lo tanto, es necesario que el crítico
de hoy piense en función del arte contemporáneo, haga surgir
conceptos nuevos, corrientes que permitirán que todos tengan puntos
de referencia y fabriquen la historia de una manifestación artística.
De ello se desprende que para cumplir con esa trayectoria,
las habilidades del crítico de hoy difieren necesariamente de las
de antes. Requieren de un conocimiento teórico, estético
y artístico importantes. Por supuesto, también requieren
que las aptitudes del crítico difieran de las que se le suelen
pedir. Tiene que ser un analista y tener conocimientos especializados
de la materia de su elección. (6)
Dotado de una visión más amplia que la del artista, preso
en las redes de su propia forma, debe poder elevarse por encima del ámbito
cultural para poder analizarlo con la debida distancia. Por ende, tiene
que tener una visión. “El crítico vivo es aquel que
ya ha encontrado por sí mismo lo que podría ser el teatro,
observa Peter Brook, y que tiene la audacia de impugnar esta fórmula
cada vez que participa en un acontecimiento”. (7)
Esas nuevas necesidades de la crítica explican las razones
por las que hoy son más fáciles de cruzar los puentes entre
crítica periodística y crítica erudita. En efecto,
muchos investigadores se dedican a una u otra según las necesidades
de los órganos donde publican. La crítica erudita ha perdido
su soberbia y se ha vuelto menos esotérica; y, por su parte, la
crítica periodística aspira a ser menos superficial. Esa
es la imagen del crítico que se pudiera desear. La realidad de
la profesión es completamente diferente.
DESCRIBIR, INTERPRETAR, JUZGAR
En efecto, en la acepción común, un crítico
es aquella persona de quien se pretende que la lectura de las obras sea,
en principio, “iluminada”, en el sentido que se le daba a
ese término en el siglo XVIII. No se trata de brindar una lectura
para cualquier ocasión, sino de dar una lectura documentada, analítica,
informada. Al actuar como primer filtro del espectáculo, informa
al espectador, aclara la obra, vuelve a situar rápidamente el texto
si fuera necesario, dice algunas palabras sobre la puesta en escena, la
interpretación de los actores, la escenografía. De modo
que realiza un primer trabajo de filtro. Para realizar esa tarea tiene
que tener discernimiento y posibilidad para especificar, para nombrar
las cosas. Por ello mismo, designa las obras que merecen atención.
Su trabajo suele detenerse ahí. Son raros los casos en que profundiza
más en el análisis, indicando pistas, situando más
detalladamente la obra en un contexto histórico y estético
más amplio.
Al escribir sobre su oficio de crítico, Solange Lévesque
observa que para ella se trataba de “recibir y analizar la obra
teatral utilizándose a sí misma como primer instrumento,
y dejándose vibrar de la manera más justa posible”.
(8) La expresión parece bastante
atinada según la opinión más extendida. La autora
subraya el principal peligro de la crítica (y también su
grandeza): hacer que sea tributaria de la personalidad del crítico.
Concebida así, la crítica parece a veces inocua
y de una duración ilimitada. Como se consume rápidamente,
deja pocas huellas. Sólo es útil como reacción epidérmica
a un espectáculo en cartelera. El crítico aparece ahí
como el “perro guardián” de la sociedad, encargado
de manifestar su agrado o su desagrado, y por ende, de servir indirectamente
de diapasón para el resto del público.
Pero puede hacer más. Si en la actualidad ya no hay
que responder a la pregunta “¿qué es el arte?”,
antaño fundamental, puede abordar obras que se salgan del marco
de lo conocido, como enigmas, en las que siente que su análisis
no agota el sentido. Puede tratar de mostrarlas como obras abiertas, de
abrirles las puertas.
Al evitar los dos peligros que le acechan –dogmatismo
e impresionismo- puede aspirar a aprehender la causalidad entre la forma
y el efecto producido, entre la sensación, la emoción y
lo que la causa. Al hacerlo, la trayectoria del artista permite que el
crítico haga la suya, dejando marcas en la obra artística
sin ocupar su lugar u ocultarla. Tiene que encontrar un equilibrio difícil
entre la originalidad de su propia actividad de reflexión y el
respeto al trabajo del artista, esforzándose por dejar ver la obra
a través de sus palabras sin ocultarla u ocupar su lugar. (9)
Esto exige tener un “pensamiento atlético”
para que el sentido aflore, hacer que las obras tengan significado más
allá de su primer e inmediato sentido, nombrar las formas para
que se les pueda “reconocer”. En otras palabras, su actividad
puede y debe ser creadora al igual que la del artista. Los mejores críticos
son aquellos que ejercen un pensamiento personal, que son creadores, investigadores,
ensayistas. Al respecto, estoy de acuerdo con Peter Brook.
Lamentablemente, esta visión idílica a menudo
es falseada por una realidad diferente y un ejercicio del poder que supera
a la vez al artista y al crítico.
UNA VARIADA GAMA DE PRÁCTICAS
E IDEAS
En efecto, la realidad de la práctica es otra cosa.
Es bueno señalar que la profesión de crítico oscila
a menudo entre el discurso complaciente y tautológico sobre la
obra de arte en el que se pone en escena el discurso “de esa obra”
y un discurso en el cual el crítico se erige juez y muestra su
opinión como un espectáculo, poniéndola en escena,
justificándola a veces en un proceso un poco apurado.
Pueden encontrarse varias razones para esto. Una de ellas,
la más importante, es que la crítica padece hoy en día
de una falta flagrante de referencias. Como no es una ciencia, no se ha
podido dotar de un mecanismo científico adecuado. Sigue siendo
un arte tributario del arte de escribir. Además, por lo general
se hace a imagen de los medios de difusión para los que va destinada,
los que no sólo le imponen su forma, su elección, sino también
sus contenido. Se adapta al mínimo común denominador.
Esta forma de funcionamiento justifica la incompetencia artística
del crítico, y en tal condición se convierte en el espectador
básico al que supuestamente se dirige. Así, los medios de
difusión promueven a voluntad la indigencia de la crítica.
Por el poco espacio que se le concede, por los plazos breves que se le
imponen, se incita al crítico a no retrasarse en relación
con las obras, a evitar cualquier argumentación verdadera para
sustentar sus opiniones. De modo que se deja llevar por opiniones emotivas
(le gustó o no le gustó). No es nada sorprendente que muchos
críticos terminen por sustituir sus propios gustos, sentimientos,
emociones, por ponerse ante la obra a riesgo de ocultarla completamente.
Terminamos por verlos detrás de la crítica en vez de a la
obra. El crítico acaba siendo el espectáculo, feliz por
la ocasión que le brinda la obra artística para ponerse
en escena a sí mismo. Para comenzar, su popularidad no la debe
a su talento sino al medio que lo proyecta a la luz cada vez que toma
la palabra para hablar de una obra. Con mucha frecuencia se arriesga poco
en ese largo proceso.(10)
LA CRÍTICA COMO
PODER
A esto se añade otro problema importante que no podemos
ignorar. La crítica es poder. El crítico disfruta, quiéralo
o no, de una posición de autoridad de la que al parecer abusa en
ocasiones. En efecto, si la crítica es intolerable para el artista
(sobre todo cuando es negativa), ello se debe a que forma parte de un
juego de poder cuyas fuerzas suelen ser desiguales. Si directores como
Robert Wilson, Peter Brook, Peter Sellars o Ariane Mnouchkine pueden burlarse
de la crítica, eso se debe a que la dominan con todo el peso de
su arte. Pueden ignorarla olímpicamente sin que eso afecte su creación
o su talento. Pero ese no es el caso de la mayoría de los artistas.
La crítica y el crítico tienen una incidencia importante
en la asistencia del público, el financiamiento y las subvenciones
de que disfrutan, el reconocimiento del medio, hechos que nadie puede
pasar por alto.
A esto se añade una correlación de fuerzas en
la que el artista está en desventaja y que afecta al número
de individuos a que llegan la crítica y el espectáculo.
Si algunos montajes de Mnouchkine alcanzan la cifra de casi doscientos
cincuenta mil espectadores (“Los atridas”, sus versiones de
Shakespeare), pocos artistas pueden decir lo mismo. En el mejor de los
casos, esos artistas llegan a unas cuantas decenas de miles de espectadores,
en lo que el crítico, por el poder de su órgano de difusión,
llega de entrada a varios cientos de miles de personas (diarios, televisión,
radio). En número de personas a las que llega el mensaje, el peso
del escrito es muchísimo mayor que el del espectáculo. Ahora
bien, ¿qué tiempo ha invertido el crítico para hacer
una crítica? Apenas unas horas, mientras que el artista ha trabajado
durante meses, incluso años. Es cierto que el “tiempo no
guarda relación con el trabajo”, pero es evidente que esta
diferencia plantea un problema de ética.
Por otra parte, cuando la crítica no se concibe de forma
creativa, como tratamos de presentar anteriormente, se convierte en un
ejercicio superficial de digestión rápida de la obra artística.
A ese trabajo superficial nos convida nuestra sociedad, en particular
los medios de difusión que se han apoderado de las obras artísticas
como si fueran bienes de consumo, tan ávidos de acontecimientos
culturales como lo están de acontecimientos sociológicos
o políticos, para transformarlo todo en “espectáculo”.
La función crítica también ha cedido el lugar a la
función espectacular, convirtiéndose en espectáculo
en sí. Ya no se valorizan las obras, sino el propio crítico,
quien a menudo se sirve de ese terreno para ponerse en escena a sí
mismo. La propia obra de arte se pierde tras su valor como acontecimiento.
El último punto relacionado con el desequilibrio que
se establece entre el artista y el crítico es que este último
no tiene que rendir cuentas a nadie, aunque en ocasiones la parcialidad
de sus juicios autorizaría, incluso necesitaría, de un derecho
de réplica del que está privado el artista. El crítico
goza de cierta impunidad, con independencia de la índole (o la
violencia) de sus palabras.
Añadamos por último que la incidencia de la crítica
sobre la asistencia a espectáculos es más o menos grande
según los países, ciudades y casos. Es relativamente débil
cuando apunta a directores conocidos y poco disuasiva en las ciudades
donde hay una diversidad de órganos de prensa que rara vez son
de la misma opinión, se vuelve importante cuando se refiere a compañías
jóvenes o a directores poco conocidos de la opinión pública.
En estos últimos casos la responsabilidad del crítico es
grande.
UN ARTE AMENAZADO
A pesar del notable impacto que la crítica puede tener
sobre un espectáculo dado, hay que reconocer que sólo tiene
incidencia limitada sobre la evolución del arte, y con mayor razón
sobre la sociedad. De modo que su incidencia es limitada. En nuestro mundo
el espacio crítico se vuelve escaso. En efecto, el arte de la crítica
está amenazado por toda nuestra cultura de masas, que la rechaza.
Está amenazado por la era de los medios de difusión en la
medida en que sólo tiene un impacto menor ante lo que esos medios
pueden transmitir. Por otra parte, la publicidad le hace competencia,
(11) al multiplicar las copias de
promoción en los diarios o por las entrevistas concedidas por los
artistas para anunciar y explicar sus actividades. Su campo de acción
se restringe considerablemente. De ahí la necesidad de encontrarle
un sentido nuevo, a falta de encontrarle nuevas formas.
Además, ante la fragmentación, la parcelación
de las prácticas, la multiplicación que le impide al crítico
verlo todo, la crítica ha perdido la función política
y social que le daba sentido: la de formar el gusto del público,
de orientarlo, de canalizarlo. Como perdió también su objetivo
inicial –el que reivindicaban Diderot o Baudelaire- de formar el
gusto o incluso la opinión, de enseñar a discernir, como
pudiera pensarse que se hacía antaño, la crítica
se contenta hoy con añadir una individualidad adicional, la del
crítico, a todas las demás individualidades que constituyen
la trama de nuestras sociedades. De manera que concede indebidamente un
lugar exorbitante a la opinión de uno solo.
¿Qué le queda? En el mejor de los casos, añade
una solidaridad con el medio, con el público, con la sociedad (Lucie
Robert); convierte al crítico en el “cómplice de la
aventura teatral, el socio de la creación” (Pierre Lavoie),
induciendo a una “formación de la mirada”. Ese papel
no es nada despreciable.
Lo que es más importante, la crítica añade
espacio a la obra, una distancia entre el espectáculo y el espectador,
entre la recepción y su elaboración conceptual. El crítico
analiza ese recorrido que va de la reacción epidérmica (gusta
o no gusta) a impresiones más profundas. Traza caminos, hace vínculos.
Inscribe “la separación” en el seno de la experiencia
estética. Afirma que toda obra artística requiere reflexión,
que no es simplemente un bien de consumo inmediato y sin consecuencias,
que forma parte de un conjunto social y estético y de una colectividad.
La actividad individual del artista se une al colectivo. Vuelve colectivo
lo que atañe a lo particular. Aunque es producto de un individuo,
se destina a todos. La posición crítica se justifica porque
va destinada a la colectividad, quien le otorga al crítico autoridad
para que la represente, y este debe informar a la colectividad. Sin esa
misión social, la función del crítico sería
obscena, intolerable.
¿Hay crítica justa? Probablemente no. Gilles
Sandier reivindicaba el “derecho a la indignación”.
¿Qué hacer para que ese derecho no sea abusivo? Desde el
punto de vista del público, Sandier tiene razón. El crítico
debe desempeñar ese papel. Incluso es el único que puede
realizarlo. Desde el punto de vista del artista, esto es más duro
de aceptar. El artista tiene necesariamente que sentirse lesionado por
el procedimiento.
La dificultad estriba en las exigencias contradictorias que
se imponen al crítico, Ante todo, su arte es un “arte de
combate”, según la expresión de Sandier, pero es también
un “arte de la solidaridad” con el medio artístico
amenazado en nuestras sociedades, un arte que siempre debe dar pruebas
de su necesidad. Es también un “arte del diálogo”
con la obra, con el artista, con el público. Es lo que permite
hacer colectivo lo que atañe a lo particular.
Aunque amenazado, el arte de la crítica no es por ello
menos esencial. Si continuamos realizándolo como lo hacemos en
los medios de difusión, pronto será una mera supervivencia
del pasado sin urgencia ni necesidad. A falta de encontrar nuevas referencias
en el mundo de hoy, estará llamado a desaparecer o a sobrevivir
como esos vestigios de otro mundo. Por ende, es necesario que el crítico
vuelva a asumir con urgencia su responsabilidad social y su función
estética. Al tiempo que utiliza con circunspección su subjetividad
y explora todo el espectro del saber, que va de la reacción epidérmica
frente a los espectáculos hasta análisis más profundos,
es necesario que establezca el vínculo entre emoción y conocimiento,
con plena conciencia de que escribe la historia a la vez que esboza el
futuro.
Traducción: Miryam López Suárez
Revista Conjunto N° 125
Notas
(1) Le Monde, sábado 18 de julio de
1998. Volver
(2) En el caso de la Copa Mundial, parece claro
que el público siempre tuvo fe en SU equipo, que fue la misma fe
que tuvieron los jugadores. Si el público está a favor y
los críticos están en contra, ¿en nombre de quién
hablan los críticos? ¿Acaso son apenas los representantes
de ellos mismos o hablan en nombre del público, ellos, quienes
se supone sean los “guardianes de la sociedad”? Volver
(3) Para una narración detallada de
este acontecimiento, véase Pierre Lavoie, “Aimer se faire
haïr ou haïr se faire aimer”, in JEU, n. 31, 1984, pp.
5-13. Volver
(4) Esa era la política editorial de
The Drama Review en tiempos de Michael Kirby. Se eliminaba cualquier análisis
de los espectáculos, con el deseo ilusorio de estar lo más
cerca de la obra artística sin el filtro personal y deformante
de la mirada del analista. Volver
(5) También se equivocaron, por supuesto.
Los escritos de Baudelaire sobre ciertos pintores academicistas de su
época, cuyos méritos alababa (Bouguereau) no resistieron
al tiempo. Sin embargo, el trabajo de reflexión crítica
que realizó Baudelaire es un ejemplo notable de análisis
y de lucidez críticos. En la actualidad, la polémica iniciada
por Jean Clair sobre el arte contemporáneo es otro ejemplo del
papel fundamental que puede desempeñar el crítico a pesar
de la parcialidad que entraña ese tipo de combate. Volver
(6) En la esfera de los deportes, por ejemplo,
los comentaristas son ex atletas. Sin querer que los críticos de
teatro sean artistas retirados, es importante que sus conocimientos de
la práctica artística se apoyen en otra cosa diferente de
su competencia como espectador: necesitan tener buenos conocimientos de
la dramaturgia, de la práctica teatral en su conjunto y no sólo
de manera local sino fuera de las fronteras... Volver
(7) Peter Brook: L’espace vide, Seuil,
París, (1968) 1977, p. 53. Volver
(8) Solange Lévesque: “Portrait
du critique en créateur”, JEU, n. 40, 1986, pp. 61-65. Volver
(9) Duchamp nos recuerda que el cuadro lo hacen
quienes lo miran. Volver
(10) Aquí también debemos diferenciar
matices y variaciones. Si al parecer todos los críticos se agrupan
bajo una sola bandera, la realidad de lo que realizan difiere profundamente
de uno a otro según la personalidad de cada cual y sobre todo,
según el órgano de prensa para el que escriben. ¿Qué
relación hay entre los críticos de la televisión
y la radio y los que escriben en los diarios? Ninguna. Los primeros suelen
ser comentaristas pasivos de la actualidad teatral, los segundos –según
sea el caso-- tratan de buscar en el paisaje teatral las actividades dignas
de interés, las comentan y las analizan tratando de informar al
público. De modo que habría que comenzar por diversificar
un vocabulario que daba la ilusoria impresión que todos los críticos
hacen el mismo trabajo con independencia del órgano de prensa para
el que se destina. Ahora bien, el crítico que escribe en los diarios
de gran circulación, el cronista que anima un programa cultural
en la televisión o la radio, el analista que publica en revistas
especializadas, el que se contenta con repetir o brindar sus opiniones
sobre la actividad cultural y artística no tienen los mismos imperativos
ni las mismas exigencias. Volver
(11) Véase al respecto lo que ha dicho
Ariane Mnouchkine, quien constata que cuando los críticos no hacen
su trabajo y no hablan rápidamente de un espectáculo, la
compañía tiene que realizar una campaña publicitaria
que no había previsto. Al parecer, ese fue el caso de su espectáculo
titulado Et soudain, des nuits d’éveil. Volver
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