HACER TEATRO HOY. ¿NUEVA DRAMATURGIA?
Uruguay
Por Ricardo Prieto
“Nosotros convocábamos al público. En cambio
los jóvenes de ahora se llevan bien con la crítica pero
son como un cenáculo que escriben para un público muy reducido”.
Roberto Cossa
A comienzos del siglo XXI es un poco fatigoso seguir discutiendo
acaloradamente sobre el aparente conflicto entre lo “viejo”
y lo “nuevo” en la escritura teatral, como si lo “nuevo”
fuera el estilo y no la visión, y como si la satinada, brillante
y pretenciosa envoltura del fruto nos impidiese descubrir que a veces
es incomible. Quizá la agobiante mentalidad provinciana que se
adueñó de la cultura en el Uruguay, donde autores de precarios
bocetos adquieren el estatus de dramaturgos de la talla de Alvaro Ahunchain
o de Ricardo Grasso, por ejemplo, este último ignorado por la crítica,
acentúa mi cansancio y mi aburrimiento, pero en otras regiones
de América Latina, incluida una metrópoli de la magnitud
de Buenos Aires, la controversia promete consumir más energías
de las necesarias, como deduje cuando participé en el admirable
Foro de Dramaturgos Latinoamericanos que el año pasado organizaron
el Teatro Cervantes, el CELCIT y Argentores. Por suerte para los asistentes,
el discurso de los creadores argentinos que representaban a las distintas
generaciones y estéticas era mesurado y abarcador, quizá
porque, como dijo el investigador Jorge Dubatti en su exposición,
“se nota en el teatro latinoamericano una proliferación de
mundos diversos y una relación pacífica entre las micropoéticas”
Debemos señalar que la escritura para el teatro es literatura
en primer lugar, y que como tal debe ocuparse del Ser. No es correcto
proceder a su análisis sin desgajarla del contexto de signos más
o menos prescindibles que la contienen. Escenografía, vestuario,
ámbito sonoro e iluminación, por ejemplo, no deben confundirse
con la peculiar estructura lingüística que los sustenta y
les permite operar. Si los espectadores y los críticos teatrales
leyeran las obras nuevas antes de verlas representadas, la calidad de
sus percepciones sería más fina y más honda, y no
se elogiarían ni premiarían obras mediocres que han sido
salvadas del naufragio por actores y directores diestros, ni serían
cuestionados autores talentosos que han tenido la desgracia de ser representados
de manera defectuosa. Pero esa crítica, la única que no
es perecedera, no existe entre nosotros. Y el público es más
hedonista de lo conveniente y, por desgracia, sólo quiere “ver”.
¿No dijo caso nada menos que Ortega y Gasset que teatro “es
el sitio adonde se va”? Por eso solemos navegar en un río
turbio donde prosperan más de lo conveniente “maestros”
oportunistas que elaboran sofisticados y huecos sistemas teóricos
que les permite lucrar, “dramaturgos” incapaces de diseñar
un personaje o de escribir correctamente una escena, directores que dan
forma a paupérrimos bocetos que después espolvorean con
texturas, formas y colores diversos: vampiros, fuego, cuerdas, cabezas
rojas y verdes, títeres, caballos y barcos voladores, cerdos angélicos
y hasta lechugas demoníacas y, por supuesto, establos llenos de
bosta ante los cuales el espectador debe absorber de pie, sin poder sentarse,
los tenebrosos efluvios de la vacuidad y la estupidez humanas. Las nuevas
generaciones, que salvo notorias excepciones no poseen ni formación
ni humildad ni presentimiento de lo trascendente, y que, además,
han crecido en medio de las agobiantes imágenes y los alienantes
sonidos que asolan y empobrecen al mundo contemporáneo, se resisten
a realizar el arduo trabajo de introspección que les permitiría
llevar al escenario mucho más que su neurosis, su desconcierto,
sus fobias y su disconformidad inútil, y se solazan formulando
los preceptos inherentes a la “nueva escritura” y al “nuevo
teatro”. La culpa del confuso clima conceptual que nos rodea no
es solo de ellos, claro está, porque infinidad de veteranos que
se resisten a ingresar al melancólico espacio de reflexión
que debe preceder a la decrepitud y a la muerte que nos esperan a todos,
se suben al pintoresco carro y allí hacen cabriolas, como un muchacho
más, para que nadie se confunda: ellos también tienen mentes
“posmodernas” e irresistibles (pero patéticas) ganas
de vivir. Y hasta son capaces de “teorizar” sobre esa “nueva”
dramaturgia y ese “nuevo” teatro que están plagados,
parafraseando a Cossa, de “obras cerradas, autistas, desligadas
de lo que pasa en el mundo”.
Aceptemos la herencia del pasado, que es nuestra herencia síquica.
Es cierto, como afirmó Dubatti en el Foro de Dramaturgos, que “estalló
el concepto tradicional de dramaturgia” y que “ahora debemos
referirnos a dramaturgia de autor o de director, de actor o de grupo”.
Esas “nuevas” tendencias no tan nuevas quizá -no debemos
olvidar cuanto ruido molesto y efímero hicieron el happening en
la década de los 60, o el decadente teatro de la ira, o el envejecido
teatro del absurdo- serán bienvenidas cuando configuren auténtica
escritura para el teatro. Pero si bien ningún autor dramático
escribe de espaldas a la memoria colectiva (sueños, angustias y
catástrofes que afligen a la especie humana nutren la escritura
como la savia a la planta), parece improbable que una dramaturgia de grupo,
por ejemplo, logre expresar el conflicto y el antagonismo necesarios para
que la escritura dramática sea tal. Escindido por las diversas
voces de personajes que para poder enfrentarse se apropian de su sustancia
síquica, el dramaturgo sólo podrá escribir sin mentirnos
si se sumerge en la más pura metamorfosis y se diluye en la penumbra
del “no ser” a que sólo se llega “desde un solo
ser”. La creación de un personaje o de una situación
dramática por un grupo de conciencias fragmenta su unidad; personaje
y situación sólo pueden ser reconstruidos gracias a la visión
de otro ser único, el autor, quien llega al meollo de la otra conciencia
o del conflicto por analogía y por mimetismo. ¿Podrían
todos los integrantes del grupo sentir el mismo grado de rechazo o de
simpatía por el objeto que abarca su percepción? ¿No
impide acaso la metamorfosis y la apropiación mimética el
planteo conceptual de cada uno de sus integrantes? El Ser de la Totalidad
sólo puede ser aprehendido analógicamente por una conciencia
única. De lo contrario, cuatro o cinco pensadores reunidos serían
capaces de crear sistemas filosóficos. Pero sabemos, por el contrario,
que desde Aristóteles a Hegel, todo sistema filosófico ha
sido producido por una conciencia reflexiva indivisible. Y si relaciono
la escritura dramática con el pensamiento filosófico es
porque hace tiempo que comprendimos, gracias a las sutiles exploraciones
de Hessen, qué estrecha relación guarda la tendencia cognoscente
de la filosofía con el arte, en virtud de que los dos tienen un
vínculo común que consiste en su objeto: exploran el enigma
de la vida y el universo.
La nueva dramaturgia se caracteriza por desplazar la palabra,
que siempre es la introductora del conflicto, como dice Georges Charbonnier,
a un lugar inoperante y marginal sometido a los signos plásticos,
que deberían ser secundarios. Está regulada, además,
por un discurso pueril, egocéntrico y bastante reaccionario que
suele oponer estéticas y modos de acercamiento al público,
como si este no fuera uno solo y como si aquellas, gracias a su carácter
diverso, no pudiesen restituirnos la totalidad de los fenómenos.
Ha fragmentado además el concepto de acción dramática
y lo ha convertido en bloques de estallidos compulsivos que dificultan
la catarsis. Impotente para diseñar personajes, apela a símbolos
que aluden casi siempre esquemáticamente al precario repertorio
de ideas de sus autores. Desconoce las leyes del antagonismo, que permiten
situar a la obra dramática en el seno conflictivo del universo,
de la que sólo es una prolongación. A la piedad opone el
intelecto, a lo individual la parte epidérmica de la mente colectiva.
Saturada de directores que, a veces, son potenciales artistas plásticos,
embauca a ciertos espectadores desprevenidos y a la crítica superficial
o esnobista con los oropeles de impecable factura visual que no alberga
vivencias ni angustia ni significación. Si la función del
teatro, como la de todo el arte, es explorar los segmentos de la realidad
visible o invisible a la que no podríamos llegar por nosotros mismos,
esa dramaturgia sólo logra alejarnos de lo que deberíamos
tratar de comprender urgentemente: el significado último de nuestro
pasaje por este mundo. No es casual que el investigador argentino Alberto
Wainer, quien también participó en el Foro del Cervantes,
aludiera al “asombro” que le produce “la falta de énfasis
de la nueva dramaturgia respecto de la función del público”.
¿Son autistas, como afirma Cossa? Sin duda. Pero también
es indudable que ni convocan al público ni les interesa convocarlo,
y que suelen trabajar con las salas casi vacías.
En este momento de angustiosas incertidumbres, es imprescindible
“no caer en la banalización a pesar de producir cambios”,
como ha dicho la crítica e investigadora argentina Halima Taham.
En la escritura dramática lo viejo es la falta de exploración
del mundo metafísico; por eso ya no tienen nada que decirnos las
obras de Ibsen, Wilde, Strindberg, Ionesco, Osborne, Adamov, Becque, Hauptman,
Lenormand o Brecht. Lo nuevo es nuestra búsqueda fervorosa, provistos
de los instrumentos conceptuales que nos proporcionan la ciencia y la
filosofía, de las leyes ocultas que regulan todo lo que existe.
Por haber presentido esas leyes están vivas las obras de Esquilo,
Eurípides, Sófocles, Shakespeare, Albee, Pirandello, Williams,
Pinter y Chejov.
Los dramaturgos contemporáneos, además, enfrentamos
el tremendo problema de que debemos escribir en una época en que
el antagonismo y la tragedia son parte de la vida cotidiana y se han convertido
en un demoníaco espectáculo capaz de paralizar y subyugar
a las masas. Sentada frente a sus televisores, la humanidad contempla
estupefacta la eclosión de drama y de horror que caracterizan al
mundo actual. ¿Escribiremos de espaldas a la palabra para prolongar
ese horror o saldremos a la búsqueda de imágenes y conceptos
que puedan aportarnos datos sobre la otra parte de la realidad que los
medios, el teatro atenido a lo visual y el “teatro mortal”,
como diría Peter Brook, pretenden sepultar?
Debemos apostar siempre por la evolución, que no es
necesariamente renovación, pues el conocimiento es producto de
internalizaciones a partir de las formas y no de las formas mismas. Y
el arte, como ya dije, sólo importa por lo que lo liga a nuestra
vocación indagatoria. Bienvenida sea, cuando aparece, una nueva
dramaturgia. Pero cuando surge realmente proviene del mismo tronco que
la gran dramaturgia anterior, no apuesta de manera exclusiva a los signos
ajenos a la escritura, ni es la superflua expresión de “creadores”
ansiosos de épater o de cambiar lo que está situado fuera
de sí mismos, como si se pudiese aportar algo nuevo sin trabajar
en la profunda tierra del alma propia, que es manifestación del
alma universal.
Aspiro a una nueva dramaturgia tejida con hilo más fino
que el que se usa en esta circense eclosión de obras escritas por
autores que han convertido la escritura dramática y el teatro en
campo de batalla para la sicoterapia individual y de grupo. La única
dramaturgia nueva y válida (que tampoco es la perimida de Muller,
Berkof o Tabori, por cierto, que poco tiene que decirle a un público
latinoamericano menos ahíto y más receptivo que el europeo)
es la que logra penetrar en esos segmentos de la realidad a los que no
podríamos llegar con nuestra percepción desbordada por el
racionalismo, los prejuicios y la ignorancia metafísica; una dramaturgia
que nos ilustre sobre este extraño y dramático pasaje por
el planeta. Confusos y desgarrados, no tenemos la menor idea sobre el
significado de nuestro nacimiento y de nuestra muerte, y chapoteamos en
la oscuridad como mendigos tratando de atrapar una imagen, un diálogo
o un personaje capaces de anunciarnos que, a pesar de la angustia y el
pavor que nos rodean, el espacio de convocatoria del teatro puede ser
un punto de encuentro para renovadas iniciaciones en el campo espiritual.
Quizás a través de él, si logramos llegar a ese “centro
frágil que las formas no alcanzan”, como decía Artaud,
lleguen a adquirir un poco más de sentido nuestras vidas breves
y aparentemente anodinas.
|