HACER TEATRO HOY. DE MEMORIA
México

Por Bruno Bert

El 2002 no quedará en la historia del teatro de México por la excelencia de sus obras. Tal vez por las circunstancias sociales que lo acompañaron, posiblemente por los intentos que se dieron en las áreas de organización y producción, pero difícilmente por una labor artística que nunca alcanzó altas cotas de calidad. Pero siempre hay algo que salvar para la memoria, y prefiero hacerlo deteniéndome en algunas obras antes que transformar la nota en sólo un análisis político-social del entorno como ya hemos hecho en otras oportunidades.

Dentro de los autores extranjeros convocados –empecemos con los invitados- posiblemente Copi figure en uno de los primeros puestos, después de tantos años de montajes malogrados en nuestro medio, con tres obras en presentación circular –“Eva Perón”, “El homosexual” y “Las cuatro gemelas”– con distintos directores. La puesta de mayor trascendencia es la primera, y correspondió a Catherine Marnás, la creadora francesa que hiciera conocer entre nosotros a Koltés (“Roberto Zucco”) hace ya unas buenas temporadas. La obra resulta ideológicamente tan polémica como de costumbre, con la satanización del personaje a través de infinitos lugares comunes, pero el montaje logró hacer de ella como un estallido en la escena, donde destacaba la labor de Julieta Egurrola como Evita y Daniel Giménez Cacho en el rol de su madre. Esencialmente se trató de un revulsivo bien logrado de una añeja vanguardia que a veces miramos con nostalgia y en otras con una pizca de ironía.

Beckett es otro de los favorecidos, con un regreso de “Esperando a Godot” a manos de Agustín Meza, un excelente director de nuevo cuño que no debe haber cumplido aún los treinta años. Una puesta circular, de corte clásico, con una gran prolijidad en el manejo del espacio y en la construcción de ese mundo saturado donde impera el vacío, la soledad y la deshumanización. También en este caso a un montaje cuidado le corresponde un equipo de actores de primera calidad y de la generación del director, con una especial mención para Harif Ovalle y Gustavo Muñoz en dos de los roles claves. Resulta muy interesante ver cómo se rescata un texto que acaba de cumplir medio siglo e infinitos tránsitos por los escenarios del mundo, lavándolo de modas para lanzarlo al público perfectamente vigente y actual tanto en lo conceptual como en lo formal.

Por último, siempre en materiales basados en autores extranjeros, tenemos una nueva versión de “Los justos”, aquella obra de Albert Camus de 1950, dirigida por uno de los maestros de nuestro teatro: Ludwik Margules. Necesariamente el tema del terrorismo vuelve apetecible ese material, antecedente claro en la disidencia y ruptura de Camus con Sartre y cierta parte radical de la izquierda de entonces. Pero la fascinación se logra siempre y cuando se la sepa trabajar casi como un escultor a su materia prima. Montada como un experimento en los ámbitos de su propia escuela y para apenas una cincuentena de espectadores por función, el escenario es un pasillo de metro y medio entre un muro de metal y las piernas de los sentados en primera fila. Así, se vuelve como una pasarela de acusados frente a testigos, que en este caso juzgan simultáneamente el tema de la verdad en el ámbito de lo político y de lo teatral, en un juicio de lenguajes y de historias cruzadas en un solo espectáculo. Un trabajo interesante sobre todo para lo que hace a una reformulación del teatro político en nuestro propio medio.

En el espacio de los autores nacionales tenemos una casi opera prima con “Fedra y otras griegas”, de Ximena Escalante, llevada a escena por José Caballero. Esencialmente un juego de habilidades en la que todos –incluyendo al espectador– salen ganando por la pericia y el humor que se maneja.

La historia de base es efectivamente la de Fedra, sólo que en lugar de jugar una tragedia, a través de ella la autora construye un discurso sobre las mujeres que puede suceder en cualquier época aunque el referente de base sea clara y explícitamente griego. Así, claro, hay sirenas seductoras, viajes en yate, feria popular de diversiones, el minotauro y toda esa mezcla de tiempos, estilos y discursos que hacen parte del posmodernismo escénico y que resultan particularmente atractivas para los espectadores más jóvenes acostumbrados al lenguaje del video y los juegos electrónicos. Decíamos en la crítica que le hicimos en oportunidad de su estreno que la autora tiene tres virtudes evidentes: sabe narrar, conoce aquello de lo que habla y el hábil en los diálogos. Sumando a esto un buen director, un mejor escenógrafo (Jorge Ballina) y un equipo de actores talentosos... bueno, la química se logra. Son dos actos y seguramente el primero es más acertado y redondo que el segundo donde la pasión por Hipólito crea otra dimensión y otro tono bajando el nivel de impacto. Sin embargo el material ha logrado un evidente interés del público, que mantuvo la pequeña sala de El Granero casi siempre llena durante varios meses.

Y ya que hablamos de autoras, podemos poner en este rubro a “Bellas atroces”, de Elena Guiochíns, con la dirección de Ana Francis Mor. Un teatro combativo que intenta expresar a la minoría lésbica con un equipo compuesto básicamente por mujeres. Un producto que sale con la intención de generar una estética identificatoria y una defensa de esa preferencia sexual y afectiva. En México el teatro gay es de vieja data, sólo que sus productos, generalmente volcados hacia el lado masculino, son de bajísima calidad y por supuesto sin una identidad artística propia. Aunque “Bellas atroces” tiene defectos constructivos bien evidentes –entre los más graves el de una cierta complacencia- parece constituirse en uno de los primeros productos serios en esta dirección. La autora tiene como antecedente inmediato “Plagio de palabras”, dirigido por ella misma, también con el tema de la libertad sexual, mucho más sólido y compacto que el actual. Pero también más íntimo y menos lanzado. Para Ana Francis Mor, se trata de su segundo montaje y de allí una cierta carencia de madurez creativa, que queda demasiado supeditada a la intención casi didáctica del espectáculo. De todas maneras, para tenerlo en cuenta, porque abre una brecha y va consolidando la presencia de un número más significativo de creadoras a un hacer teatral donde todavía predominan ampliamente los hombres fuera del específico rubro actoral.

Por último, para seguir tomando el tres como número de ejemplo, llamamos a un autor que también es novel: Flavio González Mello, y a una obra que asimismo mantuvo el interés de los espectadores durante meses e incluso posiblemente continúe en esta temporada que ahora comienza. Se trata de “1822, el año en que fuimos imperio”, con la dirección de Antonio Castro.

Aquí nuevamente el humor está en primer plano, junto con una visión muy desacralizadora de la historia mexicana en su período inmediatamente posterior a la independencia, cuando Agustín de Iturbide se nombra emperador del México liberado aunque su trono se deshaga antes de cumplir un año de un reinado con bastante de sainete. Resulta interesante que la producción de este trabajo se haya dado en la Universidad, lo que permite un aire sano de renovación y crítica de nuestra historia pasada, y por supuesto también la actual, desde los foros oficiales. Todos los personajes ilustres de la primera mitad del XIX, cuyas estatuas adornan los paseos importantes de la ciudad, caen en la volteada y son mostrados en su lado risible, cargados de contradicciones, de mezquindades y de ambiciones personales. Y esto sin solemnidad ni negación del lado luminoso que cada uno pudo haber tenido en la historia nacional. Otra manera de ligar el teatro con lo político, a la sombra del recuerdo de las tandas y la carpa como géneros que nutren la raíz de estas nuevas aproximaciones al teatro popular.

Pero claro que el teatro no se hace sólo a partir del texto de un autor, así que dejé para la último un par de propuestas jóvenes en donde el equipo y su director construyen un espectáculo sin la participación directa e inmediata de un dramaturgo.

La primera gira alrededor de Ricardo Díaz, un creador mexicano formado en la Yugoslavia que se desintegró en la guerra de los Balcanes estando él in situ durante los acontecimientos. En estos años ha construido apenas tres o cuatro trabajos, todos ellos muy personales, y en el 2002 tuvo en temporada sucesivamente “El vuelo sobre el océano”, que nace de una reflexión sobre los textos homónimos de Brecht, y “No ser Hamlet”, donde Shakespeare sólo es un referente para hablar del actor y el espectador teatral.

Creo que se trata de uno de los experimentadores jóvenes más serios de nuestro medio, alejado de las modas y también de los grupos de poder (si esto es posible), que va generando un lenguaje y un discurso simultaneo dentro de un proceso de investigación permanente. Como es natural, el tema de la violencia ha sido uno de sus ejes de interés, y también los clásicos, tomados como puntos de partida hacia nuevos horizontes y proposiciones. Generalmente presenta sus espectáculos en espacios no convencionales y así, “El vuelo sobre el océano” es una mezcla de conferencia, demostración de trabajo y fragmentos de un espectáculo que se mostró en El Foro, el espacio-escuela de L. Margules, teniendo que itinerar desde una sala hasta la calle y de allí subiendo luego hasta un ámbito generalmente usado para mostrar espectáculos, pero desmantelado y con los espectadores de pie y en movimiento. Y algo similar sucedió con “No ser Hamlet”, que ocupó los intersticios de una sala de exposiciones del museo Carrillo Gil con muestras escultóricas de arte contemporáneo, mientras se pasaba de un piso a otro con intervención de videos y elementos de carácter performáticos. Siempre trabaja con públicos mínimos a los que de alguna manera vuelve cómplices del hecho escénico, entendiendo a este básicamente como un factor de comunicación dentro de estructuras no convencionales.

La otra tiene por eje a Luis Ibar y su grupo Cartaphilus Teatro, que intenta una exploración de lenguajes también basada esencialmente en el valor de la imagen y en el concepto de espectáculo. Este año presentó una muy libre versión de “Fausto”, a la que llamó “El hombre triste”, con una docena de actores y música en vivo. La temporada se realizó en un teatro tradicionalmente dedicado a la danza dentro del Centro Nacional de las Artes, y esto también habla de la intencionalidad de vinculación interdisciplinaria que se encuentra en la corriente más joven y recuerda intentos similares que tuvieron muy buenos resultados a mediados de los 80 en el panorama escénico mexicano. Lavado de sus contenidos metafísicos, expuesto a la idea de soledad en la sociedad contemporánea y manejando un lenguaje multimedia, “El hombre triste” logra fácilmente vincularse con la sensibilidad de las generaciones más jóvenes que parecen, como el Cartaphilus del mito, condenadas a esperar un regreso de las ilusiones y la utopía que la historia les ha negado dentro de su tiempo.

En fin, poco para la memoria posiblemente, pero pensemos que las semillas también son pequeñas y pueden transformarse en árboles gigantescos si las circunstancias lo permiten. Apostemos a que así sea.