HACER TEATRO HOY. VICENTE REVUELTA: EL DESCUBRIDOR
Cuba

Por Rosa Ileana Boudet

Dos libros muy cercanos en el tiempo restauran la personalidad y la obra del actor y director cubano Vicente Revuelta. Desde lejos puede parecer desmesurado para un país que ha limitado la cantidad de sus tiradas y confronta severas dificultades para mantener el ritmo de sus ediciones, pero de cerca se justifican. Los dos volúmenes(1) son complementarios y entrelazan narraciones –ambos en primera persona— de la aventura de Revuelta, sin dudas, un protagonista de excepción del movimiento teatral cubano desde las décadas del 50. El libro de Hernández-Lorenzo y Valiño es más un rescate de la memoria oral y un recuento –no exento de emoción– de momentos imborrables de su trayectoria desde que niño se asoma al balcón de su casa en la calle Acosta y reconoce cómo le gustaba “ser espectador”. Suárez Durán se inclina por el género testimonio y a partir de las que imagino fueron caudalosas entrevistas, trabaja el material añadiendo valiosas notas y comentarios aclaratorios que hacen del libro un documento indispensable. No me extraña que se publiquen juntos. Conozco tres más que están inéditos.(2) Casi todos los jóvenes en el ISA, fueran o no sus alumnos oficiales, deseaban alguna vez medirse con esa vara, encontrarse con la leyenda viva que con el tiempo, lejos de domesticarse porque lo consideraban “maestro”, lo era de verdad y, ataviado con sus desteñidos jeans, acecha la última película en la cinemateca o asiste junto a sus estudiantes a las salas de video. Los libros publicados e inéditos dan prueba de la fascinación que ejerce Vicente sobre sus interlocutores, así como el tiempo que ha dedicado a relatar sus experiencias. Ambos textos cuentan en detalle la niñez de Revuelta en un ambiente de pobreza. Sobre todo, el de Suárez Durán es prolijo en recrear las etapas de formación, las influencias del padre errático y soñador, sus lecturas, su primera imagen del cine. Tuvo una niñez solitaria y junto a sus padres, su abuela y su hermana Raquel vivían continuamente mudándose de cuartos porque los botaban por no pagar el alquiler. Su padre padecía de una falta de habilidad para establecerse, y según ha contado, era un hombre de talento, muy idealista, que cuando gana su primer sueldo de veinticinco pesos lo invierte en “El tesoro de la juventud”.

A los catorce años trabaja como mozo de limpieza de un almacén de ropa, estudia dibujo por las noches y descubre el cine. Una niñez y adolescencia apartada lo convierten en el ser tímido que todavía es. A los diecisiete años conoce a Tomás Gutiérrez Alea (Titón) –una gran amistad de su vida– por el que siente enorme identificación. En diciembre de 1946, como parte de la ADAD, debuta en “Prohibido suicidarse en primavera”, de Alejandro Casona, bajo la dirección de Julio Martínez Aparicio- que en esos momentos estaba “enamorado” de Raquel. Vicente ha relatado que cuando leyó la obra le pareció muy dramática, pero cuando estuvo en el escenario a los cinco minutos, el público estaba muerto de risa con su trabajo. “En cuanto salí, la gente se empezó a reír y yo me sentí de lo más cómodo. Era una cosa muy rara, inmediatamente pasé del susto al dominio.” (Hernández-Lorenzo y Valiño: 16)

A partir de ese momento su cronología registra una carrera en ascenso, hace decenas de obras de Shaw, Wilder, Moliere, Chejov, Cervantes, en los grupos Patronato del Teatro, Academia Municipal de Arte Dramático, Prometeo, Las Máscaras y Teatro Universitario, entre otros. Hace radio y televisión. Gana muchísimo dinero y conoce a Adela Escartín –quien lo marca en sus búsquedas y en su vida. Con ella hace “Yerma” en 1950, que se mantiene en cartelera treintidós noches. La española, conocedora del método de Stanislavski a través de Stella Adler lo seduce y se fascinan mutuamente. Pero sin embargo, decide seguirle los pasos de Titón en su aventura por estudiar en Cinecittá. Hace la travesía en barco con ese desconocido del teatro cubano, Fermín Borges, se compra un abrigo en Santander pero el viaje a Europa le produce la idea de “un viaje al pasado” y la compañía de Fermín lo agota. En París cancela una entrevista con Gerard Phillipe –a quien vio actuar en “La nueva mandrágora” y “El príncipe de Hamburgo”- y pierde una oportunidad urgido por una postal de Titón. De regreso –ahora sabemos que nunca fue a Cinecittá y en Roma, sin dinero, vivió en una casa de huéspedes llamada La Mamma y en lugar de teatro asistió a cines de barrio- descubre el marxismo y empieza a escribir artículos para Nuestro Tiempo, mientras se forja lo que será el viaje a Teatro Estudio, el grupo creado en 1958,que será el punto de partida para casi todos los esfuerzos posteriores, algo así como una célula matriz para los nuevos grupos. En el manifiesto que cohesiona a sus integrantes y que firman Rigoberto Águila, Pedro Álvarez, Sergio Corrieri, Héctor García Mesa, José Antonio Jorge, Ernestina Linares, Raquel y Vicente Revuelta declaran que “un grupo de nosotros, al descubrirnos y confiarnos las mismas preocupaciones por nuestra profesión y por nuestro pueblo, hemos acordado unirnos y formar un nuevo grupo teatral, al que hemos querido llamar Teatro Estudio, para analizar nuestras condiciones de medio, culturales y sociales, para escoger las obras seleccionándolas por su mensaje de interés humano y para perfeccionar nuestra técnica de actuación, hasta lograr una definitiva unidad de conjunto, de acabada calidad artística, según los modos escénicos modernos, que nos capacite para ir ayudando a fomentar un verdadero teatro nacional, donde se den cite los actores, autores, directores y técnicos de nuestro país.”

“Viaje de un largo día hacia la noche”, de O’Neill, que Luis Amado Blanco calificó como “uno de los grandes momentos del teatro cubano de todas las épocas” fue su primer montaje. Atrás quedaba la época de las salitas, la falta de un estilo común y comienza junto a una incipiente escuela el teatro de grupo en su concepción actual junto a una voluntad ética.

Dos años antes dirigió a su hermana Raquel en “Juana de Lorena”, de Maxwell Anderson, en versión de Julio García Espinosa y Alfredo Guevara. Raquel, una de las primeras estrellas de la televisión, realizaba cine, teatro y comerciales en la radio, representa la pieza “hastiada de la televisión y del mercantilismo, con la idea de desvirtuar la idea de la diva”. Su interpretación obtiene en 1956 el Premio de la ARTYC (Agrupación de Redactores Teatrales y Cinematográficos) como la mejor actriz del año. Pero Raquel no se llama a engaño. No tuvo éxito. “Si el público hubiese acudido sí hubiese sido importante”, ha dicho. Como escribió Rine Leal, “la voz de la doncella de Doremy clamó en el desierto”. Se ha especulado mucho sobre la represión desatada por el estreno. Vicente cuenta: “De todas maneras, hubo persecución de la policía, nos tuvimos que esconder el día del estreno. Una mujer que escribía en una revista que se llamaba Gente, que tuvo mucho relieve como periodista en esa época, esposa de Carlos Montenegro, hizo una crítica diciéndonos horrores, acusándonos de comunistas.” (Hernández-Lorenzo y Valiño:23). Los dos testimonios sortean el inmenso escollo de referirse a hechos artísticos, históricos o estéticos que desbordan lo individual e involucran a muchos. Por ejemplo, Vicente dice, “Raquel, que era una estrella de la televisión” o “salió mi mamá a la palestra” (Hernández-Lorenzo, Valiño:23) y el lector cubano puede recomponer la historia familiar y no necesita más datos para saber que se habla de Raquel Revuelta –cofundadora de Teatro Estudio, actriz, profesora y directora teatral de magistral desempeño y uno de los rostros del cine cubano desde su breve aparición en “Siete muertes a plazo fijo”, de Manuel Alonso, en 1950, hasta su presencia en “Lucía”, de Humberto Solás. Mientras Silvia a partir de su debut en “Mundo de cristal”, en 1961, dirigida por su hijo cuando ya es una mujer madura, actúa durante su larguísima vida en más de sesenta obras, entre ellas “La vieja dama muestra sus medallas”, “Contigo pan y cebolla” o “El feliz cumpleaños de Lala Rumayor” e incursiona en decenas de películas cubanas desde “Las doce sillas”, de Titón, a “Los pájaros tirándole a la escopeta”, de Daniel Díaz Torres. Pero Vicente no cree necesario añadir más aunque hable de una familia teatral (los Revuelta-Planas), como en el XIX, los Martínez Casado o los Robreño. Comenzaron cuando hacer teatro era “arar en el mar” y cubren un espacio singular desde la década del 50 que los convierte en legítimos fundadores.(3)

Sin embargo, hubiese sido perjudicial a la fluidez y la sinceridad del relato hacer más añadidos o intercalar notas o insistir en Raquel y Silvia que requieren esfuerzos particulares. Estos libros no hacen más que revelar la necesidad de preservar la memoria viva de la escena cubana que tendrá que recomponerse cuando muchas voces sean recogidas y diversas lecturas reconstituyan el lienzo mayor.(4)

En “Vicente Revuelta: un monólogo”, el recorrido se centra no sólo en los montajes que realiza en los 60 sino en los procesos interiores dentro de cada etapa –muchos de los cuales son apenas una minúscula parte del iceberg. Nos enteramos por ejemplo, del “rollo” que se formó con [Pedro] Asquini, “un anarquista invitado por el Che” alrededor del montaje de “El alma buena de Se-Chuan” (1961), primera pieza de Brecht en la escena cubana o de las discrepancias de Vicente con Roberto Blanco o sus opiniones sobre el ciclo brechtiano dirigido por Ugo Ulive y Néstor Raimondi. En ningún momento Revuelta maquilla sus opiniones o intenta ser agradable, sostiene que “aquél hombre” (Ulive) “no sabía nada de Brecht” como antes ha hecho comentarios un tanto ríspidos sobre Borges o Morín. Desdramatiza la presencia de Fidel Castro en la puesta de “Fuenteovejuna”: “Fidel dijo que después de la pelota había que ir a ver “Fuenteovejuna” que estaba muy buena” y se interna en los vericuetos de sus propias creaciones con absoluta humildad. No creo que pueda, ni siquiera cubrir una mínima parte de su trayectoria en este recuento. Baste decir que Hernández-Lorenzo y Valiño le preguntan sobre la etapa de la llamada “parametración” que marginó a los homosexuales del teatro en los 70. Revuelta ofrece un testimonio único sobre la represión pero igualmente desdramatiza sobre su postura “…y ahí fue la famosa frase que yo le dije [al presidente Osvaldo Dorticós], yo soy homosexual y soy revolucionario ¿qué es lo que hago?” minimizando el impacto que la reacción de los hermanos Revuelta tuvo en la rectificación de esos errores. Tampoco son edulcorados sus encuentros con Grotowski que le pareció agresivo y descortés. Ni sus recuerdos de Mei Lan Fan (a quien vio actuar anciano) o la mágica evocación de Julian Beck. Ni siquiera alguien como Barba, quien lo ha considerado un “descubridor de nuevas tierras” y a quien sabemos admira, recibe adjetivos desmedidos.

En “El juego de mi vida…”, no es su puesta de “La noche de los asesinos”, de José Triana –premiada en 1966 con el Gallo de La Habana por la Casa de las Américas- la que considera más significativa, sino su montaje de “Las tres hermanas”. Antes Vicente había dicho que “La noche...” “es una obra con la cual me reía muchísimo desde que la leí y actuándola. Siempre la entendí como un texto cuyos recursos fundamentales son la ironía y el choteo, sobre la gente que se pasa la vida tratando de cambiar, de hacer la Revolución, pero sentados en un café, sin hacer nada.”(5) Mi imaginario teatral recuerda muebles desvencijados, amontonados como en un diván, el simulacro de un ritual de sangre, un espejo que multiplica las imágenes y Vicente, casi rapado, un rostro como de Beck mezclado con Tarkovski, con un cuchillo en la mano, secundado por sus dos hermanas. (Miriam Acevedo-Ada Nocetti, Ingrid González y Flora Lauten). Recibe el premio de la Casa de las Américas y lo entrega a Bich Lam, teatrista de Viet Nam en guerra.

Pero lo más importante para Vicente fue asistir con la obra de Triana a Teatro de Naciones de 1967 y encontrar al Living Theatre. Del mismo modo que la estética de Vilar y el Teatro Nacional Popular había marcado su “Fuenteovejuna” (1963) –plataforma de tres planos sobre la que se desplazaban más de cien actores– puesta aplaudida por veintiocho mil espectadores, la experimentación con los nuevos lenguajes, la ruptura con los códigos conocidos y la asimilación crítica de las vanguardias será una constante después de su segunda estancia europea. La evocación de las puestas del Living es uno de los mejores momentos del libro de Suárez Durán.

Arrepentido de no haber seguido al Living, “ si yo hubiera sido coherente conmigo mismo, me hubiera ido con aquella gente, porque sentía que aquello era lo que yo realmente quería, lo que yo había pensado durante toda la vida que era el teatro” (Suárez Durán: 130), en el 68, crea Los Doce, un efímero grupo, mal entendido por el público y casi silenciado por la crítica pero en el que comienza a probar sus conocimientos sobre Grotowski. Yo misma, que muy joven fui probablemente injusta con el espectáculo cuando escribí una nota para Pensamiento Crítico, recuerdo en el tabloncillo del antiguo Lyceum, en el año 70 a los actores haciendo “máscaras faciales” y utilizando sus “resonadores”. Aunque lo califiqué de “reducción sicoanalítica”, el grupo evocaba una radiante luminosidad como en los cuadros de El Greco.(6) Le siguió en el 71 el montaje de “La conquista”. Vicente releía los apuntes de Martí sobre Chac-Mool y recupera la idea de que la tierra es una vasta morada de enmascarados: “El mito deberá surgir de las relaciones mismas, de la pregunta por el ser, del reencuentro con las esencias.”

Grotowski [dice Vicente] es quien más me enseña. Creo que él es el más entregado y el que ha llegado más lejos. Si fuera joven y no tuviera tanta responsabilidad histórica, tanta carga de experiencias, hace rato que me hubiera ido para Pontedera. No lo hago simplemente, por un problema de edad, porque sé que no sería útil. Yo tengo que ser un guía aquí, aunque no sea tan bueno como desearía. Cuando no me fui con el Living, sí me equivoqué.(7)

Con “El cuento del zoológico” y “La muerte de Bessie Smith”, de Albee, intentó vincular la estética de la crueldad a las exigencias de la actuación sicológica. El Jerry de “El cuento…” siente la necesidad de mirar directamente a los espectadores. La puesta transcurría “como en una doble jaula, una para los actores y otra, donde estaban los espectadores y necesité hablarles para que se vieran implicados en lo que sucedía, envueltos en un diálogo real”.(8)

Transgresor sempiterno, insatisfecho con sus propias conquistas, introductor de influencias disímiles, con “Las tres hermanas”, de Chejov (1972) hace la pieza que hoy confiesa está más ligada a su mundo creativo. En el 76 intenta montar “La dolorosa historia del amor secreto de Don José Jacinto Milanés”, de Abelardo Estorino –accidentado montaje y solitario estreno no oficial– cuyos misterios al fin se aclaran algo, cuando Vicente explica que concebía la actitud de Milanés después de que muere “y los personajes de su creación le muestran todos los problemas sociales que él no vio, y aquel individuo sigue diciendo que, si volviera a vivir, mantendría la misma conducta” (Suárez Durán: 162).

Ninguno de los libros destaca las opiniones de Vicente sobre el nuevo desprendimiento de Teatro Estudio con la creación de la compañía Hubert de Blanck en 1993. Tampoco se indaga demasiado en los grandes momentos de silencios o treguas en los que Vicente se sume en la depresión. El mismo los refiere, como de paso, como algo adherido a su piel. Profundiza eso sí en su experiencia pedagógica –dentro y fuera de las aulas— conversa sobre sus preocupaciones en torno a la historia, el compromiso, el momento que le tocó vivir.

Leer su testimonio sobre actuar como “dilatación” y no como disfrazarse de otros es recordarlo en “Medida por medida”, (1993) de Shakespeare con la que repetirá el éxito de “La duodécima noche” del 92. El Bufón y el Duque nos traen al Vicente-actor en su estado más transparente, muy relajado que puede regar de hojas secas el escenario de “En el parque”, de Guelman o hacer a su Galileo fumar cigarros Populares, el que lejos de añadir, suprime, y que en lugar de una máscara rígida es un actante que desde su vigilia escudriña los movimientos de los espectadores. “Cuando el público va llegando a la sala, busco a alguien que me interese y me sirva de contacto”. Y aunque haga “Ñaque o de piojos y actores”, (1994) de Sanchis Sinisterra, dirá a sus entrevistadores que “busca lo sagrado”.

“Buscar lo sagrado implica buscar una existencia más gozosa. No se trata de buscar lo sagrado como culpa, ni como sacrificio, sino lo sagrado como risa. Yo busco lo sagrado para sentirme a gusto en la vida. Si algo está muy cerca de mi esencia, es la idea de que la vida es espléndida y uno debe disfrutarla momento a momento.”(9) Esa idea de lo lúdico y de que el arte pertenece a la celebración vuelve en su montaje de “La zapatera prodigiosa”, de García Lorca, de 1998. Emplea como escenografía el espacio de la antigua cochera de la Casona de Línea. Los espectadores subimos por una escalera de caracol, somos obligados a dejar los zapatos en la puerta, mientras en el segundo acto, al aire libre y en una taberna, la zapaterita devenida en vendedora se reconcilia con su amor en un agresivo y poético movimiento de vecinos y gente del pueblo interpretados por muchos jóvenes, actores o aspirantes, entre ellas, la jovencísima Raquelita, nieta de Raquel. Ese mismo año brindará su apartamento para las funciones de Alexis González con “El trac”, de Piñera. Vicente nos recibe en la puerta con su austera humildad. Su apartamento es el entorno y el gurú guía a los espectadores en la azotea y hace las luces. Esa capacidad me sobrecoge de Vicente, al que pude ver en la más dura etapa del período especial en la cinemateca como el más curioso de los cinéfilos, en un concierto de rock o a la puerta de la UNEAC anotando el programa de la sala de video. No es un maestro por su indumentaria ni por sus modales ni por sus títulos académicos, (aunque ostenta varios, entre ellos el Premio Nacional de Teatro) sino por su real entrega a sus verdades, dudas y preguntas.

Para festejar el nacimiento del pobre Bertolt Brecht, Teatro Estudio reunió a muchos jóvenes en La Casona. Vicente leyó un texto de B.B. y representó “El mendigo y el perro muerto”, el homenaje más irreverente y audaz que se le ha rendido al dramaturgo por provenir de quien en Cuba lo ha entendido mejor. Como su “Galileo” –realizado con los estudiantes del ISA en 1985- el “Café Brecht” también estaba lleno de jóvenes. Era una metáfora de años duros y convocaba melodías desafinadas, poemas y fragmentos del diario de Brecht para afirmar su presencia al caer la tarde. Raquel observaba, cómplice, delante de una reproducción de Breughel. Se brindó con vino casero y pan viejo. Rodeamos al Mendigo en una pasarela como los espectadores de las Trece Filas seguramente vieron a Cieslak.

Hoy me es grato recordarlo a propósito de estos dos libros. Y si alguna vez hemos estado tentados a encasillarlo, sabemos que no es posible, Vicente desafiará todos los intentos y todas las rimbombancias. Es una personalidad compleja, inabarcable, que no hace concesiones. Me parece encontrarlo en su itinerario por las calles del Vedado que recorre a pie y solitario. Me parece conocerlo ahora más.


Notas

(1) Maité Hernández-Lorenzo y Omar Valiño: Vicente Revuelta: monólogo, Colección Cuadernos Beth-el, Ediciones Mecenas y Reina del Mar Editores, Cienfuegos, 2000, 62 p. y Esther Suárez Durán: El juego de mi vida, Vicente Revuelta en escena, Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Juan Marinello, La Habana, 2001,213 pp. Volver
(2) Las investigaciones son: Lailí Pérez Negrín y Luis Alvarez, El teatro, la búsqueda, el sentido de la vida [Un camino de medio siglo] y las tesis de Cristina Braga y Roberto Salas. Volver
(3) Cf. Rosa Ileana Boudet. Dos tablas y una pasión, Revolución y Cultura, --------------, 1999. Volver
(4) En realidad existen pocos libros de memoria “viva” de teatristas cubanos. Ojalá alguien haya recogido los apasionantes recuerdos de Roberto Blanco, fallecido recientemente. Ver los libros de Francisco Morín: Memorias de un teatrista cubano 1940-1970, Ediciones Universal, Miami, 1998 o para una época anterior, La vida de un comediante, de Enrique Arredondo, Letras Cubanas, La Habana, 1981. Volver
(5) Bárbara Rivero. “Jerarquizar la calidad. Entrevista con Vicente Revuelta”. Ade Teatro, n.45-46, julio, 1995, pp. 99-101. Volver
(6) “Notas sobre Los Doce y un teatro del Tercer Mundo”. En Teatro nuevo: una respuesta, Letras Cubanas, 1983, pp. 275-284. Volver
(7) Lailí Pérez Negrín. Un camino de medio siglo [inédito]. Volver
(8) Ibid. Volver
(9) ibid. Volver