HACER TEATRO HOY. SOBRE EL PÚBLICO
Por Ernesto Caballero

Con la revolución escénica acaecida a principios del siglo XX, el teatro inició distintos caminos de exploración artística que pusieron el énfasis en diferente agentes del hecho teatral. Así, los directores de escena -sobre todo ellos-, reivindicaron, con justicia, el papel de creadores que les correspondía en el nuevo enfoque de la práctica escénica; una práctica que al hacerse más compleja ahora requería de este nuevo maestro de ceremonias sin el cual, a partir de entonces, era imposible acometer cualquier trabajo de puesta en escena. El más emblemático de todos, V. Meyerhold (alumno de Stanislavski, posteriormente asesinado por la policía de Stalin) reivindicó con vehemencia el lugar preeminente del director de escena en un famoso esquema formado por un triángulo que apuntando al público situaba el vértice más próximo a éste en la idea de montaje del director, por delante de la obra escrita y del actor. También se produjeron concepciones que volvían de manera radicalmente esencialista a la figura del actor. Un escenario vacío y un actor, no se necesitaba nada más. (Peter Brook dixit). Esta actitud de tajante despojamiento, que no necesariamente fue defendida por actores, estuvo acompañada por otra que, como una virulenta reacción de respuesta, reivindicaba la preeminencia de la palabra del autor dramático no sólo como punto de partida, como elemento imprescindible para que se encienda la mecha del teatro, sino como único aspecto realmente esencial de la experiencia teatral. Los rescoldos de estas encendidas polémicas aún perviven, y la crítica se hace eco de ella de una manera más o menos consciente.

Con todo, ninguno de estos visionarios puso en el punto de mira de sus reflexiones y experiencias en el público. Ninguno excepto un dramaturgo alemán que acuñó la expresión “el arte del espectador”: Bertolt Brecht. En efecto, el autor de “Madre Coraje” fue el único que, dando un giro copernicano a las líneas de investigación y reflexión sobre la práctica escénica, se planteó de forma exhaustiva cuestiones relativas a eso que más tarde se dio en llamar teoría de la recepción. Qué le pasa al espectador ante la experiencia teatral, qué le debe pasar, cómo puede éste participar activamente frente a la escena... El Público, ese dragón de múltiples cabezas como lo definiera Lorca (autor, por cierto, de una obra titulada precisamente así: “El Público”) a partir de entonces sería considerado como un “productivo” interlocutor, esto es, como un actor más.

Pero, ¿qué es exactamente el público? Nuestro DAE nos señala dos definiciones: “Conjunto de las personas que participan de unas mismas aficiones...”, y: “Conjunto de las personas reunidas en determinado lugar para asistir a un espectáculo”. Según esto, cuando hablamos de público de teatro tendemos a referirnos a dos cosas diferentes. En el primer caso aludimos a una afición compartida; mientras que en el segundo, la mera acumulación de espectadores basta para dar sentido a este concepto. Sobre esta doble acepción el estudioso Alberto Fernández Torres ha elaborado un esclarecedor análisis del que podemos concluir que el concepto de público está indisolublemente asociado al de ciudadanía. Según esto, no, sería suficiente la simple concurrencia de aficionados al teatro para que se originara el fenómeno “Público”.

De este modo, a lo largo de la historia del teatro se habrían producido momentos de plena cristalización de la escena con su auditorio cuando los asistentes a las representaciones habrían compartido, además de la afición por el arte teatral -y, por supuesto, la capacidad de reconocerse en los atávicos registros emocionales inherentes a nuestra naturaleza- una misma conciencia comunitaria; eso que los sociólogos han dado en llamar rasgos identitarios, es decir, un esquema que tanto en lo ideológico como en lo doméstico se manifiesta de una manera consciente en la colectividad. Así, el público de la tragedia ática constataba en el teatro una determinada cosmovisión compartida con sus conciudadano; de la misma manera que sucedía con el ideario contrarreformista en nuestro teatro áureo: o, por poner algunos ejemplos a escala más modesta y más cercana en el tiempo, el teatro de la resistencia antifranquista y su público hiperconcienciado, o la comedia burguesa, en la que la respuesta jocosa o sentimental se produce de manera unánime porque el auditorio comparte un sistema estético e ideológico que hace que le resulten divertidas, chocantes o conmovedoras las mismas situaciones.

Sin embargo hoy en día, dada la fragmentación social que caracteriza nuestro presente, resulta más exacto hablar de la existencia de públicos diferenciados que de un Público homogéneo y global. Así, actualmente en España existen múltiples públicos y algunos de ellos (no todos) encuentran un teatro que “los representa” casi siempre a cargo de la empresa privada: desde las salas alternativas hasta nuestros esforzados empresarios de paredes. Tanto unos como otros tienen localizado ese valioso grupo de fieles (en el sentido más amplio del término) en su cuidado. Todo lo contrario de lo que sucede en las instancias públicas que naufragan clamorosamente en este empeño, y no por la ausencia de calidad de su oferta, sino por carecer de criterios definidos con respecto al perfil de su interlocutor natural. Paradójicamente, el teatro público carece de un público Y esto es así porque no ha querido o no ha sabido contemplar esta fragmentación. Así por ejemplo, los responsables políticos autonómicos y municipales de las programaciones teatrales acostumbran a hablar de las responsabilidades que tienen contraídas para con “su público”. Con ello simplemente se refieren a la necesidad (por evidentes condicionantes de sus superiores políticos) de llenar los teatros a costa de lo que sea, y claro, terminan reproduciendo los mismos planteamientos que operan en todas las televisiones generalistas, pública (sobre todo, y una vez más) incluida en esta esquizofrenia viven los programadores del sector público. Y en esta impotencia. Y los que entendemos el teatro como servicio público nos quedamos perplejos al constatar que esta función termina cumpliéndola (de forma parcial) mucho más eficientemente la empresa privada que la pública. Porque los programadores privados tienen, conocen y miman a un público: a su público; y los programadores públicos, excepciones aparte, no.

A este respecto resulta muy ilustrativo el resultado de una reciente encuesta llevada a cabo por la SGAE que recoge el mencionado trabajo de Fernández Torres, en el que se le pregunta al ciudadano renuente a acudir al teatro sobre la principal razón de su desidia. Sorprendentemente la respuesta más numerosa (por encima, incluso de la referida al precio de las entradas) es: “Porque no encuentro la obra que me gustaría ver.” Esta contestación, aparte de hablarnos de esos sectores “no representados” por el teatro y que por el contrario sí tienen su cine, su música, sus novelistas, etc... nos estaría señalando esa tendencia pueril e ilusoria de nuestra sociedad en la que el individuo se quiere y se cree único. Esta actitud encuentra en el cine y en la narrativa mejor acomodo, pues estos dos géneros apelan a la subjetividad del sujeto, mientras que el teatro desde sus orígenes ha sido, es y ¿será? un arte asambleario (con perdón). La palabra enunciada en público y para el público. Como en el Parlamento, de naturaleza también muy teatral, por cierto.

Por eso el éxito, el verdadero éxito del Arte del teatro consiste, más allá de esos azarosos y bien recibidos pelotazos provocados por alguna obra que milagrosamente nos ha funcionado, en la consolidación de un público cómplice. Y esto, claro, sólo resulta de largas trayectorias con sus necesarios e inevitables altibajos, vamos (recurriendo al tópico que para eso están) como en una relación amorosa...

Hace poco Lluis Pascual, nuestro mejor director de escena, se quejaba de lo poco que los españoles queríamos a nuestros artistas: los admiramos, los envidiamos, o los ignoramos (sobre todo los propios artistas, me permitiría añadir): todo excepto cuidarlos. Esta amarga constatación no hace sino hablar en última instancia del bajo nivel de autoestima de una sociedad, la española, que sin embargo por evidentes razones históricas y culturales reúne sobradas condiciones para propiciar lugares de encuentro en los que reconocerse colectivamente, disfrutando así del placer de sentirse algo más que una mera entrada vendida.